– ¿De verdad?
Él sonrió detrás del cigarrillo, sin despegar la vista del parque de atracciones. Al cabo de un rato me miró con los ojos entornados en un pícaro gesto.
– Sí.
Pero estaba allí, con nosotros. Con James y conmigo.
Podía haber un millar de razones que explicaran por que no se quedaba en casa de sus padres. No me hacía falta buscarlas. Decir que «las familias son un asco» lo expresaba a la perfección. Aun así, algo de sorpresa debió de asomar a mi rostro, porque Alex emitió una áspera carcajada por lo bajo.
– No me llevo bien con mi viejo.
– Qué pena.
Él se encogió de hombros como restándole importancia y se terminó el cigarrillo, que extinguió en la lata de coca-cola vacía que había en el brazo de su tumbona.
– No he vuelto a verlo desde que me fui a Asia. Mi madre me llama de vez en cuando.
– ¿Te llevas bien con tu madre?
– ¿Te llevas tú bien con la tuya?
Pestañeé sorprendida ante su tono, casi burlón.
– Yo me llevo bien con mi padre y con mi madre.
– ¿Y que me dices de los de Jamie?
– También me llevo bien con los suyos.
– Mentir no está bien, Anne -me riñó, levantando un dedo y moviéndolo de un lado a otro.
Mis sentimientos hacia la madre de mi marido eran complejos y me incomodaban. Me encogí de hombros.
– Tú los conoces desde hace más tiempo.
– Sí -levantó la tapa de su encendedor plateado y prendió la llama, pero no se encendió otro cigarrillo. La llama osciló y se apagó, y volvió a prenderla-. Pero yo no me casé con el niño bonito de Evelyn.
– No tiene mala intención -la galleta con queso me supo como polvo y tuve que beber un poco de té para pasarlo.
– No lo dudo -contestó Alex, levantándose y acercándose a la barandilla. Se inclinó sobre ella, un pie apoyado en la base, la mirada perdida más allá del agua-. ¿Acaso no ocurre eso con todo el mundo?
Oí el chirrido de unos neumáticos en la grava. James. Aliviada, porque la conversación con Alex había tomado un rumbo incómodo, me levanté para ir a saludar a mi marido. Él atravesó la cocina a toda velocidad, tomando un puñado de zanahorias enanas de camino, y empujó la mosquitera de la terraza con tanta fuerza que poco le faltó para dejarla empotrada en la pared de fuera de la casa.
– ¡Cariño, estoy en casa!
No me estaba mirando a mí cuando lo dijo.
Alex se volvió y puso los ojos en blanco.
– Ya era hora, cabronazo. Estamos muertos de hambre.
– Lo siento, tío, no todos somos unos capullos millonarios sin necesidad de trabajar.
James me rodeó el cuello con un brazo de una forma que no me gustaba porque pesaba y además me pillaba el pelo. Me dio un beso en la mejilla y percibí el olor a zanahorias.
– No seas hijo de puta -dijo Alex-. Me dejé los cuernos por esa empresa. Que me tome uno o dos meses de descanso no me convierte en un capullo.
– Claro que no -contestó James-. Ya lo eras mucho antes.
Alex se acercó, riéndose. Los tres formábamos un triángulo con Alex en el vértice. Dos hombres guapos y yo. ¿Qué mujer no disfrutaría de formar parte de aquella fiesta?
– Joder, qué bien huele -James olisqueó el aire y me dio un beso en la sien, distraído-. ¿Qué es eso, filete?
– Alex ha preparado la cena -dije yo.
James me soltó el cuello para levantar la tapa de la barbacoa y emitió un sonido de aprobación al ver los tres filetes grandes y jugosos.
– Qué buena pinta, tío.
Alex se guardó el encendedor en el bolsillo de los vaqueros.
– Venga, gilipollas, vamos a cenar.
«Gilipollas». «Cabronazo». Incluso «hijo de puta». Las mujeres podíamos utilizar términos soeces para bromear entre nosotras, pero había que ser amigas íntimas y comprender a la perfección la forma en que se estaba haciendo uso de semejantes términos. Los hombres se lanzaban insultos a diestro y siniestro como si fueran apelativos cariñosos.
