Mis padres se irguieron de repente y se quedaron rígidos. Mi madre bajó la cabeza ocultando su expresión. Mi padre me miraba como si no pudiera creer lo que acababa de decirle. Yo tampoco me lo podía creer.
– ¿Cómo me dices una cosa así?
– Porque es la verdad, papá -conteste yo-. Porque ha sido siempre la verdad.
Me giré sobre los talones dejándolos allí parados. No me quedaban energías para retirar lo que acababa de decir. Pero en cualquier caso, no quería verle la cara cuando saliera por la puerta.
Mary y Patricia no me miraron cuando regresé a la cocina, pero James sí, y me tendió la mano. Nunca le había estado tan agradecida como en ese momento.
– ¿Cuánto dinero debéis en total? -preguntó James a mi hermana, rompiendo el tenso silencio.
– Un poco más de setenta mil dólares. Setenta mil dólares -repitió, vocalizando cada palabra como si así fueran menos reales. O más.
– Santo Dios -susurró Mary.
Patricia torció el gesto.
– ¡Si él no gana esa cantidad al año…! Y me repitió una y otra vez que no hacía falta que yo también trabajara. Que no hacía falta.
– Ya trabajas. Te encargas de la casa y los niños. Eso ya es mucho trabajo -dije yo-. Y aunque tuvieras un trabajo retribuido, no podrías haber evitado lo que ha hecho.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Patricia en un susurro. Parecía que tuviera el estómago revuelto.
Mi madre regresó a la cocina y se sirvió una taza de café sin decirnos nada. Nosotros no la miramos, aunque sí que intercambiamos alguna mirada entre nosotros. Patricia levantó el vaso, pero lo volvió a dejar en la mesa sin beber
– Yo puedo conseguir el dinero -dijo James.
Todas nos giramos hacia él. Lo primero que sentí fue un tremendo orgullo por su disposición a ayudar a mi hermana. Pero este sentimiento fue sustituido por la duda. Kinney Designs iba dando beneficios, pero poco a poco. La mayoría de nuestros bienes estaban invertidos en el negocio, y aunque lo liquidáramos todo, dudaba mucho que consiguiéramos tal cantidad.
– No tenemos tanto dinero.
Él negó con la cabeza.
– No, pero sé cómo puedo conseguirlo.
Patricia le tomó la mano.
– Te lo devolveremos todo, James. Lo sabes. Me da igual el tiempo que tardemos.
Él le dio unas palmaditas en los dedos.
– No te preocupes ahora por eso. Ya lo resolveremos más tarde.
Sólo se me ocurría una forma, o más bien una persona, que pudiera prestarle tal cantidad.
– ¿Pero cómo vas a…?
– Sé dónde está.
– ¿Quién? -preguntó Patricia.
Yo respondí en nombre en James.
– Su amigo, Alex.
– ¿De verdad? ¿Y tiene tanto dinero? ¿Y va a querer prestármelo? -por primera vez desde que nos llamara por teléfono esa mañana, Patricia parecía esperanzada.
– Hará lo que sea por Jamie -contesté yo, consciente de que era cierto.
James se levantó para marcharse y se inclinó para darme un beso. Yo giré la cara en el último instante, presentándole la mejilla en vez de mi boca. Fingí que estaba prestando mi atención a mi hermana, pero no engañé a James, ni a mí misma.
Mi padre no regresó. James regresó al poco rato con un cheque por importe suficiente para cubrir la fianza de Sean y la promesa de que, en cuanto los bancos abrieran el lunes, recibiría otro por el resto del importe a que ascendía la deuda. Creo que se sintió aliviado al escapar de allí acompañando a mi hermana a recoger a su marido. No sabía llevar bien las lágrimas y los abrazos de agradecimiento.
Acostamos a los niños antes de que Patricia llegara con Sean y James. Mi madre sacó los sándwiches que nadie había probado antes. Claire estaba tumbada en el sofá, víctima de las hormonas del embarazo, y Mary había salido al jardín a hablar por teléfono.
Yo no tenía hambre, pero comí algo. Mi madre picoteó un pretzel acompañándolo de café, sin dejar de mirar el reloj a cada minuto. Capture un pretzel con los dedos como si fuera un cigarrillo y aspiré una calada imaginaria.
