Выбрать главу

Claire se dio la vuelta.

– Nada.

Él nos miró a las demás.

– ¿Alguna de vosotras tiene algo interesante que decir?

Ninguna dijo nada. Él resopló, burlón.

– Eso pensaba.

¿Que es lo que tienen los padres que son capaces de hacernos regresar a la infancia con una palabra o una mirada? No era la primera vez que vivíamos aquella situación, en aquella misma habitación, mi padre apoyándose en mi hombro para que lo ayudara a subir. Con Mary y Patricia encogidas de miedo en un rincón. Por un momento, se me nubló la visión y perdí pie. Volví a vernos allí, durante aquel verano. Unas niñas con los ojos muy abiertos y ganas de llorar, pero demasiado asustadas para hacerlo.

Claire no había nacido aún, y fue verla a ella lo que me recordó que ya no éramos niñas. No deberíamos tener miedo de mostrar nuestros sentimientos. Yo no lo tenía.

– Venga, papá, vamos arriba.

Había hecho aquel trayecto con él muchas veces, aunque resultaba más fácil ahora que era más alta. Mi padre se dejó caer sobre la cama con un suspiro alcoholizado y levantó las piernas. Le desaté los zapatos, se los quité y los dejé junto al armario.

No estaba roncando, pero respiraba con dificultad. Corrí las cortinas para que no entrara la luz y encendí el aire acondicionado. Volví a tener diez años, y ocho, y cinco. Estaba esperando a que volviera mi madre y se calmaran las cosas. Me quedé un rato esperando a que se quedara dormido, para asegurarme de que nos dejaría en paz durante toda la noche.

– Siempre fuiste una buena chica, Annie -dijo mi padre con la voz cargada de alcohol flotando en la oscuridad.

– Gracias, papá.

– Siento haberle gritado a Claire. Se lo dirás, ¿verdad?

– Deberías decírselo tú.

Más silencio.

– ¿Dónde está tu madre?

– Ha ido a comprar.

– ¿Cuándo va a volver?

– No lo sé.

La corriente de aire frío me apartó los rizos del rostro. Giraba sobre mí como el agua del lago, como una corriente que podría arrastrarme.

– Me abandonó una vez, ¿te acuerdas? Fue durante aquel verano.

– Me acuerdo. ¿Quieres una manta?

No me estaba escuchando. Estaba perdido en sus recuerdos.

– Yo amaba tanto a esa mujer que quería morir, ¿lo sabías? La amaba como si me quemara por dentro.

No lo sabía, ¿cómo iba a saberlo? ¿Por que debería?

– No lo sabía, no.

Suspiró y guardó silencio. Creí que se había desmayado. Saqué una manta del armario de todas formas por si la quería.

– Se fue y me dejó solo. Quería morirme.

La lana me picaba en las manos cuando la dejé a los pies de la cama. Mi padre se movió mucho más deprisa de lo que habría imaginado, y me agarró la muñeca con facilidad a pesar de la oscuridad. Tiró de mí hasta que me senté en el borde de la cama.

– Te acuerdas de aquel verano, ¿verdad?

– Me acuerdo, papá. Ya te lo he dicho.

– Siempre fuiste una niña muy buena. Cuidabas de tus hermanas. De la pequeña y dulce Mary. Y de Patricia. Eras tan buena niña. Ella se fue y nos dejó solos, ¿te acuerdas?

Suspiré y le di unas palmaditas en la mano.

– Sí, papá.

– Pero se llevó a Claire, era sólo un bebé -se rió y la cama se estremeció-. Que ahora va a tener un bebé, Santo Dios.

– ¿Necesitas algo más? Te dejaré descansar.

– ¿Le vas a decir a Claire que lo siento? Yo no hablaba en serio.

La conversación circular no era nada nuevo. En vez de irritarme, me ponía triste. Aquel hombre, para bien o para mal, era mi padre.

– Claro que sí. Se lo diré.

– No creo que sea una puta.

Asentí con la cabeza.

– Eres una buena chica, Anne.

– Lo sé, papá. Siempre he sido una buena chica -las palabras sonaron amargas, pero él no estaba para darse cuenta-. Me voy.

– Aquel verano te llevé al lago en la barca.

El estómago me dio un vuelco.

– Sí.