Cenamos en la terraza, los tres sentados rodilla contra rodilla en torno a la mesa, bastante pequeña y algo desvencijada. La comida no nos habría sabido mejor por tener muebles de teca. Los dos se pasaron la cena hablando y hablando. Yo cené en silencio, escuchando y buscando la clave de su amistad.
¿Dónde estaba? ¿Qué la había mantenido durante tantos años? ¿Qué había estado a punto de terminar con ella? ¿Y qué los había llevado a limar sus diferencias?
– Me cago en la leche -dijo James con un tono reverencial cuando Alex sacó a la mesa el postre, consistente en un pastel de crema y frutas de varias capas-. Pero si tenemos aquí a Julia Child.
Alex posó el postre en la mesa, que había montado en un sencillo cuenco con pie que alguien nos regaló en nuestra boda, igual que las copas de vino. Viendo las capas de cosas ricas no podía creer cómo no lo había utilizado nunca.
– Vete a la mierda, tío -Alex le sacó el dedo corazón delante de la cara.
James apartó la mano.
– Vete tú.
Alex se sentó y metió una cuchara en el cuenco.
– Sírvete.
Lo miré y comprobé que no estaba molesto con las bromas de James. Los dos habían bebido vino en la cena, y después Alex se había abierto una cerveza. Dio un sorbo y la dejó sobre la mesa, después se inclinó hacia delante y tomó la cuchara de nuevo.
– Pero primero Anne.
– Estoy llena -protesté yo, pero ni James ni Alex me hicieron caso, de modo que terminé con un plato de postre delante.
– La cena estaba deliciosa, Alex. Gracias.
Él hizo un gesto de indolencia con la mano, sin dejar de prestar atención a James.
– Ha sido un placer.
– Sigo pensando que deberías dar a James algunas lecciones -dije como si tal cosa-. Apenas sabe prepararse los cereales del desayuno.
– Eso es porque su mamaíta le preparó la comida hasta que se fue a la universidad -dijo Alex con cariño-. En cambio, la mía se encontraba en un estado tan pésimo que no era capaz de cocinar nada.
Nos envolvió un silencio incómodo, pero me llevó un segundo comprender que era yo la única que se sentía incómoda. Como quiera que hubiera sido la vida en casa de Alex, era obvio que James y él se habían acostumbrado.
– Estás muy lejos de los sándwiches de queso gratinado y mortadela, tío -James lamió el tenedor-. Cuando éramos niños, Alex preparaba el mejor sándwich de queso gratinado y mortadela del mundo.
Los dos soltaron una carcajada y yo compuse una mueca.
– Sándwich de queso gratinado y tomate frito sí he probado, ¿pero con mortadela? ¡Qué asco!
Alex apuró su vaso.
– En casa de Jamie nos daban sándwiches sin los bordes de mantequilla de cacahuete con mermelada y Cracker Jacks.
– En la suya, tomábamos queso gratinado con mortadela y Jack Daniel's.
Volvieron a reír. James se terminó el postre. Alex había apartado su plato casi sin tocar. Levanté la vista del mío. Cuando Alex había dicho que no tenía a nadie que cuidara de él había supuesto que se refería al presente.
– Estáis de broma, ¿verdad?
Alex había estado mirando a James todo el tiempo, pero en ese momento dirigió su mirada hacia mí.
– No. Tengo el dudoso honor de ser la primera persona que hizo que nuestro pequeño Jamie se emborrachara.
– ¿Cuántos años teníais?
– Quince -James sacudió la cabeza sin dejar de comer-. Nos bebimos media botella de Jack Daniel's, que le robamos al padre de Alex, mientras hojeábamos revistas porno y fumábamos unos cigarrillos que le habíamos comprado a un chico del instituto.
– Pete Mercado Negro.
– ¿Quién? -miré a uno y a otro alternativamente. Me estaba perdiendo.
– Un chico que podía conseguir a cualquiera cualquier cosa -James soltó una carcajada-. Pete Mercado Negro.
Me agradaba escuchar sus historias. Era como si me revelaran sus secretos. Me fascinaba poder asomarme al pasado de mi marido.