– ¡Estás mojado! -protesté yo, removiéndome.
– ¿Y tú? -me susurró con malicia.
– Anne, eres una diosa -dijo Alex al ver las toallas y la cafetera en la mesa-. Jamie, hazte a un lado y deja que yo también pruebe suerte.
Debí de poner cara de susto, porque James se echó a reír y me ayudó a enderezarme. Se puso la toalla alrededor de la cintura y permaneció entre Alex y yo.
– Ponte algo encima antes, tío.
– Poneos algo encima los dos -dije yo-. Vais a enfermar.
Alex hizo un gesto marcial de obediencia. James hizo una inclinación de cabeza. Los dos se movieron al unísono sin darse cuenta de lo parecidos que se habían vuelto sus gestos. Les di la espalda y me puse a servir el café mientras ellos se vestían, el corazón martilleándome en el pecho ante la idea de dejar que Alex probara suerte conmigo.
¿Suerte para qué?
Capítulo 7
No llegué a averiguarlo porque para cuando los dos se hubieron vestido, Alex parecía haber olvidado sus intenciones de mostrarme físicamente su agradecimiento. Ninguno estaba cansado después de la cena y el baño, aunque yo tenía que taparme la boca para ocultar los bostezos. James me estrechó contra él en la tumbona y nos tapó a los dos con una mantita para protegernos del frío del lago. Había comprado unas mechas aromatizadas para la estufa que desprendían una fragancia amaderada.
– Pues a mí me huele a culo -dijo James-. A culo sudado.
Alex hizo una mueca de mofa.
– ¿Y cómo sabes tú eso?
Yo había levantado los pies a la tumbona para tapármelos y que no se me enfriaran. El hombro de James era una almohada demasiado dura, pero apoyé la mejilla en él de todos modos. De esa forma estaba cerca de él y podía ver a Alex al mismo tiempo.
– Sí, James. Quiero oír la respuesta a eso.
Bajo la manta, su mano se deslizó entre mis muslos. Tenía los dedos un poco fríos, pero enseguida se le caldearon.
– Es una forma de decir que no huele a nada «fresco» como reza el paquete. Oye, Alex, dame uno -James señaló el paquete de cigarrillos de Alex.
Éste se lo lanzó. James sacó uno y me lo tendió.
– ¿Anne?
Le lancé una de mis miradas que él mismo había bautizado como «qué coño haces». Efectivamente, con la mirada pretendía decirle qué coño hacía ofreciéndome un cigarro.
– Deja que lo adivine… -Alex inhaló y retuvo el humo-. No fumas.
– No fumo, no. Y James tampoco, ¿verdad? -me senté, poniendo algo de distancia entre nosotros.
– Sólo cuando bebo, cariño -encendió el cigarrillo y dio una calada, pero soltó el humo en medio de un pequeño acceso de tos.
– ¡Ja! Serás mariquita -Alex sonrió de oreja a oreja y exhaló un anillo de humo.
Intercambiaron una nueva salva de insultos y, para mi alivio, James apagó el cigarrillo sin dar más caladas. Me atrajo hacia sí, deslizó la mano por debajo de mi brazo y la ahuecó contra mi pecho. Empezó a estimularme el pezón con el pulgar, hasta que éste se endureció. Me besó en la sien y no despegó los labios durante un rato.
Frente a nosotros, Alex permanecía en una sombra iluminada por la brasa ocasional de su cigarrillo cada vez que inhalaba y la luz procedente de la ventana de la cocina. James y él habían ido a la par en las botellas que habían bebido. Se llevó otra a los labios.
– No nadas. No bebes. Tampoco fumas -dijo con voz ronca-. ¿Qué es lo que sí haces, Anne?
– Ésa soy yo. Una buena chica -no era verdad. O no sentía que fuera verdad.
– Igual que Jamie -Alex apoyó los pies en el borde de nuestra tumbona, uno entre los pies de James y el otro junto a los míos. Sus pies tensaron la manta enredándose alrededor de nuestros talones.
– ¿Por qué lo llamas Jamie?
