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– ¡Hola! ¡Soy Chip! ¡Veo que está mirando nuestro juego de muebles Exotica!

Semejante chorreo de exclamaciones salió de los labios del joven e inexperto vendedor, que se lanzó sobre mí en picado mientras curioseaba alrededor de un caro juego de muebles de teca, demasiado grandes para nuestra terraza en realidad. Vi el símbolo del dólar reflejado en sus ojos cuando me tendió la mano para presentarse. Sin darme tiempo a negarme, empezó a recitar de un tirón las bondades del mobiliario, su resistencia a las termitas entre ellas.

– No creo que las termitas sean un problema -dije.

– ¡Además son resistentes a las inclemencias del clima! ¡Y menudo clima tienen por aquí…! -estuvo a punto de darme un codazo. Me recordaba a Erie Idle, de los Monthy Python, y su costumbre de guiñar el ojo y dar con el codo, como diciendo: «Ya sabes a que me refiero». Me eche a reír. Chip me imitó-. Tengo razón, ¿verdad?

– Tenemos un clima desapacible, pero…

– Pues estos muebles soportan todo lo que la madre Naturaleza les eche. ¿Tiene un jardín grande?

– En realidad no. Es un jardín más bien pequeño.

– Ya -los símbolos de dólar perdieron brillo.

Me sentí mal por él. En ningún momento había tratado de llevarlo a pensar que verdaderamente estaba dispuesta a comprar una mesa y unas sillas escandalosamente caras. Me sentía obligada a seguir hablando.

– Es una casa que da al lago, así que tenemos muchas piedras y arena.

– ¡Vaya!

¡Bingo! Aquello era lo que Chip necesitaba oír. En su cabeza, casa frente al lago equivalía aparentemente a una venta importante. Yo sólo lo había dicho como excusa para remolonear por allí un poco más. Me sentía tan mal que dejé que me hiciera una descripción detallada de casi todos los muebles del establecimiento. Al final me convenció para que me llevara un columpio y un juego de utensilios para la barbacoa, cosas que no necesitaba.

Escapé de la tienda con el trino alegre de Chip en los oídos diciéndome adiós y me reñí mentalmente. A James no le importaría que me hubiera gastado el dinero. Seguro que estaba encantado con el columpio y los utensilios nuevos. Las cosas nuevas lo hacían feliz. Mi auto flagelación se debía al hecho de haberme dejado convencer para comprar algo que no quería y no necesitaba simplemente porque me sentía culpable por haber decepcionado al vendedor.

¡Un total desconocido! ¡Un hombre al que no iba a volver a ver en mi vida! Me daban ganas de abofetearme. Me daban ganas de entrar de nuevo y anular el pedido, pero entonces vi por la ventana a Chip haciendo una especie de danza de la victoria con sus compañeros por haber realizado la venta. Así que me metí en el coche con un profundo suspiro.

Lo peor de todo era que la excursión de tiendas había agotado mi energía para seguir evitando regresar a casa. Resignada, paré en Kroger y gasté más dinero, esta vez en artículos que sí quería y necesitaba. Vacilé un momento en el pasillo de las bebidas, aquél al que nunca iba. En esta ocasión, y en honor a nuestro invitado, compré una botella del Merlot que le gustaba a James. Tras pensarlo un poco más, eché al carro un paquete de seis de cerveza tostada. A juzgar por cómo olía James la noche anterior, se habían acabado las cervezas del frigorífico del sótano. No vendría mal reponerlas. Un paquete de seis latas no eran tantas cervezas.

Seguí con la mirada las hileras de botellas con sus etiquetas de colores. Dibujos de piratas y atractivas camareras de taberna, mares de color azul. Aquellas botellas hablaban de evasión. Susurraban posibilidades de sexo. Proclamaban diversión. Una fiesta no es una fiesta sin Bacardi.

Bueno, no puede decirse que estuviera planeando una fiesta, más bien una cena para tres. Bastaría con cerveza y vino. Les di la espalda a las botellas y su canto de sirenas, y me dirigí hacia casa.

