– Me da miedo ser feliz -le dije-. Porque me da miedo que desaparezca de repente.
– No voy a irme a ninguna parte -me dijo.
Y lo creí.
Ninguno de los dos tenía intención de levantarse temprano al día siguiente, pero nos despertó el teléfono. James gruñó y se tapó la cabeza con la almohada. Comprobé el identificador de llamadas: Patricia. Emití un gruñido y seguí el ejemplo de James.
Saltó el contestador en el teléfono de la cocina. Patricia no dejó mensaje. Estaba quedándome dormida de nuevo cuando volvió a sonar. Esta vez solté toda una cascada de imprecaciones y James se rió desde debajo de su escudo de algodón.
– Será mejor que tengas una buena razón -le gruñí al auricular.
– ¿Anne? -la voz trémula de Patricia al principio me molestó.
– Pats, es muy temprano. ¿Qué pasa?
– Es… -se desmoronó.
Me senté en la cama de inmediato.
– Pats, ¿qué ocurre? No te entiendo. Cálmate y dime qué ha pasado.
– Anne, es Sean -consiguió articular, con voz quejumbrosa-. Lo han detenido.
Capítulo 18
Nos reunimos en casa de Patricia para poder ocuparnos también de los niños. Mi madre y Mary se estaban ocupando de preparar café y sándwiches que no le apetecían a nadie a una hora tan temprana. Claire, que no había dejado de soltar insultos e invectivas sobre Sean y esa manía que le había entrado últimamente, subió a la habitación de juegos de los niños con Callie y Tristan para mantenerlos entretenidos y que no molestaran. Mi padre se paseaba, incomodo, de un lado a otro de la cocina. James y yo estábamos en la mesa con Patricia, que parecía haberse quedado paralizada.
– Sabía que era grave, pero no sabía hasta que punto -dijo Patricia, repasando montañas de facturas y avisos de la compañía de la tarjeta de crédito, aunque las había revisado tantas veces que ya debía de haber memorizado el contenido-. No sabía… Me siento como una estúpida.
Se tapó el rostro con las manos. Aparté los papeles a un lado y el gesto hizo que levantara la cabeza. Pensé que me los quitaría de las manos, pero la desesperación pudo con ella, y volvió a taparse la cara.
– Dios mío, ¿qué voy a hacer?
Mi madre le puso una taza de café delante.
– Bébetelo.
Patricia negó con la cabeza.
– No, tengo náuseas.
Mary le preparó un ginger ale con hielo.
– Prueba con esto.
Patricia bebió un poco.
– Tiene cuatro tarjetas de crédito de las que yo no sabía nada. Ha agotado el crédito de todas. El importe alcanza otros veinte mil… pero eso no es todo…
– Respira hondo -le dije al notar que empezaba a temblarle la voz de nuevo-. Todo saldrá bien.
Sean había sido arrestado por tráfico de drogas. Su adicción al juego le había creado una deuda tan grande que había recurrido a un «amigo» que había conocido en las carreras para que lo ayudara a conseguir dinero en efectivo de forma fácil. Este amigo resultó ser uno de esos fanfarrones idiotas que ponen en peligro la vida de otros. El caso es que éste puso en contacto a Sean con otro hombre que necesitaba que alguien entregara unos paquetes. Finalmente, habían terminado pillando a Sean, que babeaba ante la promesa de un par de cientos de dólares fáciles que tenía intención de convertir en miles en las carreras, con cuarenta bolsas de marihuana de primera, motivo para ir a la cárcel de inmediato.
Aquélla era su versión de los hechos, tal como nos llegó a nosotros pasada por el filtro de una Patricia casi histérica. Lo que Sean no le había dicho era que no sólo había perdido sus ahorros apostando a los caballos, sino que llevaba seis meses sin pagar la letra de la hipoteca. Había pedido que le enviaran los extractos del banco al trabajo para que ella no pudiera verlos. También había sacado grandes cantidades de dinero de su tarjeta de crédito familiar. Patricia no descubrió lo de las cuatro nuevas tarjetas abiertas sólo a su nombre hasta que abrió su maletín buscando la clave del ordenador.
