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– El monovolumen gastaba mucho combustible. Lo hemos cambiado por éste.

Mi hermana no había conducido un coche usado en toda su vida. Miré a Claire, que no estaba haciendo caso. Mary apareció en ese momento con el coche de mi madre. Parecía que estábamos en una comedia de errores.

– ¿Dónde está el Escarabajo? -preguntó Claire.

– Tengo que cambiarle los neumáticos -contestó Mary, al tiempo que sonaba su omnipresente teléfono dentro del bolso. Metió la mano para apretar algún botón y el sonido paró-. ¿Vamos? Me muero de hambre.

A pocas semanas de la fiesta, habían empezado a llegar las confirmaciones. Saqué un montón de tarjetas con un «sí» o un «no» marcado en una de las caras.

– Madre mía, viene todo el mundo -Claire revisó otras cuantas tarjetas más y las puso en el montón con las demás-. Joder, chicas. Vamos a ser doscientos.

– Vamos a tener que llamar a la empresa de catering -dijo Patricia, siempre pragmática.

– ¿Dónde vamos a meterlos a todos? -pregunté sin esperar respuesta.

– Ya lo arreglaremos -la respuesta alegre de Mary nos llamó la atención a todas. Pareció sorprendida-. ¿Qué? Lo arreglaremos, ¿no?

– Vale, Mary Alegría de la Huerta -dijo Claire poniendo los ojos en blanco-. Si tú lo dices.

– Pues claro, ¿por qué no? -dijo Mary alegremente.

La miré detenidamente. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y una sonrisita fija en los labios. A ella también le pasaba algo. A todas nosotras. Era el verano de los secretos. Por lo menos parecía que Mary ocultaba algo bueno.

Nos repartimos lo que quedaba por hacer. Vajilla de papel, adornos, recuerdos de la fiesta. Discutimos los pros y los contras de contratar a alguien para que se ocupara de recoger después de la fiesta, y al final optamos por no gastar más dinero. El personal de la empresa de catering recogería lo que manchara y no habría platos para lavar, puesto que serían de papel.

– Podemos alquilar un contenedor de basura -dijo Patricia-. Que vengan a recogerlo al día siguiente.

– Deberías alquilar también un retrete portátil -apuntó Claire. Me robó unas cuantas patatas fritas más del plato tras acabarse las suyas-. Dos cuartos de baño para doscientas personas no van a ser suficientes.

Eso tampoco era una mala idea. Nuestra reunión estaba yendo bien, sin riñas. Patricia estaba inusitadamente callada, Mary desacostumbradamente radiante. Claire se excusó de pronto a mitad de la comida, pálida. Mis otras hermanas se volvieron a mirarme, como si yo tuviera una explicación.

– A mi no me miréis. Mary, tú la ves más que yo -dije yo, levantando las manos.

– Últimamente no -contestó Mary, mojando una patata frita en ketchup, pero no se la comió, sólo la miró sonriente-. Ha estado trabajando mucho y yo he estado fuera de la ciudad.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Dónde? -Patricia estaba sacando el dinero justo de su consumición otra vez.

– He pasado unos días con Betts. Quería mirar apartamentos para cuando empiece la universidad en otoño, y tenía que hacer papeleo.

Patricia levantó la vista de la calderilla.

– Ya. Deja que lo adivine. Has visto a ese tipo otra vez.

Mary parecía confusa.

– ¿Que tipo?

– Se refiere al tipo con el que te acostaste -explique yo.

Mary puso una mueca rara.

– ¿Joe? No.

– Pues desde luego tienes un color de cara estupendo -comentó Patricia colocando las monedas en ordenados montoncitos encima de los billetes.

Ninguna dijo nada. Patricia se quedó quieta un momento. Mary levantó el mentón, casi desafiante.

Vaya, vaya. Acababa de pillarlo. Igual que Patricia. No me atreví a mirarla.

– Joder -dijo Claire cuando se sentó de nuevo-. ¡La madre que parió a esos mamones!

Se quedó mirándonos, pero todas habíamos encontrado algo más interesante que hacer.

– ¿Que ha pasado aquí?