Alex había salido y regresado mientras yo estaba fuera. Me pareció que su coche, que vi cuando salía aparcado de forma oblicua junto al garaje, estaba un poco más recto cuando llegué. Yo metí el coche en el sendero de entrada para acercarme todo lo posible a la puerta, agarré las dos bolsas de comida y entré en la cocina por la puerta lateral.

Me detuve en la puerta, sintiéndome como una intrusa en mi propia casa. Sonaba una música suave en el salón. Una vela grande en tarro, que me había regalado la madre de James y se había quedado guardada durante meses en un armario, ardía en la mesa situada junto a los ventanales que daban al lago Eric. Me encontré varias ollas burbujeantes sobre los fogones y una selección de aperitivos, galletas, queso, verduras y salsas desplegada en la isla central.

Alex se volvió con una cuchara en la mano cuando entré. Llevaba unos vaqueros desgastados muy bajos de cintura con una camisa de vestir. Desabrochada. No llevaba zapatos. Los pies descalzos le asomaban por debajo de los bajos deshilachados. Tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha y se hubiera pasado la mano. Era del color de una suntuosa madera que no sabría decir, del tono del escritorio barnizado del despacho de algún ejecutivo. Un tono castaño cobrizo con mechones más oscuros y más claros.

– Anne -dijo al ver que yo no decía nada al cabo de unos minutos, tan sólo miraba boquiabierta-. ¿Necesitas ayuda?

Miré las bolsas que llevaba en los brazos.

– Sí, por favor. Hay más en el coche.

Dejó la cuchara sobre un utensilio de metal que tenía para posar las cucharas y no manchar la encimera. A mí siempre se me olvidaba usarlo, dejaba las cucharas en cualquier parte sin importarme si manchaba la encimera o no. Después tiró del paño de cocina que llevaba en el hombro y se limpió las manos.

– Iré a por las del coche. Venga, entra. Tómate un vino.

Pasó junto a mí sin darme opción a responder más que con un breve asentimiento. Dejé las bolsas encima de la mesa de la cocina. Alex había encontrado las copas de vino que alguien nos compró como regalo de boda, y un líquido de color rubí resplandecía en dos de ellas.

Miré lo que estaba cocinando. En una olla se cocían a fuego lento cebollas y champiñones en una salsa que olía a ajo, mantequilla y vino. Husmeé bajo la tapa de otra de las ollas. Arroz. Mazorcas de maíz al vapor en una tercera. Por la ventana que daba a la terraza vi que la barbacoa estaba encendida y salía humo. Inspiré profundamente. Todo olía a las mil maravillas.

– Veo que has estado ocupado -comenté cuando entró en la cocina cargado con el doble de bolsas de las que había metido yo.

– Qué va -contestó él, dejando las bolsas encima de la mesa. Al levantar la vista, el pelo, ya más seco, le acariciaba la nuca, las orejas y algún que otro mechón le caía sobre las cejas. Levantó las dos copas de vino y se acercó a mí tendiéndome una de ellas-. Era lo menos que podía hacer. Preparar la cena.

Acepté la copa de forma automática, como hace la gente cuando les ofrecen algo.

– No tenías por qué.

La sonrisa que me dedicó me caldeó de los pies a la cabeza, e inclinándose ligeramente sobre mí, dijo:

– Ya lo sé.

– Huele fenomenal -debería haber retrocedido un paso, pero no quería que pareciera tan obvio-. ¿Has encontrado todo lo que necesitabas?

– Si -dio un sorbo y miró alrededor de la cocina-. Madre mía, sí que ha cambiado la ciudad. He salido a comprar al supermercado y me he perdido.

Antes de que pudiera decir nada, su mirada regresó al punto de partida, y se clavó en mí.

– Jamás se me habría ocurrido que hubiera sitio en la vieja Sandusky para un mercado con productos para gourmets -añadió.

– Supongo que todo depende de lo que se consideren productos para gourmets.

Dios mío, qué sonrisa. Aquella lánguida y perezosa sonrisa que prometía horas de placer. ¿Cuántas mujeres habrían separado las piernas para él gracias a aquella sonrisa?

– ¿Tu nivel de exigencia es alto, Anne? -dio otro sorbo y miró mi copa-. ¿No te gusta el vino tinto? He traído rosado también.