Claro que no había sido Dios, sino mi propia estupidez.
Faltaban tres días para graduarnos cuando se lo dije a Michael. Como era el último curso y ya habíamos terminado los exámenes, no teníamos que asistir a clase. Aprovechábamos que sus padres estaban trabajando para hacer el amor con total abandono en su camita con el cabecero en forma de rueda de carreta. El sexo era bueno como sólo puede serlo cuando estás enamorado hasta los huesos y todo lo que hace tu pareja te parece maravilloso. Yo me corría más por cuestión de suerte que por nuestras habilidades amatorias, aunque no se podía evaluar con exactitud la magnitud de los orgasmos.
Se quedó tumbado sobre mí, la mano encima de mi vientre, que todavía no había empezado a crecer. Olía a crema bronceadora. Habíamos estado tomando el sol junto a la piscina. Estaba tan enamorada de él que sentía que me iba a reventar el corazón.
Había estado buscando el momento y las palabras perfectas, pero, al final, se lo dije sin andarme por las ramas: «Estoy embarazada». Como si le estuviera diciendo que tenía hambre o que estaba cansada.
En aquella posición no pude verle la cara, pero su cuerpo, tan relajado sobre el mío, se puso de repente tenso como la cuerda de una guitarra. No me preguntó si estaba segura. No dijo nada. Se levantó y entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo.
Esperé varios minutos a que volviera, oyendo cómo vomitaba. No esperé más. Me levanté, me vestí y me fui de su casa.
No me llamó. Mi corazón se hizo añicos, como cuando se estampa un vaso de cristal contra un muro de ladrillo, y me corté tratando de recogerlos. Lo vi el día de la graduación. Permaneció de pie en el estrado, con la mirada fija en el frente.
Estaba de dos meses, y me faltaban tres para irme a la universidad. Conseguí trabajo de camarera para empezar a ahorrar dinero para la universidad. La vida se abría ante mí. Ante la inminente marcha y sin Michael para que me abrazara, tenía la impresión de que el mundo se derrumbaba bajo mis pies.
El suicidio era una opción demasiado extrema. No tenía dinero para pagar el aborto, por no mencionar lo que le habría costado a mi alma inmortal, de creer que tenía. Llegué a buscar «Adopción» en la guía telefónica, pero entonces me empezaron a sudar las manos y tuve que colgar por miedo a que fuera a desmayarme.
Fue una pesadilla peor que la de que me ahogaba. Me mataba la ansiedad cada vez que me pasaba las manos por el estómago o sonaba el teléfono y no era Michael. Pero tampoco cesaba nunca, como acaban haciendo otras pesadillas.
Sabía que estaba mal, pero bebí el primer sorbo que me quemó la garganta. Estaba de pie en la cocina con la botella de mi padre en la mano, esperando sentir lo que él sentía. Lo que debía de sentir, cuando no podía dejar de beber. Esperé a que el aturdimiento o algo, cualquier cosa, se apoderara de mí e hiciera desaparecer aquella ansiedad que me iba matando. No sentí nada.
Así que bebí un poco más, un chupito del tirón, que me hizo toser y atragantarme, pero conseguí tragármelo. Se asentó en mis tripas como un viejo amigo. Bebí otro chupito. Al tercero, la vida ya no me parecía tan mala, y comencé a entender la atracción que ejercía el alcohol. Más tarde, de rodillas delante del retrete, vomitando con tanta violencia que me rompí un capilar, pensaría que jamás volvería a beber.
Dos semanas más tarde, cargada con una bandeja de filetes especialmente pesada, sentí una horrible punzada de dolor que me desgarraba por dentro. Otra. Se me pasaron el tiempo suficiente para que pudiera servir la comida, pero una hora después empezaron de nuevo. Fui al cuarto de baño del personal y vi que tenía un coágulo de sangre del tamaño de mi pulgar en las bragas. Ahogué las lágrimas con las dos manos mientras me colocaba una compresa, y regresé al trabajo.
Acabé el turno como pude. Una vez en casa, me metí en la ducha y vi caer la sangre por mis piernas y perderse en el desagüe. Mi risa parecía más un sollozo. No sabía qué hacer, sólo que Dios había escuchado unas oraciones que yo no había elevado.
