Claire pareció sorprendida.
– ¡No! ¿Sean? ¿Tú crees?
– Sí, lo creo -Mary nos miró a las dos-. Creo que ha perdido un montón de dinero últimamente. Patricia me contó que no se van a ir de vacaciones este verano. Dijo que era por lo de la fiesta, pero se nota que miente. Sean no renunciaría a su viaje a Myrtle Beach.
– A menos que no se lo puedan permitir -dije. Tenía sentido-. Qué mierda.
– ¡Con lo… buen tipo que es! -dijo Claire. Me pareció más que sorprendida. Me pareció triste.
Tardé un momento en recordar que sólo tenía catorce años cuando Patricia empezó a salir con Sean. Para ella, Sean era el hermano mayor que el resto de nosotras no tuvo, a pesar de que hubiera dicho que era gilipollas un montón de veces.
– Que sea buen tipo no lo exime de tener un problema, Claire.
Las tres nos quedamos en silencio tras aquello. No sé qué pensaban ellas, pero yo pensaba en nuestro padre. La gente pensaba que era un buen tipo cuando lo conocía. El alma de la fiesta. Y lo era. No conocían al hombre que se sentaba a oscuras con una botella de Jack Daniel's y un paquete de cigarrillos, el que se sentaba a llorar y a hablar del tacto de una pistola.
– Bueno, ahorraremos dinero poniendo la música en el equipo estéreo -dijo Claire con voz queda-. Podemos conectar mi iPod o algo así.
– Sí -dijo Maty, asintiendo con la cabeza-. Será lo mejor
Nos despedimos y me fui a casa con mis notas. La radio podría haberme distraído, pero conduje en silencio. Pensando.
El pasado no cambia por mucho tiempo que dediques a pensar en ello. Lo bueno y lo malo se va sumando. Retira una porción, por pequeña que sea, y el conjunto cambia. Ya sea optimismo, pesimismo o fatalismo, yo no me dedico a desear que el pasado hubiera sido de otra forma porque, entonces, el presente también lo sería. Controlo mi futuro basándome en mis decisiones presentes. Yo soy la única que lo hace.
Mis hermanas y yo crecimos en la misma casa, tuvimos los mismos padres, fuimos a los mismos colegios y, sin embargo, todas somos diferentes. Son diferentes nuestros gustos en ropa o música, nuestra inclinación política o nuestra fe. Muy diferentes, pero todas tenemos algo en común.
El deseo de la perfección.
Patricia era la madre perfecta, el tipo de madre que hace galletas y disfraces para Halloween. La madre que se encarga de llevar a los niños a algunas actividades y espera en la parada del autobús escolar con una merienda equilibrada en la que no haya demasiada azúcar ni cafeína. Sus hijos iban limpios y con la ropa perfectamente planchada, y si alguna vez hacían una travesura no era porque no se ocupara ella de inculcarles disciplina, con mano firme aunque sin violencia.
Hasta hacía poco, Mary había sido la virgen perfecta, reservándose para el matrimonio o para Jesús, una cosa u otra y ninguna ahora. Ejercía de voluntaria en comedores sociales y donaba sangre. Iba a misa todos los domingos y casi nunca decía tacos.
Claire había renegado de la perfección para convertirse en la perfecta rebelde. Habría sido una caricatura de ropa, pelo y actitud de no ser porque ella se lo creía, la chica rebelde. A la que le daba igual lo que pensaran de ella los demás.
Yo también jugaba a ser perfecta. La hija perfecta, la que se ocupaba de todo, la que lo tenía todo: la casa, el coche, el marido. Todo reluciente.
Pero aun así, tampoco conseguía ser perfecta. Igual que mis hermanas. No tenía hijos que me amargaran, ni una imagen de mí misma que mantener, ni tampoco anhelaba en secreto gustar a los demás. No. Yo tenía una vida perfecta. Coche, casa, marido, todo reluciente.
¿Pero era perfecto cuando yo deseaba que cambiara?
Capítulo 9
Tarde bastante en llegar a casa. Tenía muchas cosas en las que pensar. Cuando al fin llegué, el olor acre a puro me hizo estornudar. Oí rumor de carcajadas procedentes del cuarto de estar y hacia allí me dirigí. Me quedé mirándolos desde la puerta sin que se percataran de mi presencia.
