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Silencio. Patricia se cruzó de brazos echando chispas por los ojos, pero Mary no se arredró. Claire y yo intercambiamos una mirada sobre el enfrentamiento que estábamos presenciando.

– No sé por qué te pones así -dijo Patricia al final-. No estamos hablando de ti, Mary, por el amor de Dios.

– Entonces, ¿cóctel de gambas o caviar? -dijo Claire animadamente.

Había estampado en su rostro una sonrisa radiante muy diferente de la desvergonzada sonrisa de oreja a oreja que solía exhibir. Una sonrisa de muñeca. De plástico. Ladeó la cabeza y adquirió una mirada vacía.

– Para la fiesta de papá y mamá -añadió cuando vio que ninguna de nosotras decía nada-. ¿Cóctel de gambas o caviar?

– Como si papá fuera a comer caviar -dije yo con una carcajada ante la idea, pero admiré la inteligente maniobra de Claire para evitar una pelea-. Podemos comprar gambas a granel en el mercado de pescado y marisco.

– Y preguntar a los del horno para hacer la carne si estarían dispuestos a preparar las gambas. Ellos tienen parrillas lo bastante grandes como para hacer tal cantidad -sugirió Patricia, la pragmática.

Saqué la punta del bolígrafo y tomé nota.

– Yo me ocupo de llamar y preguntar.

La conversación continuó discutiendo los méritos del pan de baguette frente al pan de hamburguesa y el tamaño de las servilletas. La fiesta se estaba convirtiendo en un coñazo épico. La lista de los invitados también requirió un par de horas de tira y afloja. Nuestro padre tenía muchos amigos, a la mayoría de los cuales no me apetecía meter en mi casa.

Pensar en ello me hizo recordar al invitado que tenía en casa en esos momentos, en quien no había dejado de pensar desde la víspera. No le había dicho a Alex que se fuera a la mierda, pero tampoco le había tomado la palabra. Mary y Patricia tenían razón.

Aunque Claire también la tenía. Quería que Alex me sedujera. Quería que me manoseara, sentir su boca en mi piel. Quería tener su cara entre las piernas. Quería que me follara. Pero lo que me desconcertaba no era desearlo; lo que hacía que mi mente no dejara de dar vueltas como un hámster en su rueda era no que no me sentía culpable por ello. Así como el hecho de que ya no era cuestión de si iba a hacerlo, sino de cuándo.

– ¿Anne?

Llevaba un rato soñando con sexo oral, pero la voz me sacó de mis ensoñaciones. De nuevo me encontré con tres rostros dirigidos a mí, mirándome fijamente, esperando. Bajé la vista fingiendo revisar mis anotaciones.

– Música -señaló Mary-. ¿Llamamos a un disc-jockey o ponemos música en el equipo?

Claire soltó una carcajada.

– Oye, a lo mejor puedes conseguir que el amigo de Alex venga a la fiesta. Seguro que anima el cotarro. El viejo Arch Howard bailando con Stan Peters. Qué asco, creo que he vomitado un poco.

– El amigo de Alex es disc-jockey en un club. Dudo que haga también fiestas.

Aun así, apunté la sugerencia.

Patricia se inclinó a echar un vistazo a la lista. En un arranque de infantilismo quise tapar lo que había apuntado para que no lo viera, pero al final ganó mi buen corazón.

– Bueno, si vamos a contratar un disc-jockey, me gustaría oír su estilo primero.

– ¡Genial, nos vamos de excursión! ¡Nos vamos al País de las Maravillas! -Claire le dio un codazo a Mary-. ¿Estás preparada? Tías buenas, tíos buenos… joder, a lo mejor tengo suerte y me ligo a un doble del Neo de Matrix que me dé un poco de marcha al cuerpo.

Mary dejó que Claire siguiera dándole codazos, pero estaba sonriendo.

– Creo que tengo mi conjunto de vinilo en el tinte.

– Oh, venga ya -dijo Claire, mirando a su alrededor-. Hace siglos que no salimos todas juntas. Sería divertido.

– Yo ya he estado en el País de las Maravillas -dijo Mary como si estuviera desvelando un secreto-. El verano pasado. Betts vino de visita y fuimos.

– ¿Y no me llamaste? -Claire golpeó a Mary en el hombro-. Cabrona.

Mary se encogió de hombros.