– Me dijo que estaba todo solucionado -dijo-. Me dijo que estaba recibiendo ayuda. Que estaba viendo a un consejero. Que estaba pagando las facturas. ¡Incluso comprobé la cuenta por Internet! ¡Y era cierto que las estaba pagando!
Se deshizo nuevamente en lágrimas. Mi padre se acercó al frigorífico, registró en el interior y sacó una lata de cerveza. Todos lo miramos, pero fue sólo un momento. Patricia acaparaba toda nuestra atención.
– Estaba utilizando las tarjetas de crédito para pagar las facturas. Operaba con las distintas cuentas, abriendo nuevas cuando alcanzaba el límite del crédito. ¿A qué idiota se le ocurría seguir mandándole tarjetas? -exclamó.
La prefería furiosa a desesperada.
– Lo solucionaremos, Pats. Pero cada cosa a su tiempo, ¿de acuerdo? En primer lugar tenemos que saber a cuánto asciende la fianza.
– O dejar que se pudra en la cárcel -opinó Mary.
Era algo más propio de Claire y mi madre chasqueó con la lengua en señal de desaprobación. Patricia gimoteó y se cubrió la cara con las manos nuevamente. James parecía estar mordiéndose la lengua, pero no dijo nada.
– El banco quiere quince mil para empezar -respondió Patricia con la voz amortiguada por las manos-. Me lo acaban de decir. Así que he entrado en nuestra cuenta, aun sabiendo que no tenemos nada. Habíamos empezado a recuperarnos desde que dejó de jugar. O eso pensaba yo. Quiero decir que, de cada nómina, íbamos ahorrando un poco.
Aparentemente. La realidad era que Sean había estado despilfarrando el dinero. Miré la montaña de extractos que tenía en la mano. Los idiotas que le habían enviado las tarjetas nuevas por lo menos habían tenido la cabeza de limitar el crédito a cinco mil.
– Entonces se me ocurrió rellenar un cheque a cuenta de la tarjeta de crédito. Pero cuando llamé para averiguar cómo se hacía, me dijeron que sobrepasaría el límite de crédito de la tarjeta. ¡Y me ofrecieron ampliar el límite! -exclamó, riéndose con incredulidad-. ¡Por ser buenos clientes! ¿Os lo podéis creer? ¡Llevamos un año pagando lo mínimo por recibir casi el máximo de crédito y van y me ofrecen ampliar el límite!
– Lo que sea para que gastes más -dijo mi madre-. No les importa que no puedas devolverlo todo. Porque entonces pueden cobrarte intereses.
– En ese momento supe que no podíamos permitirnos dejar de pagar los gastos de la tarjeta del crédito -prosiguió Patricia. Bebió otro sorbo de ginger ale. Estaba recuperando el color de las mejillas-. ¡Qué idiota!
No sabría decir si se refería a Sean o a sí misma.
– No te eches la culpa, Patricia. Sean te ha estado mintiendo.
– Sabía que había un problema, pero no quería ver lo grave que era. Quería creer en Sean -dijo Patricia-. Quería confiar en él.
Mary le frotó los hombros un poco.
– Es normal. Nadie sabía que estaba tan enganchado ni tan endeudado.
– ¡No sé qué voy a hacer! -exclamó Patricia, llorando.
Mientras todos estrechábamos el círculo a su alrededor para darle nuestro apoyo y que se sintiera mejor, mi padre seguía caminando arriba y abajo con nerviosismo. Al final, agarró las llaves del coche de la mesa. Mi madre levantó la vista y se apartó de Patricia para seguir a mi padre hasta la puerta. Yo también me levanté y los seguí.
– ¿Adónde vais?
Los dos se dieron la vuelta.
– Necesito salir un rato. Enseguida vuelvo.
Mi madre asintió y levantó la cara para que le diera un beso, pero yo lo miré con el ceño fruncido.
– Papá, Patricia necesita que estés aquí.
– Ella no me necesita -dijo mi padre.
– Sería un detalle por tu parte que estuvieras aquí para prestarle apoyo -dije sin levantar la voz-, en vez de ir a emborracharte para que tengamos que preocuparnos por ti además, preguntándonos donde estarás y cuándo regresarás.