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James se encogió nuevamente de hombros. No se le habría ocurrido.

– No lo sé, Anne. Mi madre mencionó algo, nada más. Tal vez para el Cuatro de Julio.

– Bueno -dije yo, untando mantequilla en un panecillo para evitar apretar los puños-, pues no vamos a poder irnos con ellos este verano. Lo sabes. Me gustaría que se lo hubieras dicho desde el principio.

James suspiró.

– Anne…

Yo levanté la vista.

– No le habrás dicho que iremos, ¿verdad?

– No le he dicho que iremos.

– Pero tampoco le dijiste que no.

Fruncí el ceño. Era típico de él, poco sorprendente, pero en aquel momento se me antojó tremendamente irritante.

James masticaba en silencio, pasando la comida con el vino. Cortó otro trozo de filete y se sirvió más salsa.

Yo tampoco decía nada. Para mí no era tan fácil, pero después de tanta práctica había aprendido a dominar la situación. Era un juego en el que tenía que esperar.

– ¿Qué quieres que le diga? -preguntó por fin.

– La verdad, James. Lo mismo que me dijiste a mí. Que no podemos irnos de vacaciones este verano porque estás ocupado con esa nueva obra y no puedes dejar a los hombres solos. Que tenemos la intención de utilizar tus días de vacaciones para irnos a esquiar en invierno. Que no podemos ir. ¡Que no queremos ir!

– No voy a decirle eso.

Se limpió la boca e hizo una bola con la servilleta. Después la tiró encima de su plato, empapándose de la salsa de la carne como si fuera sangre.

– Pues será mejor que le digas algo -dijo con tono amargo-. Antes de que haga las reservas para el viaje.

James suspiró de nuevo y se reclinó en su asiento. A continuación se pasó una mano por la cabeza.

– Ya lo sé.

Yo no quería pelearme con él por aquello. Sobre todo porque el motivo de mi tensión nerviosa no era tanto la madre de James como el hecho de tener que dar la fiesta de aniversario de mis padres en nuestra casa. Pero lo uno y lo otro estaba presente, girando a nuestro alrededor, la pescadilla que se muerde la cola. Abrumada por la presión de tener que hacer algo que no quería hacer por gente a la que no quería agradar.

James tendió el brazo a través de la mesa y me tomó la mano, acariciándome el dorso con el pulgar.

– Se lo diré.

Tres palabras para expresar un sentimiento muy simple en realidad, pero lo cierto es que sentí que se me quitaba un peso de los hombros. Le apreté la mano, agradecida. Nos sonreímos. Él tiró suavemente de mi para que me acercara a él, y nos besamos.

– Mmm. Sabes a salsa de carne -se lamió los labios-. Me pregunto en qué otras partes de ti sabrá tan bien.

– Ni se te ocurra -le advertí yo.

James se rió y volvió a besarme, esta vez más detenidamente pese a lo incómodo de la postura.

– Te la quitaría a lametazos…

– A mí me parece que es una manera estupenda de pillar una infección -dije con cierta brusquedad, y me soltó.

Tiramos los platos de papel a la basura y guardamos la comida que había sobrado. James aprovechó todo tipo de excusas para frotarse o chocarse conmigo, disculpándose con gesto inocente, a lo que yo respondía riéndome y dándole golpes juguetones en el brazo. Al final, me acorraló contra el fregadero y me apretó con su cuerpo para impedir que huyera. Sus manos se cerraron alrededor de mis muñecas y me bajó las manos hasta apoyarlas sobre la encimera, clavándome en el sitio con su pelvis.

– Hola -dijo.

– Hola.

– Me alegro de verte -lo que acentuó clavándome su pene erecto.

– Tenemos que dejar de vernos así. Resulta escandaloso.

James se apretó aún más contra mí, consciente de que yo no podía zafarme. Su aliento olía a ajo y a cebolla, pero de una forma deliciosa, no repugnante. Ladeó la cabeza para conseguir que nuestras bocas quedaran a la misma altura, pero no me besó.

– ¿Estás escandalizada?

Negué con la cabeza, un gesto casi imperceptible.

– Todavía no.

