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– No podré tocarte -se quejó James.

Yo lo miré.

– Cuando quiera que me toques, te lo haré saber -le ordené, pero sin amenazarlo. No me había convertido en una dominatriz, pero necesitaba estar al mando de la relación sexual. Me había pasado los últimos meses disfrutando de las atenciones de dos bocas, dos pares de manos y dos pollas mientras me hacían todo lo que pudiera desear. Había tomado el placer como si fuera un derecho, me había atiborrado de placer hasta saciarme. Y ahora necesitaba ser yo que la que llevara la voz de mando.

– Suéltate el pelo -me susurró-. Quiero sentirlo sobre mi piel.

Liberé la masa de rizos que amaba y odiaba a partes iguales. El pelo cayó sobre mis hombros, indómito. Agité un poco la cabeza y metí los dedos entre los mechones.

– Tienes un aspecto muy bravo cuando haces eso. Como si sólo te faltara la lanza.

– ¿Ah, sí? -dije yo, mirándome en el espejo que había al otro lado de la habitación, pero el ángulo no era el correcto y no me veía bien.

– Sí, pareces una guerrera.

Jamás en la vida me había sentido como una guerrera. Introduje nuevamente los dedos entre los rizos y me deshice algún enredo.

– ¿Te pone cachondo… esto?

Él elevó los muslos hacia arriba.

– ¿A ti qué te parece?

Bajé la vista hacia su pene erecto. Lo tomé en mi mano y lo acaricié un poco hacia abajo. James contuvo el aliento.

– ¿Quieres que vaya a por mi lanza? -murmuré, acariciándolo.

Me gustaba oírlo reír. Que nos divirtiéramos en vez de discutir, o estar tan enfrascados en el placer físico que los dos sabíamos podíamos proporcionarnos mutuamente que se nos olvidara lo importante que era estar conectados mentalmente también.

– Si quieres.

– Creo que la tengo en la tintorería -respondí yo, acariciándolo arriba y abajo. Su pene se puso más duro aún. Increíblemente duro.

– ¿Puedo soltarme ya del cabecero?

Yo levante la vista v lo miré.

– No.

Quería tomarme mi tiempo en reaprender su cuerpo, en grabarlo en la memoria de mis manos, mi boca o mi entrepierna. Quería que reemplazara los recuerdos de cualquier otra persona y cualquier otra cosa que no fuera él. Mi intención no era torturarlo, pero no negaré que encontré cierta satisfacción en escuchar sus jadeos cuando me lo metía en la boca o trazaba el perfil de su cuerpo con mis labios y mis manos.

Se portó muy bien. No soltó el cabecero, ni siquiera cuando lo llevaba al punto del orgasmo y suavizaba el ritmo. Una y otra vez. Ni siquiera cuando sus músculos estaban insoportablemente tensos y no dejaba de pronunciar imprecaciones por la forma en que lo acariciaba y lo chupaba, ni cuando lo solté e hice que mirara mientras me masturbaba.

Hasta que, al final, ya no pude soportarlo más. Aquello era una tortura tanto para él como para mí. Me había pasado horas llenando de él los recovecos de mis sentidos. Ya no quedaban más sombras entre nosotros.

– Tócame -le dije, y lo hizo.

Era antiguo y nuevo, conocido y extraño. Para mí, fue como si hubiéramos reinventado nuestro matrimonio sin obsesionarnos porque fuera perfecto.

Más tarde, refrescándonos con el aire que batía el ventilador de techo, despegué mi cuerpo del suyo y me tumbé de costado, mirándolo.

– No me canso de mirar tus ojos.

James bostezó, estropeando un poco el momento, puesto que cerró los ojos al hacerlo.

– Qué romántico.

– No es romántico, es verdad. Son increíbles. Espero que nuestros hijos tengan tus ojos.

Entonces me miró y extendió la mano para enrollar un rizo en un dedo.

– Y yo espero que tengan tu pelo.

– Pues yo no. Es un caos, imposible de domar. Y no estoy tan segura de que quiera tener una pandilla de guerreros correteando por la casa.

– Por lo menos el color -me dijo-. Una pandilla con las cabecitas del color del atardecer correteando por la casa.

