Выбрать главу

– No, no. Está bien éste. Es que no bebo vino…

– No bebo… vino -dijo marcando exageradamente la «V» de vino imitando el acento de Drácula-. ¿Es que eres un vampiro?

Yo me reí al tiempo que sacudía la cabeza.

– No, no. Es que no bebo vino, eso es todo.

– ¿Te apetece mejor una cerveza? He traído una caja de negra y tostada. Deja que te diga algo, Anne. Me gustaban muchas cosas de Singapur, pero nada, repito, nada, como los establecimientos de venta directa de cerveza de Ohio.

– No, gracias -negué nuevamente con la cabeza.

Extendió el brazo para abrir una de las bolsas de Kroger.

– Tú también has comprado vino y cerveza -me miró con gesto interrogativo enarcando suavemente una ceja-. ¿No quieres de ninguna de las dos cosas?

Tercera negativa.

– No. No bebo.

Alex apuró su copa con un largo y lento sorbo, y dejó la copa en la encimera.

– Interesante.

Un tanto cohibida, dejé mi copa junto al fregadero. No me veía capaz de echarlo por el desagüe.

– No tiene nada de interesante.

La tapa de la olla donde se cocinaban los champiñones y las cebollas se puso a repiquetear sobre la olla cuando el vapor empezó a buscar una salida. Alex se movió. Yo me moví. La cocina, al igual que el resto de la casa no era grande. El viejo dicho que hace referencia a cuando hay demasiados cocineros en una cocina tenía todo el sentido dentro de la mía, pero no porque fueran a estropear el cocido. Simple y llanamente no había espacio suficiente para más de una persona delante de los fogones. Nos movimos con gestos torpes, él alargando la mano para levantar la tapa de la olla y yo intentando quitarme de en medio. Los faldones de su camisa abierta ondearon como una bandera rozándome cuando estiró el brazo. Levantó un poco la tapa y apagó el fuego. Su otra mano aterrizó sobre la parte baja de mi espalda, pero no fue ni para empujar ni para acariciar, más bien para servir de soporte.

El contacto fue muy breve. Retiró la mano sin que me diera tiempo a sentirla casi. Entonces se giró hacia mí.

– Espero que tengas hambre.

El ruido de mi estómago contestó por mí.

– Estoy muerta de hambre.

– Me alegro.

Nos quedamos mirándonos. Alex levantó una de las comisuras de sus labios. No estaba segura de que me gustara que me mirara de aquella forma. No estaba segura de que no me gustara tampoco.

– Se te da muy bien la cocina -comenté yo mirando hacia los fogones primero y de nuevo a él.

Alex se puso una mano en el corazón y me dedicó una pequeña inclinación de cabeza que lo acercó a mí lo bastante como para oler su colonia. Era la misma que llevaba el día anterior, algo especiado y exótico. Masculino y floral al mismo tiempo. Me miró desde detrás del flequillo, sonriendo. Una sonrisa devastadora. Encantadora. Y lo sabía.

– La vida de soltero no se reduce a pizza y cerveza. Por lo menos no se reduce a pizza. Cuando no tienes a nadie que cocine para ti, aprendes.

Saqué los alimentos perecederos de las bolsas y los metí en el frigorífico y el congelador respectivamente. Alex se mantuvo al margen para no molestar, pero sentía su mirada encima de mí.

– A lo mejor podrías darle alguna pista a James.

– Jamie no ha tenido que hacerlo nunca, eso es todo. Siempre ha tenido a alguien que le hiciera las cosas. Una madre y dos hermanas mayores pendientes todo el día de él. Y ahora, una esposa.

Me giré para mirarlo.

– Sí.

– Ahora tú cuidas de él -sonrió de oreja a oreja.

No podría decidir si me estaba haciendo un cumplido o me estaba insultando.

– Nos cuidamos mutuamente.

Alex se acercó a los fogones y removió un poco los champiñones y las cebollas.

– El pobre Alex no tiene a nadie que cuide de él. Así que tuve que aprender a cocinar para no tener que cenar comida para llevar todas las noches.

Aspiré el delicioso aroma de lo que estaba cocinando.

