– Pistolas. Necesitamos montones de ellas -dijo Alex riendo alegremente.
– Bienvenidos al País de las Maravillas -dijo una voz justo al pasar la puerta-. ¿Os apetece una pastilla roja?
La voz pertenecía a un travesti muy alto cuya indumentaria incluía pestañas de cinco centímetros y brillante pintalabios rojo. Parecía un cruce entre el doctor Frank-N-Furter del Rocky Horror Picture Show y un personaje de Matrix. Me di cuenta entonces de que probablemente fuera esa la estética que se pretendía mostrar.
– Creía que se refería al País de las Maravillas de Alicia -dije-. Seré idiota.
Nuestra «anfitriona» se rió alegremente.
– No aceptes ninguna seta cuando entres, cielo. ¡Mira qué trío! ¡Uno, dos hombretones -enumeró- y la Señorita Inocente!
Alex sonrió de oreja a oreja mientras le entregaba un par de billetes.
– ¿Te gusta?
– Mmmm -respondió el travestí-. Sujetalibros. ¿Crees que podrás con ellos? Porque si no puedes, me encantaría echar una… mano.
Su sonrisa viciosa sugería el tipo de mano que estaba dispuesto a echar. Yo solté una carcajada, a falta de otra respuesta. No me había dado cuenta hasta ese momento de que Alex y James se habían vestido de una forma muy parecida. Camiseta blanca y pantalones negros, aunque los de Alex eran de cuero y los completaba con un cinturón con tachuelas. Los dos se habían engominado el pelo hacia atrás y con la extraña iluminación del local no resultaba fácil diferenciar el color. De constitución y altura similares, de verdad parecían un par de sujetalibros.
– Puede con nosotros -dijo Alex al ver que yo no respondía-. Pero lo tendremos en cuenta.
El travesti entregó a Alex tres entradas rojas.
– Entrégalas en el bar, cariño. Te guardaré la palabra. Ven a buscarme si necesitas alguna cosa. N. E.
Me di cuenta de que ése era su nombre. Nos lanzó un beso al aire cuando nos dirigimos hacia los guardias de seguridad de la entrada y las armas.
– No se permiten armas dentro -dijo uno, y como si las armas que tenían a sus espaldas estuvieran allí sólo de adorno, nos cachearon totalmente en serio.
– Hacía meses que no vivía tanta acción -Alex le dio un codazo a James.
– Que disfruten -dijo el otro guardia.
Se hicieron a un lado para dejarnos pasar. Abrimos las enormes puertas dobles labradas y entramos en el club propiamente dicho.
Lo cierto es que se trataba del País de las Maravillas. En la antesala la iluminación era casi inexistente y no se oía ruido, gracias a las paredes insonorizadas. Sin embargo, en cuanto abrías aquellas puertas, los graves retumbaban de tal forma que los sentías palpitar en las muñecas y la garganta, reverberar en la boca del estómago. El haz de los láseres bisecaba las múltiples pistas de baile. Había jaulas y plataformas elevadas donde se contorsionaban y bailaban enérgicamente figuras medio desnudas. Tardé un segundo en llegar a la conclusión de que no se trataba de bailarines contratados, sino clientes que se turnaban para exhibirse.
– ¡Vamos a por algo de beber! -me gritó James al oído-. ¡El bar!
Alex ya se dirigía hacia allí. Alargó la mano hacia atrás sin mirar quién de nosotros dos la tomaba. Fue James, que a su vez agarró la mía, y, encadenados, nos abrimos paso entre la multitud hacia una de las tres barras instaladas alrededor del local.
– No os gastéis mi entrada en una consumición -le dije a James-. Pídeme un refresco.
Alex ya había pedido, dos copas de balón de algo rojo y un vaso de coca-cola.
– Salud -se inclinó sobre mí y me susurró haciéndome cosquillas-: Bebe, Señorita Inocente.
– ¿Qué estáis tomando vosotros?
– Se llaman Pastillas Rojas -contestó Alex-. ¿Quieres una?
James bebió un sorbo y soltó una pequeña imprecación.
– ¿Qué coño es esto?
– Vodka, granadina y zumo de arándanos -Alex sonrió de oreja a oreja-. ¿Te apetece uno, Anne?