– Pasamos un buen día, ¿verdad? Solos tú y yo, en la barca. En el lago. Entre las olas. Fue un buen día.

Para mí no lo había sido. Ni entonces, ni en ese momento.

– Tal vez el último.

Mi madre se marchó con Claire dos días después de la excursión en la barca. Fue un verano horrible, pero para mí no empezó el día que mi madre se fue, sino el día que estuvimos a punto de ahogarnos.

– Sí que hubo otros días buenos -dije.

– Debería hacerlo -dijo-. Terminar con esto.

Yo no dije nada. En realidad no hablaba conmigo. O lo mismo sí, pero en su cabeza se dirigía a la Annie Byrne de diez años, no a Anne Kinney.

– Meterme la pistola en la boca y disparar el gatillo. Terminar… con todo esto -dijo, arrastrando tanto las palabras por efecto del alcohol que casi no se le entendía-. Sería lo mejor para todos, si lo hiciera.

Lo había oído más de una vez. A veces en ocasiones como esa, en las tinieblas de su habitación. Otras, a través de la puerta cerrada mientras mi madre le suplicaba que no lo hiciera.

– Debería hacerlo de una vez -repitió, y yo le respondí igual que siempre.

– No, papá. No deberías hacerlo.

– ¿Por qué no? -preguntó con voz grave, lenta y distante.

Las lágrimas me ardían en los ojos y se me atascaban en la garganta.

– Porque todas te queremos.

En ese momento tuve la seguridad de que había perdido la consciencia. Su respiración, antes dificultosa, se había estabilizado, y su mano floja se resbaló de la mía. Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Su voz me detuvo cuando ya salía.

– Annie, ¿llegaste a aprender a navegar?

– No, papá.

– Pues deberías -masculló-. Así no tendrás tanto miedo la próxima vez.

Entonces empezó a roncar. Salí de la habitación y lo dejé durmiendo la borrachera.

Capítulo 16

El día de la fiesta el cielo amenazaba lluvia, y Patricia me llamó, quejándose, antes de que hubiera salido el sol. James respondió y me lo pasó tras saludarla medio amodorrado, tras lo cual se levantó y fue al cuarto de baño. Saludé a mi hermana mientras, oyendo el ruido de la orina de James, que duró bastante.

– No va a pasar nada, Pats. Para eso alquilamos la carpa.

– La carpa sólo servirá para tapar la comida -repuso mi hermana-. ¿Y los invitados? ¡Todos no caben en tu casa!

– Con un poco de suerte, la mitad no se presentará.

– Muy graciosa, Anne.

Yo no me estaba riendo. No lo decía de broma. Bostecé y miré la hora, demasiado temprano para mi gusto.

– Pats, cálmate. Todo saldrá bien, te lo prometo.

Suspiró.

– Se te da muy bien esto, ¿lo sabías?

– ¿Qué es lo que se me da bien?

– Encargarte de las cosas, mejorar una situación, arreglar los problemas.

A través de la puerta entornada del baño vi a mi marido rascándose y pensé que no me hacía ninguna gracia ver cómo se rascaba. Me volví hacia otro lado.

– No, Pats, no es cierto.

Suspiró de nuevo y guardó silencio durante medio segundo.

– Que haya tormenta es sólo una posibilidad, ¿verdad?

– Sólo una.

– Y… es sólo un día. Después podremos olvidarnos.

– Por completo.

Patricia soltó una carcajada.

– Siento ser tan pesada. Sé que lo soy, pero es que… es que…

– Lo sé -le aseguré yo y era cierto. Eran muchas cosas, no era sólo la fiesta. Muchas cosas llevaban tiempo macerándose-. Será genial. Mamá y papá se lo van a pasar en grande. Van a venir todos sus amigos. Nos ensalzarán y nos pondrán de ejemplo de buenas hijas, y ya no tendremos que hacer nada más en los próximos treinta años.

No reconocí bien el sonido, pero desde luego no parecía una carcajada. Más bien un resoplido.

– Sí, ya.

James se metió otra vez en la cama, con los ojos medio cerrados. Se tapó y me estrechó contra su cuerpo. Yo le permití que me abrazara porque me habría resultado muy complicado deshacerme de él mientras estaba con el teléfono. Cuando metió la nariz en mi pelo y ahuecó una mano contra mi pecho, emití un resoplido molesto, pero él ni se enteró.