– Me alegro.

A veces, era así. Un polvo rápido, fogoso, duro, sin pensar en nada más que retirar mis bragas y bajar su bragueta. Me penetró en un santiamén y me encontró húmeda para él. Resbaladiza. Mi cuerpo no ofreció resistencia alguna, y los dos soltamos un gemido de placer.

Le rodeé el cuello con los brazos. Él tenía una mano debajo de un muslo para cambiar el ángulo. Los armarios de la cocina vibraron con nuestras embestidas. No sabía con seguridad si me había corrido, pero la forma en que su cuerpo me golpeaba la pelvis repetidamente hizo que alcanzara un violento clímax. James lo alcanzó justo después, cuando mi cuerpo se tensó a su alrededor. Apoyó el rostro en mi hombro, los dos teníamos la respiración entrecortada. Aquella postura enseguida se volvió dolorosa e incómoda, y nos separamos con movimientos rígidos. Me rodeó con los brazos y permanecimos así mientras recuperábamos el aliento y la brisa que se colaba por la ventana nos secaba el sudor.

– ¿Cuándo tienes cita con el médico?

La pregunta de James me dejó atónita.

– No he pedido cita.

Me aparté de él para colocarme la ropa y terminar de fregar los utensilios de la barbacoa. Los dedos se me resbalaron en el agua jabonosa y las pinzas se me cayeron dentro del fregadero con un estrépito que sonaba como una acusación. Pero James no me acusó de nada.

– ¿Vas a hacerlo?

Lo miré.

– He tenido muchas cosas que hacer.

Podría haberme dicho que desde que cerrara por falta de fondos el centro de acogida en el que había estado trabajando no podía decirse que tuviera mucho que hacer. Pero no lo hizo. Se encogió de hombros y aceptó mi respuesta como si tuviera todo el sentido del mundo, aunque no lo tenía.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Tienes prisa?

James sonrió.

– Pensé que querías que nos pusiéramos a ello. Quién sabe. A lo mejor acabamos de hacer un hijo. Ahora mismo.

Muy poco probable.

– ¿Y te parecía una suerte?

– Bastante -contestó él estrechándome de nuevo.

Me mofé delicadamente.

– ¿Haber concebido a nuestro hijo en la cocina, de pie?

– A lo mejor resulta ser una buena cocinera.

– O cocinero. Los chicos también pueden ser buenos en la cocina.

Le lancé un puñado de espuma de jabón. James se sacó brillo a las uñas contra la camisa.

– Sí, igual que su padre.

Puse los ojos en blanco.

– Ya lo creo.

Antes de que pudiéramos explayarnos en las inexistentes habilidades culinarias de James, sonó el teléfono. Automáticamente alargué el brazo para responder. James aprovechó mi distracción para hacerme cosquillas en los costados.

Me faltaba la respiración de tanto reír cuando respondí por fin.

– ¿Diga?

Crepitar de interferencias en la línea y silencio al otro lado.

– ¿Anne? -preguntaron al fin.

Me protegí de las manos juguetonas de mi marido mientras respondía:

– ¿Sí?

– Hola, Anne -dijo una voz honda, grave, ronca. No sabía quién era, pero al mismo tiempo había algo en ella que me resultaba familiar.

– Sí -repetí, insegura, mirando la hora. Me parecía algo tarde para tratarse de un vendedor.

– Soy Alex. ¿Cómo estás?

– Oh, Alex. Hola -dije riendo con cierto azoramiento. James enarcó una ceja. Yo no había hablando nunca con Alex-. Quieres hablar con James, ¿no?

– No -contestó Alex-. Me gustaría hablar contigo.

Ya me estaba preparando para pasarle el teléfono a James cuando me detuve.

– ¿Conmigo?

James, que ya estaba alargando el brazo hacia el teléfono, apartó la mano. Enarcó la otra ceja de forma que las dos dibujaron un arco en su rostro como si fueran las alas de un pájaro. Yo me encogí de hombros y enarqué también una ceja, sutiles señales que formaban nuestro particular sistema de comunicación no verbal.

– Sí -la risa de Alex era como el sirope-. ¿Cómo estás?