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Yo negué con la cabeza.

– No. Me gustaría que fueran más predecibles, pero aparte de eso, nada.

La doctora tomó nota de mi respuesta en la historia y me miró.

– ¿Alguna pregunta, Anne? ¿Algo sobre el tratamiento para la endometriosis, cómo manejar el dolor, las inyecciones? ¿El significado de la vida? ¿Cómo preparar un redondo de ternera?

Me reí.

– No, gracias. Creo que sé preparar un redondo decente.

Hizo el gesto de limpiarse el sudor de la frente.

– Buf, menos mal. Temía que fueras a preguntarme por el significado de la vida y habría tenido que inventarme algo sobre la marcha.

– No -vacilé. Tenía en la punta de la lengua las preguntas que sabía debería hacerle, pero al final no dije nada-. Gracias, doctora Heinz.

– De nada -respondió con una sonrisa-. Y para terminar, la inyección.

Aquello no dolía. No si lo comparábamos con un parto, pensé, mientras me pasaba un algodón con alcohol por la zona y después me inyectaba el cóctel químico que evitaría que el esperma de James conquistara mis óvulos en los siguientes tres meses. El pinchazo no sangró siquiera. Me despedí de mi médico y atravesé la sala de espera rebosante de barrigas florecientes en dirección a la salida.

Junio es un mes precioso. El sol brilla, pero no quema con la intensidad de julio ni es tan agobiante como en agosto. Los jardines florecen. La gente se casa. Empiezan las vacaciones escolares. Todo parece dispuesto a emprender una nueva vida, un nuevo comienzo.

Yo había tenido la oportunidad de emprender un nuevo comienzo en la consulta de la doctora Heinz. No la había aprovechado. Al contrario, tenía tres meses más para decidir si quería tener un hijo. Otros tres meses mintiendo a mi marido.

James había sido paciente y comprensivo con mi enfermedad, que causaba períodos y coitos dolorosos. Me llevaba las medicinas y me sostenía la mano cuando los ovarios me dolían tanto que no paraba de sudar. Había sido él quien me había dicho que los dolores que soportaba no eran simples dolores menstruales. Llevaba tanto tiempo sufriéndolos que me había convencido de que eran normales. No me parecía nada excepcional teniendo en cuenta que vengo de una familia donde otras cuatro mujeres se quejaban de sus reglas. James me había convencido de que debía contarle a mi médico que los dolores eran cada vez peores.

Había sido un alivio descubrir que había remedios, que mis dolores no eran un castigo por pecados pasados, tal como yo me había convencido. Muchas mujeres sufrían los mismos dolores, incluso peores. Yo era afortunada. Una intervención menor que no requería hospitalización y el tratamiento me habían cambiado la vida. Me sentía mejor que en mucho tiempo.

Era un buen momento para tener un hijo. James tenía un buen trabajo. Mi carrera se había detenido en seco, una situación que podría rectificar si quisiera… ¿pero para qué volver a trabajar si iba a tener un hijo unos meses después? Era el momento idóneo. Podía ser el ama de casa y madre que nunca había soñado ser.

Parecía como si todas las piezas hubieran encajado en su sitio. Perfecto. Si me preguntaran, respondería que yo no quería mentir a James respecto a nada, y menos aún respecto a nuestra decisión de tener hijos. Eso habría sido otra mentira. El hecho era que si de verdad no quisiera mentirle, no lo estaría haciendo. Le habría dicho la verdad. Que seguía con las inyecciones anticonceptivas. Que no estaba segura de querer tener hijos.

Que no estaba segura de poder.

Aunque la endometriosis puede contribuir a ello no tiene por qué conllevar obligatoriamente infertilidad. Como tampoco el hecho de haber tenido un aborto. En mi caso se daban ambas condiciones, aunque James sólo sabía lo de la endometriosis.