Y ni aun entonces rompimos el silencio, tal como nos habían enseñado a hacer.

James no se acordó de preguntarme que tal me había ido en el médico hasta bastante después.

– Bien -respondí yo acercándome un poco más al espejo para aplicarme la máscara de pestañas-. Me dijo que es bueno que haya disminuido el dolor. La intervención funcionó.

James se había afeitado y olía a la loción de romero y lavanda que se había puesto en la cara.

– ¿Y qué te ha dicho de las posibilidades de que te quedes embarazada?

– Dijo que podíamos intentarlo en cualquier momento -respondí yo sin pestañear

Él sonrió de oreja a oreja.

– Estupendo.

Tapé el tubo plateado, lo guardé en mi bolsa de las pinturas y me volví hacia él.

– No creo que éste sea el mejor momento para intentar quedarme embarazada, James. Piénsalo bien.

Se quedó inmóvil a mitad de camino de meterse el cepillo en la boca.

– Si no follas con él, no veo el problema.

Me crucé de brazos.

– No puedo creer que me estés diciendo esto. Nos hemos acostado los tres juntos dos veces. ¿Qué te hace pensar que un día hagamos algo más que chuparnos y hacernos pajas?

– Tú… no lo hagas y ya está -dijo James, encogiéndose de hombros, como si no tuviera importancia. Como si ver a tu mujer meterse en la boca la polla de otro hombre no estuviera mal pero en el coño sí.

En algún lugar de nuestra casa, Alex nos esperaba para ir a cenar. En algún lugar entre nosotros, pese a no encontrarse en la habitación. Fruncí el ceño, pero James parecía impasible.

– Me parece que no eres consecuente -le dije.

Él me acarició suavemente la mejilla y se puso a lavarse los dientes.

– Alex lo comprende -dijo con la boca llena de pasta.

Tardé un par de segundos en procesar la información.

– Explícate.

James escupió, se enjuagó y dejó el cepillo en su repisa, tras lo cual se giró y me sujetó de los brazos.

– No tiene ningún problema con ello. Sabe que tal vez queramos tener hijos. No le importa no follarte.

– ¿Habéis hablado de esto? -pregunté con gran esfuerzo, porque las palabras se me habían quedado atascadas en la garganta-. ¿Sin mí?

No le quedaba bien la cara de picardía.

– No es para tanto, Anne.

Yo me zafé de sus manos.

– Sí que lo es. ¿Cómo os atrevéis a hablar de algo así sin que esté presente? ¿Qué estabais haciendo? ¿Negociar?

Algo que no podría describir como culpa exactamente le cruzó el rostro.

– Nena, no te pongas así.

– ¿Qué habéis hecho? ¿Habéis impuesto algunas normas?

James desvió la mirada.

– Algo así, sí.

Sentí que me ponía pálida.

– ¿Qué normas?

– Oh, vamos, nena…

Aparté la mano que intentaba ponerme encima.

– ¿Qué normas?

James se apoyó en la encimera del cuarto de baño con un suspiro.

– Sólo que… no puede follarte. Eso es todo. Todo lo demás está permitido si tú quieres.

Me puse a recorrer la habitación de arriba abajo mientras ponderaba la cuestión. Habían estado hablando a mis espaldas. Habían hablado de mí.

– ¿Puede comerme el coño?

James se frotó la cara, pero respondió.

– Sí. si es lo que quieres.

– ¿Y yo puedo comerle la polla?

– Sólo si tú quieres, Anne -repitió James con paciencia-. Todo eso es sólo si tú quieres.

– ¿Desde cuándo? -pregunté con voz firme.

– ¿Desde cuándo qué?

Se hizo el tonto para evitar responder a mis preguntas. No era la primera vez. Era un truco que había aprendido a dominar gracias a su familia, y me parecía tremendamente irritante que intentara hacerlo conmigo.

– ¿Desde cuándo lleváis hablando de esto?

Me tendió los brazos, pero yo levanté una mano para mantener la distancia. James soltó un suspiro al tiempo que se pasaba la mano por el pelo, despeinándoselo. Retrocedió sin mirarme a los ojos.