– No -respondí yo levantando la mano-. Se huele desde aquí.
Sus sonrisas idénticas ya no me resultaban tan perturbadoras como antes, tal vez porque allí, con la música golpeándonos los tímpanos, las cosas no parecían demasiado importantes. O tal vez fuera porque los dos estaban muy guapos. Lo más probable es que fuera porque las dos sonrisas iban dirigidas a mí.
Alex se bebió el mejunje de un trago y dejó la copa en la barra. James lo imitó. Yo hice lo mismo con mi refresco por no quedarme atrás, aunque el gas me cayó directo al estómago y sentí como si fuera a levitar. Ahogué un eructo con el dorso de la mano, aunque nadie lo oiría con aquella música ensordecedora.
– ¡Vamos a bailar!
Alex señaló hacia un trozo de la pista que estaba menos llena. De nuevo alargó la mano hacia atrás, pero esta vez agarró mi mano y yo agarré la de James.
Llegamos a la pista justo cuando sonaban los primeros acordes del remix de Soft Cell de la canción Tainted Love. La multitud avanzó como una ola desde todos los frentes, saltando, contoneándose, haciendo rotar las caderas con sensualidad. La gente se pegaba y se separaba, como si fueran estrellas de mar. Parejas y tríos se movían al unísono. La atmósfera reinante era salvaje. Lo del collar de ajo lo había dicho en broma, pero no me sorprendería que algunas de aquellas personas tuvieran colmillos.
Pero no me preocupaba. Protegida por James delante y Alex detrás ni un chupasangre podría acceder a mí. Era cojonudo de verdad.
Había bailado con James en bodas y fiestas, y hasta en el salón de casa en alguna ocasión. Habíamos ido a algún club nocturno, pero no habíamos estado nunca en un lugar como aquél. El País de las Maravillas. El caso es que, aunque habíamos bailado antes, nunca lo habíamos hecho de verdad. No así. No aquel ondular, mecerse y follar con la ropa puesta.
James metió la rodilla entre mis piernas y me puso las manos en las caderas. Detrás de mí, Alex mantuvo, al principio, una distancia mínima, pero a medida que sonaba la música y aumentaba el gentío en la pista, se fue acercando hasta que estuvo tan pegado a mí por detrás como James lo estaba por delante. Colocó sus manos sobre mis caderas también, justo por encima de las de James.
Lo único que podía hacer yo era dejarme llevar. No sé cómo pero dieron con el ritmo que se adecuaba a los tres. Uno empujaba mientras el otro tiraba, perfectamente coordinados.
No recordaba haberlo pasado tan bien nunca. Tendría que estar muerta para no disfrutar en una pista de baile, flanqueada por delante y por detrás por dos hombres guapísimos, saltando y frotándonos. Miré a mi marido entre carcajadas. Él se inclinó para darme un beso.
No un beso tierno, sino un beso salvaje, con la boca abierta buscando mi lengua con la suya. Siempre se había mostrado afectuoso en público, abrazándome o tomándome de la mano, pero no recordaba que me hubiera dado un beso de tornillo delante de otras personas. Me habría dado vergüenza de no ser porque, a nuestro alrededor, toda la gente hacía lo mismo.
Debería incomodarme que el amigo de mi marido estuviera restregándose contra mi espalda, y si James hubiera dado muestra alguna de que le molestara, yo le habría puesto fin. No sólo no parecía importarle, sino que tiró más de mí, lo que acercó más a Alex a mi espalda. Deslizaron las manos a lo largo de mis costados y de pronto las entrelazaron. Pulgares varios presionaron mi espalda y mi vientre al mismo tiempo. Noté la hebilla fría del cinturón de Alex a mi espalda cuando se me subió la camiseta. Por delante, James me acariciaba la piel del vientre con los pulgares.
A mi alrededor, todo se redujo a calor y sudor, choque y frotamiento, caricias y suspiros. La música cambió. Empezó a sonar algún tipo de ritmo latino, sensual, que invitaba a mover las caderas. James levantó una mano de mi cadera y la ahuecó contra mi nuca. Me quitó entonces el pasador del pelo y una maraña de ondas me cayó sobre los hombros. Introdujo los dedos en ellas un momento y las esparció alrededor del óvalo de mi rostro.