En agosto, Michael fue al local en el que trabajaba yo. Pidió un refresco, que le llevé en vaso alto con una rodaja de limón. Le entregué una pajita sin que me la pidiera, con el extremo por el que iba a beber cubierto por papel protector, como si fuera a contaminarlo con los dedos.
– ¿Qué tal estás? -me preguntó con ojos huidizos, aunque era una hora de poco trasiego y los otros clientes estaban sentados en otra sección de la cafetería.
– Bien -dije yo, intentando recordar cómo había sido amarlo.
– ¿Cómo va…? -terminó la frase dirigiendo la vista a mi abdomen.
– Ya no está -dije yo, como si en vez de nuestro bebé se tratara de una molesta erupción cutánea que hubiera hecho desaparecer a base de pomada.
No me dolió la expresión de alivio que vi en su rostro. Yo había sentido lo mismo. Sólo que él no había visto la sangre, ni había tenido que soportar los dolores, como tampoco había tomado cartas en el asunto en modo alguno. Tal vez no fuera justo juzgarlo. Éramos jóvenes y habría huido de haber podido, de no haber sido porque llevaba el problema en mi seno.
– Eso es… -dejó la frase en el aire. No había tocado el refresco. Carraspeó al tiempo que hacía ademán de tomarme la mano, pero no lo hizo-. ¿Fue muy caro?
Quería estar furiosa con él, pero dado que mi amor por él había quedado reducido a cenizas, no pude encontrar nada que transformar en rabia. Al no recibir una respuesta, Michael debió de dar por hecho que sí. Asintió con la cabeza y expresión huidiza.
– Te daré el dinero. Y, Anne… lo siento.
Yo también lo sentía, pero no tanto como para contarle la verdad. No tanta como para devolverle el dinero. Me hacía falta para la universidad. Había pagado quinientos dólares en libros para el primer curso.
El vapor se separó como una cortina cuando salí de la ducha y agarré una toalla. Hacía mucho de todo eso. Me había dejado una cicatriz, igual que otras muchas cosas. Lo malo era que a veces me preguntaba qué habría sucedido si no hubiera deseado con tanta fuerza perder aquel niño. Me habían diagnosticado endometriosis, que puede ser causa de infertilidad. Una cosa no había tenido nada que ver con la otra, pero en mi mente estaban íntimamente relacionadas. Nadie podría asegurarlo.
Me sequé y permanecí en la puerta del cuarto de baño envuelta en la toalla. Oí dos voces masculinas. Hablaban y reían.
Sabía qué me había hecho pensar en Michael. Había sido el anhelo. Amaba a James, pero nunca lo había deseado ardientemente. No como había deseado a Michael. O a Alex.
Los dos levantaron la vista cuando abrí la puerta. Dos hombres tremendamente guapos con sonrisas que intentaban denodadamente ser idénticas. Olía a café. Alex me tendió una mano.
– Anne, vuelve a la cama -dijo.
Y lo hice.
Estaba en el aparcamiento de la cafetería cerrando el coche cuando vi que Claire salía de un coche deportivo de color negro a dos espacios de donde había aparcado yo. Cerró la puerta con todas sus fuerzas y le hizo un corte de mangas al conductor antes de que el coche saliera pitando de allí. Se dio la vuelta y me vio.
– ¡Los hombres son una mierda! -se quejó-. ¡La madre que parió a esos mamones!
Por una vez no estaba en desacuerdo.
– ¿Quién era ése?
– Nadie -me dijo-. Y cuando digo nadie, me refiero a que es un capullo inútil y fracasado.
– Creía que habías dicho que no tenías novio -dije yo, intentando hacerla reír, pero Claire estaba muy cabreada.
– No lo tengo -miró en la dirección que había tomado el coche-. Y si lo tuviera, no sería él.
Un coche desconocido aparcó junto al mío y se bajó Patricia. Cerró la puerta y se guardó las llaves en el bolso. Al darse cuenta de que la estábamos mirando enderezó ligeramente los hombros.