– Yo te llevaré a casa, mamá.
– Tu padre vendrá a recogerme.
– Pues entonces Claire os llevará a los dos a casa -dije yo. Mi cigarrillo imaginario estaba rancio, pero mordisqueé un extremo de todos modos.
– Creo que Claire se quedará por aquí unos días -dijo mi madre-, para ayudar a Patricia con los niños.
– Entonces Mary, James o yo te llevaremos -insistí con firmeza-. Pero no vas a subirte a un coche con papá.
– Anne -dijo mi madre con tono brusco-, creo que puedo decidirlo yo sola.
– ¡No si vas a cometer semejante estupidez! -le espeté yo-. ¡Tienes suerte de que no os hayáis matado todavía!
– Deberías tener más cuidado con lo que dices.
– Ya soy mayor, mamá -le dije-. Y sabes que tengo razón.
Al principio no contestó, sino que se quedó mirando la taza de café que tenía delante.
– Tu padre está bien.
– Escucha. No me importa lo que haga en casa o en el bar, pero que se siente al volante de un coche después de haber bebido no sólo es estúpido, también es egoísta e irresponsable. Si quiere destrozarse el cuerpo con el alcohol, es asunto suyo. Pero no pienso quedarme sentado sin decir nada mientras pone en peligro la vida de otros. Se vuelve negligente cuando bebe y corre riesgos, pero lo peor es que no quiere admitirlo cuando le dices que ha bebido demasiado. Puede emborracharse todo lo que le dé la gana, pero debería tener las pelotas para admitirlo.
El semblante de mi madre era una máscara dura y tensa.
– Tu padre…
Levanté una mano para que se callara. No me encontraba de humor para escuchar sus excusas.
– Mamá. Ahórrate las mentiras, ¿de acuerdo? Si quieres creer que no es verdad lo que digo, me parece bien. Llevo demasiados años soñando que me ahogaba para seguir escuchando tonterías.
– ¿Que te ahogabas? ¿Qué quieres decir?
Solté un largo y profundo suspiro. Y, al igual que había hecho con James, le conté a mi madre la experiencia de la barca en el lago. Ella me escuchó, aferrándose a la taza de café con dedos cada vez más tensos.
– No lo sabía -dijo-. No sabía que había sido tan…
– ¿Horrible? Pues lo fue -dije yo, encogiéndome de hombros.
– Nunca dijiste nada.
– Porque te fuiste. Y cuando regresaste mejoró otra vez. ¿No? A excepción de la bebida, los brotes depresivos y los acontecimientos como recitales de danza o fiestas de cumpleaños a los que se le olvidó asistir. Momentos de nuestra vida en los que contábamos con él, pero él no estaba. Las cosas mejoraron, ¿verdad que sí?
– Oh, Annie -dijo mi madre.
Sabía que lo había dicho con amargura, pero no me detuve ni siquiera cuando el sentimiento de culpabilidad amenazó con aplastarme con sus dedos huesudos.
– Espero que mereciera la pena, mamá.
– Anne, no tienes idea de…
– Claire me dijo que pasaste aquel verano con otro hombre. ¿Es cierto?
Mi madre elevó el mentón.
– Claire tiene que aprender a mantener la boca cerrada.
– ¿Es verdad?
– Sí.
Suspiré y agaché la cabeza.
– Pensaba que si te hubiera dicho lo de papá y el incidente de la barca, te habrías quedado. Pero no lo habrías hecho, ¿verdad?
– Tal vez -dijo-. A lo mejor…
Dejó las palabras en el aire. Yo la miré y me vi a mí misma con veinte años más. Sólo confiaba en que llevara la tristeza pintada en el rostro.
– Estaba enamorada de otro hombre -dijo-. No tengo por qué justificarme ante ti, pero lo haré. Siempre fue muy difícil convivir con tu padre. Traía un buen sueldo a casa, pero su humor cambiaba como el tiempo. También era posesivo y celoso. Estaba convencido de que tuve una aventura con otro durante nuestra luna de miel.
Me contuve antes de preguntarle si era cierto.