Me acerqué a la cama y me senté a horcajadas encima de él, le agarré las muñecas y se las sujeté por encima de la cabeza. Quería dejar claro mi punto de vista.
– Como me entere de que vuelves a hacer algo así -le dije con severidad-, no te lo perdonaré. ¿Lo has comprendido?
Él me miró y dijo:
– Sí.
Roté un poco las caderas y James me recompensó empalmándose.
– Si tienes intención de hablar de este tipo de cosas, tienes que contar conmigo.
– Hecho.
Volví a rotarlas. Las pupilas se le dilataron un poco. Elevó las caderas y yo empujé hacia abajo al tiempo que le apretaba los costados con los muslos.
– Y cuando se vaya, se acabó -le dije-. Sólo van a ser unas semanas durante el verano. No es algo que le ofrecerías a una persona cualquiera, ¿verdad? No vas a invitar a Dan Martin a tomarse un vino con un poco de queso y una paja de Anne.
– Claro que no, por Dios -contestó él. Dan Martin era uno de sus obreros. Un tipo majo, aunque yo prefería a los hombres con dientes.
Elevó de nuevo las caderas, pero yo no estaba dispuesta todavía a darle lo que estaba claro que deseaba.
– No quiero que esto suponga un problema entre nosotros, Jamie. Lo digo en serio.
Él sonrió y entonces me di cuenta de que lo había llamado como lo llamaba Alex. Le solté las muñecas y me puso la mano en la mejilla. Nos quedamos así un rato.
– No se interpondrá entre nosotros. Pero si en algún momento quieres que pare, no tienes más que decirlo.
Ponderé su respuesta.
– Sólo quiero saber por qué. La verdad.
– Ya te lo he dicho -contestó él removiéndose debajo de mí, empalmado todavía y a todas luces incómodo-. Pensé que lo deseabas.
Sacudí la cabeza.
– No la respuesta que crees que quiero oír, sino la verdadera razón.
Las manos que me sujetaban las caderas se tensaron.
– ¿Por qué lo hiciste?
– Porque lo deseaba.
Me meció contra él.
– ¿Querías que te tocara?
– Sí.
– ¿Así? -ahuecó la mano contra mi pecho y yo contuve la respiración.
– Sí.
– ¿Y aquí? -llevó una mano hasta mi trasero y lo estrujó.
– Sí, ahí también.
– ¿Y aquí? -me tocó entre las piernas. Arqueé un poco la espalda, impulsándome contra su mano.
– Sí, James, ahí también.
Me puso entonces sobre la cama y rodó hasta colocarse a mi lado. Buscó mi boca abierta con la suya, avasallándome con su exigente lengua, saboreando para, finalmente, retirarse. Se apartó y me miró a la cara.
– Querías que te besara y que te tocara. Te puso cachonda.
Iba haciendo todas esas cosas mientras las decía, y empecé a excitarme.
– Ya te lo he dicho, sí.
Tenía el rostro muy cerca del mío. Detuvo la exploración de mi cuerpo para mirarme a los ojos. Acercó entonces la boca a la mía, pero, aunque intenté besarlo, no se dejó. Su aliento me acariciaba el rostro.
– Mientras veía cómo te chupaba el coño, sabía exactamente cómo sabrías, las sensaciones que estaría teniendo cuando te metió los dedos, lo húmeda y caliente que te pondrías. Y lo tensa. También sabía el placer que sentiría cuando te metiste su polla en la boca. Ver cómo se la chupabas mientras yo te follaba…
Su voz se volvió ronca y más grave.
– No te haces idea de lo hermosa que eres cuando te corres -añadió.
Yo quería seguir escarbando, preguntarle más cosas. Quería penetrar bajo la superficie de perfección.
– Si vamos a hacerlo, tenemos que ser sinceros el uno con el otro.
– Por supuesto -dijo él en un susurro que me hizo estremecer-. Absolutamente. Te prometo que no volveré a hablar con Alex sobre ti… a menos que sea para tramar nuevas formas de desnudarte.
Sonreí de manera automática.
– Lo digo en serio, James.
– Llámame Jamie -murmuró, lamiéndome la garganta.