– Estoy impresionada.

– Entonces mi malvado plan ha funcionado -dijo él, lanzando una risa de personaje malvado de dibujos animados.

Lo gracioso era que no podía estar segura de que lo dijera de broma. Sin embargo, no me dio oportunidad de pensar en ello. Alex recuperó la postura, me puso la mano en el hombro y me condujo hasta la terraza. Allí me instó a sentarme en una de las cómodas tumbonas y a poner los pies en alto. Yo me reí, un tanto sonrojada ante sus atenciones, pero él se limitó a sonreír.

– Soy un agente que proporciona servicios integrales -me dijo-. Tú siéntate. Te traeré algo de beber que sí bebas.

Echó los filetes en la barbacoa y se metió en la cocina. Regresó al momento con un vaso de té helado y la fuente con las galletas saladas y el queso, y la posó en la mesita situada junto a mi tumbona.

– Podría acostumbrarme a todos estos cuidados -acepté el vaso que me daba. Aún faltaba un rato para el atardecer, pero la brisa del lago era fría. Sería una buena noche para encender nuestra estufa de barro con forma de carpa.

Tras echar un vistazo a la carne y apagar el fuego, Alex se tumbó en la otra tumbona, frente a mí, una pierna larga y esbelta cruzada sobre la otra. La camisa se le abrió, dejando a la vista su torso y su abdomen. No comprendía cómo podía llevar los vaqueros tan bajos, pero no me disgustaba que lo hiciera.

– ¿Te importa que fume?

No me importaba el olor del tabaco, pero respondí encogiéndome de hombros.

– Adelante.

Mis padres fumaban desde siempre. Llevaban el olor a cigarrillos pegado a la ropa, el pelo, la piel, el aliento. En Alex sólo había percibido el aroma de su colonia y el del ajo, la mantequilla y el vino de la salsa.

Lo encendió y dio una intensa calada, que retuvo dentro de los pulmones antes de dejarla escapar lentamente por la nariz en forma de dos columnas gemelas. Yo lo observaba, admirando su talento. Que yo no hubiera adquirido el hábito de fumar no significaba que no pudiera apreciar lo sexy que podía estar un hombre mientras fumaba.

– ¿Cómo dices? -me había hecho una pregunta.

– He dicho que a qué hora suele llegar nuestro querido Jamie. Los filetes y todo lo demás está listo.

Miré la hora.

– Suele llegar en torno a las seis. A veces más tarde, si tiene lío en el trabajo.

Alex compuso una «O» con los labios.

– Conque lío, ¿eh?

La forma en que lo dijo me hizo reír. Parecía que no podía dejar de hacerlo cuando estaba con él. Alex no se rió, tan sólo arqueó los labios en su habitual sonrisa.

Tenía el vaso a medio camino de la boca cuando me di cuenta bruscamente de algo. La sonrisa de Alex, aquel peculiar gesto de satisfacción. Era la sonrisa que James ponía cuando trataba de ser sexy. Se diferenciaba de su sonrisa normal como el día y la noche, y siempre me daba la sensación de falsa. Ahora sabía por qué.

Se la había robado a Alex.

Cobrar conciencia de ello me provocó un estremecimiento a lo largo de la espina dorsal, frío y caliente alternativamente. Me tragué el té que se me había quedado atascado en la garganta. Estaba tan frío que me quemó la garganta y pestañeé varias veces seguidas para contener las lágrimas.

Alex fumaba y yo lo observaba. Él miró hacia el lago, en dirección a las luces procedentes de las montañas rusas.

– ¿Trabajaste allí alguna vez? -le pregunté.

– No -mi familia vivía en la calle Mercy, al otro lado de la ciudad-. No tenía coche.

– Yo tampoco. Iba en bici.

– Entonces creciste en la ciudad.

James y sus hermanas se criaron en una casa en uno de los mejores barrios de la ciudad. Sus padres aún vivían allí. Sus hermanas y sus esposos se habían quedado por la misma zona.

– Sí. Mi madre y mi viejo siguen viviendo allí.

Estaba poniendo unas finas lonchas de queso gouda sobre una galleta salada, pero levante la vista al oírlo.