– Tú vas a muchos sitios sin mí.

– Creo que no es lugar para mí, aun en el caso de que pudiera ir, que no puedo -Patricia removió el te como si estuviera apuñalándolo.

– Te lo pasarás bien -le dije-. ¿No puede quedarse Sean con los niños?

Patricia no despegó la vista de su té.

– No quiero ir al País de las Maravillas. Si todas queréis ir, por mí bien, pero a mí no me apetece ir a ese sitio. Qué asco.

– ¿Por qué dices «qué asco»? -la retó Mary.

– Después de la descripción de Anne, me parece un sitio asqueroso.

– Déjalo -masculló Mary.

La conversación tornó al asunto de los detalles de la fiesta, aunque para entonces ya estaba más que harta tanto de la dichosa como del enfrentamiento entre Mary y Patricia. Claire hacía que la conversación fluyera aunque con menos salidas graciosas de las que eran habituales en ella, algo tan preocupante en sí como la animosidad reinante entre mis otras dos hermanas.

Estábamos en una mesa llena de secretos. Yo conocía el mío. Podía adivinar el de Patricia: problemas con Sean. Respecto a los de Mary y Claire, no tenía ni idea, pero no costaba mucho darse cuenta de que no estaban concentradas en la fiesta. Igual que yo.

– ¿Cómo vamos a repartir los gastos? -dijo Mary al final cuando nos llevaron la cuenta-. Creo que deberíamos hacer un fondo común. Patricia la tacaña puede ocuparse de llevar el control.

– ¡Yo no soy una tacaña! -exclamó Patricia en un tono más elevado de lo que cabría esperar, lo que me hizo dar un respingo. Igual que a Claire. Mary se limitó a sonreír con suficiencia.

– ¿Por qué no nos repartimos las cosas que hay que comprar y dividimos el total entre cuatro al final? Con los tickets de compra sabremos lo que ha gastado cada una -sugerí.

– Porque Claire no se acordará de guardar el ticket de compra -parodió Claire-. No te molestes en decirlo, Pats. Ya lo sabemos.

Patricia tiró la servilleta encima del plato de mala manera. Le temblaba la voz cuando dijo:

– ¿Por qué no me dejáis en paz todas? ¿Por qué criticáis todo lo que digo?

– No criticamos todo lo que dices.

Estoy segura de que Claire pretendía apaciguarla, pero era tan impropio de su carácter que no me sorprendió que Patricia no lo tomara en ese sentido.

– ¡Sí que lo hacéis! ¡Y estoy hasta el gorro! -Patricia se levantó con el cuerpo tenso como si fuera a salir corriendo, hasta que su mirada se topó con el aleteo de la cuenta en su plato.

Vi cómo se contenía físicamente para no salir huyendo. Leyó la cuenta, sacó la cartera y contó cuidadosamente el dinero, la cantidad exacta. Añadió la propina mínima establecida y dejó la pequeña montaña de billetes y monedas sobre la mesa. Todas observábamos en silencio su ritual. Patricia siempre había sido precisa, pero nunca había sido tacaña.

– ¿Qué? -exclamó, elevando la barbilla-. Es correcto, ¿no?

– Sí, claro -le dije-. Si falla algo ya lo pongo yo, no te preocupes.

– No vas a tener que poner nada, Anne -dijo Patricia, colgándose el bolso del hombro-. Yo pago mi parte.

– Claro, claro. No te preocupes.

Volví a intercambiar una mirada de curiosidad con Claire. Mary, con expresión de desazón en el rostro, miraba su cuenta como si quisiera chamuscarla.

– Me voy. He tenido que llamar a una niñera y me sale cara -dijo Patricia, pasando junto a mi silla.

– ¿Dónde está Sean? -preguntó Mary sin levantar la vista-. ¿Otra vez tenía trabajo?

– Sí -contestó Patricia. Por su cara se diría que quería decir algo más, pero no lo hizo-. Ya te llamare, Anne.

Sus llaves tintinearon cuando las sacó del bolso, y se alejó. Esperamos como buenas hermanas a que no nos oyera antes de empezar a hablar de ella.

– ¿Desde cuándo trabaja Sean los sábados? -pregunté.

– Desde que está en Thistledown viendo las carreras de caballos -dijo Mary con un tono mucho menos satisfecho ahora.