– ¿Del color del atardecer? -aquello era muy tierno y me hizo sonreír. Volvió a bostezar

– Sí. Dorado y rojo, como un bonito atardecer.

– Entonces, todo decidido -dije yo, acurrucándome en la almohada y pasándole una pierna por encima de la suya-. Tendrán tus ojos y mi pelo.

– Y mi sentido de la estética.

Solté una carcajada.

– ¿Qué sentido de la estética?

– Oye -me recriminó aparentemente ofendido-. Que soy limpio y me visto bien.

– Sí -respondí yo, acariciándole con cariño la mejilla-. Es verdad.

Me besó los dedos.

– Una pandilla de pequeños mini-James correteando por la casa. Estoy impaciente.

Su alegría me conmovió.

– Jamie, tengo que contarte una cosa.

Ya se estaba quedando dormido, pero había llegado el momento de sincerarme y no podía posponerlo. Si de verdad quería que aquello fuera un nuevo comienzo, tenía que empezar por ahí. Tiré de la manta para taparnos y nos acurrucamos. Aguardaba a ver qué tenía que decirle y me entristeció su semblante receloso.

– He dejado de ponerme las inyecciones anticonceptivas.

– Ya lo sé.

Sacudí la cabeza.

– No. Quiero decir que las dejé hace sólo unas semanas.

– No comprendo -dijo él, frunciendo el ceño-. Creía que las dejaste…

– Lo sé. No te dije la verdad, y debería haberlo hecho. Dejé que creyeras que lo había hecho, porque habíamos hablado de ello, pero cuando fui a la revisión no pude. Y después llegó Alex y no te lo dije.

– ¿Dejaste que creyera que había posibilidades de que te quedaras embarazada?

No sabría decir si estaba furioso o dolido. O ambas cosas.

– Lo siento. No estaba preparada para tener un hijo.

– ¿Y por qué no me lo dijiste?

– Porque te veía tan entusiasmado con la idea que… -vacile antes de seguir-. No estaba preparada. No sabía si podía quedarme embarazada. Si no lo intentábamos, no podría fracasar.

James me puso una mano en la cadera y tiró de mí.

– Cariño, no habría sido un fracaso.

– Soy una idiota. Lo sé -conseguí decir con una sonrisa apagada.

– La doctora dijo que era muy posible que la intervención solucionara los obstáculos y que no deberías tener problemas para quedarte embarazada.

– Lo sé. Pero… hay más.

Así que se lo conté todo. Le conté lo de Michael. Lo del bebé que perdí años atrás y cuánto deseé que no sobreviviera para no tener que sentirme responsable, aunque no hice nada para que ocurriera.

Él me escuchó sin interrumpirme. Creía que iba a llorar, pero al final no hubo lágrimas. Había conseguido distanciarme de ello. Ya no me dolía.

También le conté lo que ocurrió con mi padre aquel día en el lago y que mi madre nos abandonó. Le dije que yo siempre me había sentido responsable de ellos, de hacer que todo funcionara. De arreglar las cosas. Le hablé de mi obsesión por mantener una superficie impoluta para que nadie hurgara y viera cómo eran nuestras vidas en realidad. Le conté que me ahogaba en mis pesadillas.

Y le conté lo mucho que me había esforzado en ser perfecta, aunque no supiera exactamente qué era ser perfecta.

Hablé durante un buen rato y él me escuchó. El ambiente había refrescado en la habitación a medida que la noche iba avanzando pero, los dos juntos dentro de nuestro cascarón, no sentíamos el frío.

– Lo siento -dije finalmente-. Me sentía como si te estuviera engañando y ya no quería seguir guardándomelo. Quiero que los dos seamos sinceros el uno con el otro siempre.

James me abrazó y me acarició el pelo. Estuvo sin decir nada durante un buen rato, y aunque su abrazo era firme y sólido, pensé que lo mismo le costaba expresar sus sentimientos. Pero cuando habló por fin no me pareció inseguro. No en vano era James, siempre seguro de sí mismo y de mí.

– No tienes que ser perfecta, Anne. Nunca esperé que lo fueras. No quiero que lo seas. Quiero que seas feliz, conmigo. Con nuestra vida, tal como es.