No estaba segura de no poder concebir, pero me aterraba comprobarlo. Como mujer me correspondía el derecho a elegir no tener un hijo. Elegir tenerlo dependía del capricho de un poder superior, y no estaba segura de que mi comportamiento no hubiera enfadado a Dios hasta el punto de que éste hubiera decidido no darme la oportunidad de procrear.

Tenía la intención de irme directa a casa al salir de la consulta puesto que tenía ropa que doblar y también me esperaba el aspirador y la fregona. Además, tenía que arrancar malas hierbas del jardín y ocuparme de pagar algunas facturas.

Sin olvidar que tenía un invitado en casa.

James y Alex se habían quedado levantados hasta tarde la noche anterior. El rumor de su risa me había sacado de mi sueño alguna que otra vez. James se había acostado cuando los pájaros empezaban a trinar y el sol casi despuntaba, esa hora a la que aún es posible convencer a tu cuerpo de que no llevas levantado toda la noche. Olía a cerveza y a humo de cigarrillo, una combinación que podría haberse mejorado mucho con un uso concienzudo de agua y jabón. Me había despertado con sus ronquidos y ya no había vuelto a dormirme.

Sin embargo, a pesar de haberse acostado tan tarde, se había levantado a la hora de siempre para irse al trabajo. La casa estaba en completo silencio cuando salí para ir al medico. La puerta del dormitorio de Alex estaba cerrada y no se oía ruido dentro.

Alex no era mi amigo, pero James no se habría molestado en dejar café recién hecho y toallas y sábanas limpias. No había llegado al extremo de ofrecerme a hacerle la colada, pero sí le había dejado instrucciones sobre cómo utilizar a la diva de mi lavadora y dónde estaba el detergente. Había hecho lo que toda buena anfitriona haría. Hasta tenía la intención de parar en el mercado de camino a casa y comprar unos filetes y unas mazorcas para prepararlos a la brasa para cenar. Dediqué todo el día a hacer recados con el único objetivo de mantenerme lejos de la casa todo el día, evitar ir a casa sin tratar de convencerme de que no era eso.

Habíamos tenido invitados en casa muchas veces. Aunque la nuestra era más pequeña que muchas de las casas que bordeaban la carretera de Cedar Point, disponíamos de tres dormitorios y un sótano convertido en salón que podía hacer las veces de dormitorio en caso de necesidad. Y lo más importante, disponíamos de vistas al lago, una pequeña sección de playa de arena sucia y un barquito de vela. Además, estábamos a pocos minutos en coche de Cedar Point. A James y a mí nos gustaba hacer bromas sobre cómo nuestra popularidad aumentaba exponencialmente en verano, cuando nuestros amigos venían a pasar unos días y aprovechaban para hacer alguna de las muchas actividades para turistas disponibles en la zona del condado de Erie.

La diferencia con la situación actual era que los amigos siempre habían sido de los dos, no sólo de James. Y yo trabajaba por entonces a jornada completa. Sobrellevar la presencia de invitados resulta mucho más sencillo cuando el contacto con ellos se limita a unas pocas horas después de trabajar. Esperaba que Alex hubiera tenido que ir a otra de esas reuniones que duraban todo el día, pero no estaba segura de que lo hubiera hecho.

El hecho puro y duro era que no sabía qué pensar de él. No se trataba de algo que hubiera dicho o hecho, sino más bien lo que no decía. O no hacía. Se había asomado al borde y había reculado. Para mí no era un problema que flirteara conmigo, podía manejarlo, pero aquello era diferente. Era algo más. Sólo que no sabía qué.

Me obligué a pasar el rato comprando mobiliario de terraza que no necesitábamos y que yo no quería. Comprobé la comodidad de unas sillas de bambú y la resistencia de las mesas que vendían a juego. Eché un vistazo a utensilios para barbacoa, nuevos y relucientes, con sus cajas para transporte. Me dije que no me importaba que James hubiera abierto las puertas de nuestra casa a Alex Kennedy, pero eso era otra mentira; me había percatado esa misma mañana al tener que pensármelo dos veces antes de entrar en la cocina en camisón.