No sé cómo, pero se las había ingeniado para desabrocharme los vaqueros y meter la mano.
– Me gusta -añadió.
– Jamie -susurré-. Lo digo en serio.
James me agarró la mano y yo dejé que lo hiciera.
– No soy gay.
Empecé a decir que no me importaba que lo fuera, que lo amaba sin importarme qué genitales prefería, pero un ruido en la entrada del dormitorio hizo que nos diéramos la vuelta. Alex estaba allí de pie, mirando.
No sabía cuánto llevaría allí. Miró nuestras manos entrelazadas, pero no mostró expresión alguna.
– Venía a ver si ya estabais listos -dijo con un tono monocorde.
James se levantó y me rodeó los hombros con el brazo.
– Sí, tío, ya estamos. Un minuto.
Nuestros ojos se encontraron y se mantuvieron la mirada. Alex asintió una vez. Después se dio la vuelta y nos dejó a solas.
Capítulo 11
A la mañana siguiente encontré a Alex sentado a la mesa de la cocina con su portátil. Tenía el pelo revuelto, iba descalzo y desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba su pantalón de pijama de Hello Kitty. No lo había visto nunca con gafas. Le cambiaban el rostro. Lo convertían en un extraño. De alguna forma lo hacían más accesible.
– Tenemos que hablar.
Él levantó la vista y cerró el portátil.
– De acuerdo.
– James me lo ha contado todo.
No tenía intención de adornar aquella conversación por mantener la paz. Había cosas que era necesario dejar claras.
– ¿De veras? -Alex se cruzó de brazos y se reclinó en la silla.
– Sí.
Yo no soy de naturaleza agresiva, pero mi aspecto debía de resultar amenazador a pesar de ir en pijama y tener el pelo tan revuelto como él. Tal vez fuera la taza de café que blandía como si fuera un arma o la forma en que me erguía frente a él al lado de la mesa mientras él estaba sentado.
– ¿Qué te contó?
Alex era capaz de decir muchas cosas tan sólo con un leve movimiento de cejas o de labios.
– Lo de las normas que pactasteis.
Aguardó un segundo antes de responder.
– ¿Te lo contó el o le preguntaste tú?
– Un poco de las dos cosas.
Alex emitió un breve sonido. Bebí un sorbo de café. Su rostro me parecía desprovisto de expresión, no porque no comprendiera lo que estaba intentando decirle. Aunque tampoco podía decirse que estuviera diciendo nada en ese momento.
Me costaba sacar el tema a la fuerza, pero igual que ocurre con las tiritas, es mejor despegarlas de un tirón.
– Me dijo que estuvisteis hablando de lo que estaba permitido hacer y lo que no.
Maldito fuera. No me lo estaba poniendo nada fácil. No asintió con la cabeza siquiera.
– No me gusta -terminé con firmeza, aunque mis palabras sonaran lejanas.
Aquello hizo que reaccionara. Sus ojos destilaban un encanto desdeñoso y levantó una de las comisuras de sus labios. Se arrellanó todavía más en la silla sacudiendo un poco la cabeza para quitarse el pelo de la frente.
– ¿Qué es lo que no te gusta?
Agarré la taza con las dos manos y traté de que mi voz sonata neutra.
– Las normas que habéis pactado.
Me mantuve en mi sitio aun cuando Alex se puso en pie de un salto, como un gato. Me quitó la taza de las manos y la puso en la mesa. Yo no retrocedí, ni siquiera cuando se me acercó tanto que podía contar los pelos que le salían de cada uno de sus pezones.
– ¿Cuáles son las que no te gustan?
Él avanzó y yo retrocedí, muy despacio, como ondas en el agua. Nos detuvimos cuando mi espalda chocó con la pared que había entre el banco situado bajo la ventana y la puerta de la terraza.
El corazón empezó a martillearme en el pecho y el latido reverberó en mis muñecas, pero también en lugares extraños como las corvas o detrás de las orejas. Los lugares en los que me ponía perfume, cuando me lo ponía. Lugares en los que me gustaría que me besaran.
Alex puso una mano en la pared junto a mi cabeza.