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– Así que decidí demostrarle que se equivocaba. Sólo quería que dejara de reprocharme a todas horas algo que no había hecho. Conocí a Barry en la bolera. Empezó a darme clases. Era amigo de tu padre y, es gracioso, pero fue el único con quien no me acusó de haberme acostado.

– ¿Tuviste una aventura con él?

– No teníamos intención de que ocurriera, Anne. Simplemente, ocurrió -mi madre bebió un sorbo de café que debía de estar más que frío-. Y me enamoré de él.

– Y te fuiste con él. Nos abandonaste.

– No sabía si las cosas funcionarían con Barry. No quería arrastrar a mis hijas de un lado para otro. Necesitaba un poco de tiempo para aclararme. Ser madre no significa ser perfecta -dijo mi madre-. Cometí errores. Lo mío con Barry no salió como yo pensaba. Amaba a tu padre demasiado para abandonarlo. ¿Crees que debería haberos llevado conmigo, haberos alejado de vuestro padre y presentado a un extraño sin saber si era el hombre adecuado para mí?

– ¡Nos abandonaste! -exclamé-. ¡Se pasó bebiendo todo el verano! ¡Todos los días nos decía que se iba a tirar al lago con los bolsillos llenos de piedras o que se iba a disparar en la cabeza!

– Lo siento -dijo mi madre, extendiendo los dedos como si buscara absolución-. Lo siento, cariño. No lo sabía. Y sólo puedo lamentar no haberlo sabido.

Tenía razón, claro. Ahora ya sólo podía lamentarlo. No podía arreglarlo, ni cambiar el pasado.

– ¿Por qué elegiste a papá? -le pregunté-. ¿Acaso no amabas a Barry?

– No. Sí lo amaba. Tanto como a vuestro padre, pero de otra manera. Yo era una persona diferente cuando estaba con él. Con él era una mujer que no tenía cuatro hijas y una historia. Él me permitió ser otra persona, pero al final… no era lo que yo quería.

Nunca habría creído que mi madre fuera capaz de expresarse con tanta elocuencia. Me sentí mal por haberla ignorado durante todos esos años.

– ¿Alguna vez has lamentado la decisión que tomaste? ¿Alguna vez te planteas cómo podrían haber sido las cosas?

– Por supuesto que lo hago. Pero no dejo que me impida seguir adelante.

Yo asentí con la cabeza gacha.

– Lo siento, mamá.

Ella emitió un sonido de sorpresa.

– ¿Por qué?

– Por no haber sido mejor hija.

– Oh, Anne -dijo mi madre, riéndose-. ¿No sabes que para mí eres perfecta? ¿Que cada una de vosotras es perfecta?

Me abrazó y las dos nos pusimos a llorar, juntas. Debimos de hacer bastante ruido, porque Claire se despertó y entró en la cocina frotándose los ojos. Nos miró con una mano en la cadera.

– ¿Qué demonios pasa aquí?

– Mamá cree que soy perfecta.

– Que te jodan, guapa. La perfecta soy yo -dijo Claire.

Mi madre suspiró con resignación.

– Claire, por el amor de Dios. Ese lenguaje. No le hables a tu hermana de esa manera.

Pero Claire y yo nos estábamos riendo y haciéndonos gestos obscenos con las manos. Mi madre, inferior en número, no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza y lanzar las manos al aire en señal de rendición.

– Sois todas un perfecto hatajo de pesadas -dijo.

Para mí era bastante.

La difícil situación de mi hermana iba a arreglarse, gracias a la ayuda de James y al dinero de Alex. Sin embargo, solucionar el problema de mi hermana nos había creado uno a nosotros. Yo había prometido sinceridad y él me había dado mentiras.

Más bien omisión de hechos, cierto, pero yo me había hecho responsable de mis propias omisiones, como si verdaderamente le hubiera mentido. Me había dejado creer que Alex había desaparecido. De nuestras vidas. De la mía, desde luego, sí que había desaparecido. No así de la de mi marido.

Las tormentas que nos habían estado amenazando todo el fin de semana extendieron su amenaza a lo largo de todo el lunes. Estaba de pie en la cubierta de madera, observando el color grisáceo que iban adquiriendo las aguas del lago y cómo se iban oscureciendo las nubes. La brisa agitaba las puntas de mi pelo, enredándolo, pero no me lo recogí.

