– ¿Qué?
Claire sacudió la cabeza.
– Aquel verano no fue a casa de la tía Kate. Es lo que te dijo todo el mundo, pero no era cierto.
– ¿Y adónde… adónde fue? -pregunté yo, mirándola atónita.
– Fue a casa de un tal Barry Lewis -contestó Claire, incómoda. Era la primera vez que la veía así-. Tenía una aventura con él. Aquel verano abandonó a papá. Tenía intención de divorciarse de él.
Capítulo 17
Evelyn no había abandonado la fiesta, pese a mi educada sugerencia. La localicé en el rincón más alejado del jardín, hablando con James. No parecía muy contento. Después, su gesto indicaba que estaba enfadado. No podía oír lo que se estaban diciendo.
No me perdí los brindis. Le habían puesto a mi madre un collar hecho con las lengüetas de las latas y a mi padre un sombrero hecho con un plato de papel y tenedores de plástico clavados a lo largo del borde. La gente se reía y, uno a uno, amigos y familiares se levantaron, dijeron unas palabras y alzaron los vasos para honrar el logro de mis padres.
Todo me parecía una farsa. Nunca pensé que el de mis padres hubiera sido un matrimonio feliz. Puede que hubiera sido un matrimonio que les funcionara, que se moviera a duras penas fingiendo ser satisfactorio, ¿pero bueno? No, al menos no según lo que yo consideraba una relación buena.
Mi madre había tenido un amante. Dejó a mi padre por otro hombre. Saberlo me exoneraba, pero no hacía que me sintiera mejor. No lo había abandonado sólo a él. También nos había abandonado a nosotras. Me había dejado a mí para que me ocupara de él cuando debería haber estado en casa cuidando de sus hijas. Nos dejó, él se derrumbó y las cosas ya nunca volvieron a ser igual.
Sacudiendo la cabeza entre risas, mi madre se negó a levantarse para decir unas palabras. Mi padre no mostró tanta falsa modestia. Se levantó y alzó el vaso, contemplando a los invitados. No se produjo un silencio expectante, pero el murmullo de la conversación se redujo.
– Menudo día, ¿eh? Menudo día.
– ¡Y que lo digas, Bill!
– ¡Venga, Bill!
Algunos aplaudieron. Otros silbaron alegremente. Detrás de la carpa, Evelyn tenía los brazos cruzados y una expresión lúgubre y sombría en el rostro.
Mi padre empezó dando las gracias a todos por asistir y a mi madre por haber estado tantos años con él. James se acercó y me rodeó por detrás, la mejilla contra la mía. Yo me puse tensa, esperando a que dijera algo de su madre. No hizo tal cosa. Ella nos miraba con una evidente mueca de disgusto. Me enfureció su expresión. No era su día, pero, de alguna manera, trataba de que girara en torno a ella, como siempre.
– Y a mis hijas, Anne, Patricia, Mary y Claire -dijo mi padre-, por haber planeado esta fiesta para nosotros.
La gente nos buscó con la mirada. Patricia, rodeando a Sean por la cintura con un brazo, y sus hijos en torno a ella como satélites. Mary, lo bastante retirada de Betts. Claire, enfrascada en una charla con un tipo alto al que no reconocí. Y yo, mirando más allá de la incierta seguridad de los brazos de James.
Todos parecían estar esperando que ocurriera algo.
– Quieren que hables -me susurró James-. Venga.
– No -dije yo, pero él entrelazó sus dedos con los míos y me dio un cariñoso apretón que me dio fuerza.
– Hace seis meses -comencé-, a mi hermana Patricia se le ocurrió esta locura de preparar una fiesta de aniversario. De modo que si lo estáis pasando bien -se levantó un coro de vítores entre los asistentes- dadle las gracias a ella. Y si no lo estáis pasando bien… dadle las gracias también a ella.
La gente respondió con una carcajada y continué.
– Nos alegramos de que hayáis venido para celebrar con nosotros estos treinta años de matrimonio de Bill y Peggy. Ha habido algunos momentos buenos. Y otros no tan buenos.
Vacilé un momento con la garganta tensa por las lágrimas. James me apretó la mano de nuevo. Fue un suave gesto solamente, para decirme que estaba allí, a mi lado.