Estaban jugando a las cartas. James, con pantalón de pijama y camiseta, sujetaba un puro entre los dientes mientras repartía una mano en la mesa de centro situada entre ambos. Alex estaba en el sofá con un vaso en una mano y las cartas en la otra, vestido con esos vaqueros condenadamente sexys y una camisa de vestir abierta. Su puro se consumía en un improvisado cenicero a partir de un llavero de cerámica. Las ventanas abiertas y al ventilador habían evitado que el humo se acumulara en exceso, pero el olor de los puros era fuerte en todo caso y me picaba la garganta. Encima de la mesa había, además, una botella verde de lo que parecía ser vino junto con una cucharilla y una caja de azucarillos.
– Jotas de corazones y jotas de picas -dijo James sin soltar el puro, cuadrando su mano de cartas antes de extenderlas sobre la mesa.
– ¿Es que alguna vez llevas otra cosa? -Alex apuró lo que quedaba en su vaso. No parecía vino-. No hay vez que no saques las dichosas jotas de corazones y de picas desde que te enseñe a jugar al póquer.
Del cosquilleo en la garganta pase a la tos. Los dos se volvieron hacia mí y una perezosa sonrisa brotó de sus labios. Viéndolos allí juntos, se percibían las diferencias. No eran idénticos, tal como había pensado.
– Bienvenida a casa -dijo James quitándose el cigarro de entre los dientes-. Ven aquí.
Yo fui, rodeando los cojines y el periódico que estaban tirados por el suelo hasta el sofá. Me incliné para darle un beso. Sabía a puro y a licor.
– ¿Qué estáis bebiendo?
A aquella distancia también podía olerlo. Anís. Tenían los ojos brillantes y un poco rojos.
James se rió y apartó la vista de la mía.
– Umm… absenta.
Yo miré la botella. La etiqueta tenía un hada con un vestido verde.
– ¿Como en Moulin Rouge? ¿Estáis bebiendo absenta?
Levanté la botella mientras los dos se reían como niños a los que hubieran pillado con las manos en la masa, aunque fueran perfectamente conscientes de que su encanto natural les evitaría cualquier problema. Miré la cucharilla, el azúcar y el encendedor.
Miré a Alex.
– ¿No es ilegal?
– Es ilegal venderla, no beberla.
– Pero… ¿no está hecha de ajenjo? Quiero decir que… ¿la absenta no es venenosa? -le entregué a Alex la botella cuando me tendió la mano.
Sirvió una pequeña cantidad de líquido de color verde vivo y colocó un par de azucarillos en la cucharilla. Metió un dedo en la absenta, dejó caer unas cuantas gotas sobre el azúcar y encendió el mechero debajo. Salió una llama azul. El azúcar empezó a derretirse. Tomó una jarra del suelo, que yo no había visto hasta el momento, y la vertió sobre el azúcar, que se disolvió por completo. El líquido verde del vaso se volvió blanquecino como la leche. Lo hizo girar en el vaso y me lo tendió.
– Prueba.
– No bebe -dijo James, a pesar de que yo ya tenía el vaso en la mano.
– Lo sé -dijo Alex, reclinándose en el sofá.
Los dos me miraron. James con curiosidad, como expectante; la expresión de Alex era inescrutable. Hice girar el líquido en el vaso.
– ¿Qué efecto tiene? ¿Te pone eufórico?
– Los bohemios bebían absenta -dijo Alex, reencendiendo el puro.
– Que yo sepa, nosotros no somos bohemios.
Pero no dejé el vaso. Olía bien.
– Vive la decadence! -dijo Alex, y tanto James como él se echaron a reír.
Yo miré a mi marido, que definitivamente se estaba comportando de forma extraña. Su mirada revoloteaba sobre el rostro de Alex como una mariposa alrededor de una flor, sin llegar a posarse. A continuación me miró a mí y me tendió la mano para estrecharme contra él.
La absenta me cayó en la mano y me la chupé. Creía que sabría a alcohol fuerte, pero sabía a regaliz negro. James me rodeó la cintura con un brazo y frotó la nariz contra mi hombro.