Quería ser una guerrera.

James llegó a casa cuando empezaban a caer las primeras gotas sobre la madera y mis pies descalzos. No me volví a saludarlo. Tiré de las mangas de mi sudadera amplia y me guardé las manos. El agua de la lluvia creó unos cercos oscuros en mis vaqueros.

– Deberías habérmelo dicho -fue todo lo que dije cuando oí sus pisadas en la puerta de la terraza.

– Me dijiste que habías hecho que se marchara. No sabía que te importara. Creía que querías que se fuera.

– Pero tú no.

– No -dijo James-. Supongo que no. Si hubiera creído que podrías soportar su presencia aquí, no sólo por el sexo, te lo habría dicho.

Me di la vuelta al oír sus palabras.

– ¡Que te jodan!

James retrocedió.

– Anne…

– No -lo atajé yo, señalándolo con un dedo-. Cállate. Que te jodan, James. Lo dices como si te pareciera una tontería. «Lo del sexo». Como si se tratara de un jueguecito estúpido o algo así.

– ¡No quería decir eso!

– ¿Entonces qué querías decir? «Pobrecita Anne, tiene la cabeza hecha un lío por «lo del sexo» con Alex. Y después la situación se le escapó de las manos, así que decidió echarlo de casa y obligarlo a que se fuera»… Pero eso no te pareció importante, ¿verdad? Y decidiste seguir viéndote con él, a mis espaldas. ¿Qué hacéis cuando estáis juntos James? ¿Os colocáis y jugáis con la consola? ¿Veis películas porno y os hacéis pajas juntos tal vez? Oh, espera, se me olvidaba. No eres gay -dije esto último con una mueca de desprecio.

La lluvia empezó a caer con más furia, aunque de momento seguían siendo gotas sueltas en vez de un chaparrón. Estaban frías y me hacían daño al chocar con mi piel. El agua empezó a acumularse en la cubierta formando pequeños charcos.

– ¡No quería que te enfadaras, eso es todo!

Me daban ganas de zarandearlo hasta que le castañetearan los dientes. Quería gritar. Quería que se me llenara la boca de agua de lluvia para no tener que volver a hablar con él.

– Se metió en nuestra casa, en nuestra cama y jodió nuestro matrimonio…

– Alex no jodió nuestro matrimonio.

– En eso tienes toda la razón -contesté yo-. Fuiste tú quien lo jodió.

Levantó un dedo para señalarme con él, con gesto acusador, pero a continuación bajó la mano.

– Ya te has forjado una opinión de mí. Yo no puedo decir nada que te haga cambiar de opinión, así que no pienso molestarme.

El viento frío se me metió por dentro. Apreté los dientes para evitar que me castañetearan, y dije:

– Tú has sido el causante de esto, James. Tú lo organizaste.

– Y tú lo deseabas -me espetó él-. Se notaba en tus ojos cuando lo viste por primera vez. Querías que te desnudara allí mismo. No estoy ciego, ¿sabes?

– ¿Y qué hiciste tú? ¿Me entregaste a él para que no tuviera que ir a buscarme?

No respondió.

– ¡No soy una propiedad para que puedas entregarme a nadie! -le grité, aproximándome a él-. ¡No era la princesa de uno de esos jodidos videojuegos, James!

– ¡Pero tú lo deseabas! -me gritó él-. ¡Maldita sea, Anne, lo deseabas! ¡Deseabas a Alex!

– ¿Pero que deseabas tú? -pregunté yo-. ¿Por qué deseabas hacerlo tú?

James se dio la vuelta y se apoyó en la barandilla, la cabeza gacha. Algunas gotas le salpicaron en la nuca, una zona que parecía vulnerable por encima del cuello de su cazadora vaquera.

– No sé qué quieres que te diga.

– Dime la verdad.

Estábamos empatados, furiosos los dos. Inspiré varias bocanadas de aire de tormenta, pero seguía sintiendo como si me estuviera ahogando. James se irguió y me miró. La lluvia caía por su rostro.

– Debería haberte contado que seguía viéndolo -me dijo, finalmente-. Pero, joder, Anne, no es que me lo esté follando ni nada de eso. Sólo salimos a tomar unas cervezas de vez en cuando. Jugamos al billar. Somos amigos. Eso es lo que hacemos.