Bajo la manta, James continuaba con su lenta caricia. Había penetrado bajo mi camiseta, acariciando el perfil de mi sujetador de encaje. Yo fingía no darme cuenta, aunque era algo imposible de ignorar.
– ¿Por que no lo haces tú?
No me parecía justo que, pese a estar los dos bebidos, fuera yo la que no tenía una respuesta ingeniosa.
– Porque… se llama James.
– Alex es el único que me llama Jamie -dijo James contra mi sien.
Sentí un escalofrío por el cuello ante la combinación de su cálido aliento y la caricia de sus hábiles dedos. Me removí y, al hacerlo, mi pie se golpeó contra el de Alex, pero de esa forma di oportunidad a James de meterme la mano entre los muslos otra vez. Él la colocó mucho más arriba esta vez, tocándome casi el clítoris con el pulgar.
– ¿Por qué? ¿Por qué no Jimmy? ¿O Jim?
Alex no podía ver lo que James me estaba haciendo y puede que ni siquiera le importara. James había bebido la suficiente cerveza para asegurarse de que a él no le importara. Era yo la que debería mostrar más contención. No podía permitirme el lujo de utilizar el exceso de alcohol para justificar mi falta de compostura.
– Porque su nombre es Jamie -dijo Alex como si eso lo explicara todo.
Tal vez para ellos, pero yo seguía estando fuera. No había oído la mitad de sus bromas particulares y no comprendía las que sí había oído.
James quitó la mano de entre mis piernas para buscar mi mano y colocarla sobre el bulto de sus vaqueros antes de seguir con lo que estaba haciendo. Su erección presionaba dentro del pantalón. Me acarició con el pulgar mientras el otro se abría paso bajo mi sujetador para ocuparse de mi pezón.
Yo no estaba borracha, pero sentía una especie de mareo. No era contraria a que me metiera mano sutilmente en un lugar público, pero James estaba decidido a provocarme un orgasmo.
Y lo estaba consiguiendo. Mi clítoris estaba tan hinchado como mis pezones, a pesar de las dos capas de tela que separaban su mano de mi cuerpo. Era la presión constante lo que me estaba llevando al orgasmo. La presión justa. Era… perfecto.
James y Alex siguieron charlando, compartiendo recuerdos, aunque me di cuenta de que ya no hablaban de los padres de Alex ni de los años posteriores al instituto. Continuaron burlándose mutuamente sin piedad, diciendo cosas que habrían llevado a las manos a otros hombres.
Ellos hablaban. James me acariciaba y apretaba de forma intermitente al tiempo que empujaba su pene erecto contra mi mano con creciente insistencia. Mi excitación fue aumentando poco a poco, como cuando un helado empieza a gotear y sabes que se te desbordará cuando se derrita por completo.
Era mi marido quien me tocaba, pero a su amigo a quien miraba yo mientras mi sexo se humedecía y mi clítoris palpitaba. Era como si los dos, James en la versión rubia y Alex en la versión morena, trabajaran de forma conjunta. Las manos de James, la voz de Alex mientras nos hablaba de Asia. De los sex shops que había allí, en los que uno podía comprar todo lo que quisiera.
– Creía que en Singapur no había sitios de esos. Creía que eran ilegales.
¿Por que conocía mi marido las leyes sobre sexo de Singapur?
– Lo es en Singapur, pero no en otros lugares. Siempre hay sitios donde buscar si quieres.
– Y tú querías -dijo James con voz ronca.
A esas alturas de la noche hacía frío, aunque bajo la manta, James y yo podríamos hacer fuego de lo calientes que estábamos. A Alex no parecía molestarle el frío. Se había abrochado la camisa, pero, por lo demás, no parecía afectarle.
– ¿Y quién no querría? -respondió Alex con voz ronca-. Buscarte una chica, un chico, uno de cada. Allí podrías encontrar tu criado, Anne.
Me temblaba la cara interna de los muslos y respiraba entrecortadamente a medida que la seducción furtiva dirigida por las manos de mi marido conseguía su propósito. No era tanto lo que hacía, puesto que aquella clase de estimulación me habría dejado insatisfecha en otras circunstancias, como el tiempo que estaba dedicándole.