– Pero eso es lo que significa ser una familia. Momentos buenos y malos. Permanecer unidos. Compartir lo bueno y estar ahí para echar una mano cuando las cosas se ponen difíciles.
Me hubiera gustado ser más elocuente, pero, bajo la atenta mirada de todos, lo único que pude hacer fue desgranar un rosario de tópicos.
– Algunos conocéis a mis padres desde hace treinta años. Nos conocéis a mis hermanas y a mí desde que nacimos. A algunos os acabo de conocer, pero no importa. No os libráis de esta locura. Si estáis aquí, sois parte de la familia. Ya os podéis preparar para limpiar después de la fiesta.
Más carcajadas.
– Y sin más… quiero proponer un brindis por mis padres, Bill y Peggy. Por sus treinta años juntos -no tenía vaso que levantar, pero había más que suficientes en alto-. Por otros sesenta más.
– Muy bien -me susurró James y me besó.
Me estrechó entre sus brazos y yo le dejé que lo hiciera. No quería perderlo, nunca.
– Te quiero -le susurré contra el pecho.
James ahuecó la mano contra mi nuca y me acarició el pelo encrespado por la humedad.
– Yo también te quiero.
– James -la voz de Evelyn interrumpió el momento de intimidad.
James no me soltó.
– Sí, mamá.
– Nos vamos. Ya.
Él me mantuvo acurrucada entre sus brazos.
– Adiós. Gracias por venir.
– He dicho que nos vamos -repitió, como si no la hubiera oído.
– Ya te he oído -contestó James-. Adiós.
Parecía que había dado comienzo un segundo turno de comida a juzgar por cómo entraba la gente en la casa a picotear los brownies y las galletas que había preparado Patricia. Algunos invitados nos miraron con curiosidad al pasar, probablemente debido al tono empleado por Evelyn. No cedí a la tentación de responder. No estaba segura de que pudiera contenerme.
– ¿No vas a acompañarnos al coche?
James ni siquiera se volvió hacia ella.
– Creo que ya conocéis el camino.
Le di un ligero empujón.
– Si quieres…
Pero él negó con la cabeza.
– No, estoy bien aquí. Adiós, mamá. Ya te llamaré.
– ¿Te dejará ella que lo hagas? -le espetó ella con toda la malicia del mundo.
James se controló mejor de lo que lo habría hecho yo. Le respondió con silencio, que era la mejor manera de actuar con ella, he de admitir. Porque el silencio no le dejaba opción a contestar. Evelyn se giró sobre sus talones y se alejó. En cuanto desapareció, pude respirar aliviada.
James me dio una palmadita en la espalda.
– Podemos hablar de ello más tarde.
Me parecía que no me iba a apetecer hablar de ello nunca, pero sólo dije:
– De acuerdo.
– Iros a una habitación -comentó Claire, subiendo los escalones que conducían a la cubierta de madera. Se apoyó en la barandilla a nuestro lado-. Menudo par de exhibicionistas.
James le revolvió el pelo y ella se zafó con el ceño fruncido.
– Mira quién habla.
– No me van las demostraciones públicas de afecto -dijo Claire con aire pomposo-. Es vulgar.
Patricia asomó la cabeza desde el césped.
– ¿Sacamos la tarta?
– ¡Tarta! -exclamó Claire dando palmas-. Yo voto «sí».
– Yo también -dijo James.
Mary también apareció por allí.
– ¿Que se vota aquí?
– La tarta -expliqué yo.
– Yo le doy un rotundo «sí» -respondió-. Venga, Claire. Te ayudo.
– ¡Eh, obligar a trabajar a la futura mamá no está bien!
– Cómetelo -sugirió Mary.
– ¿El pastel? -exclamó Patricia-. ¡Ni se te ocurra!
– Ay, Dios mío -murmuré yo, apoyándome contra mi marido-. Esto es una casa de locos.
Mis hermanas entraron a buscar la tarta, una reproducción de la que sirvieron mis padres en su boda. La gente exclamó maravillada cuando la destapamos. En comparación con los elaborados ejemplares que había visto en las últimas bodas a las que había asistido, la suya era una tarta bastante sencilla de tres pisos con recubrimiento blanco y una pareja de novios de plástico en lo alto.