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Proseguí un rato más con las plantas hasta que me empezaron a doler las rodillas y la espalda. También me dolían los dedos de empuñar las herramientas. Me estiré con un gemido hasta que me crujieron las articulaciones. Entonces me levanté y contemplé mi obra.

– Está bonito -dijo Claire, sacando el pulgar hacía arriba-. Quedará precioso en primavera.

Costaba ver la hermosura en un rectángulo de tierra desnuda. Yo, desde luego, no era capaz de visualizar las flores de vivos colores en que se convertirían los bulbos que acababa de enterrar. Menos mal que mi hermana sí podía.

Levantamos la vista al oír el crujido de unos neumáticos en la grava. Esperaba a James, pero no me sonaba de nada aquel coche azul.

– ¡Es Dean!

Había sido testigo de las muestras de entusiasmo de Claire ante una película, un cantante o un programa de televisión. Jamás la había visto con una expresión como la que puso cuando vio al chico que bajó del coche. Se le iluminó el rostro por completo. También me fije en otra cosa: en cómo se llevaba las manos a la barriga, casi en un acto reflejo.

– Esto… ¿Te importa que no me quede a cenar? No pensé que fuera a salir tan pronto del trabajo -dijo, volviéndose hacia mí.

Yo la miré enarcando una ceja.

– ¿Dean?

Claire se sonrojó de verdad, algo que tampoco la había visto hacer nunca.

– Es un amigo.

– Ya, ya.

El chico se acercó caminando hacia nosotras, con las manos en los bolsillos. Dean, alto y delgado, con el pelo castaño claro y la nariz cubierta de pecas, no era el típico chico gótico que solía gustarle a Claire. Claro que un director de instituto tampoco encajaba en el perfil.

– Claire -dijo Dean con un leve acento sureño en la voz-. He salido antes. Pensé que a lo mejor te apetecía ir a cenar conmigo.

El chico me miró y me tendió la mano.

– Hola. Soy Dean.

Estrechaba la mano con firmeza y su mano era cálida.

– Anne. Soy la hermana de Claire.

Ella puso los ojos en blanco.

– Venga, Anne, como si no se lo hubiera dicho yo cuando le expliqué que estaría aquí y cómo llegar.

Dean tenía una sonrisa agradable, de ésas que hacían que te salieran arruguitas en torno a los ojos. Miraba a mi hermana como si fuera un tesoro. Me gustó de inmediato.

– Claire iba a quedarse a cenar -dije yo maliciosamente-. Tú también estás invitado.

Los dos respondieron al mismo tiempo.

– Vale -dijo él.

– No, gracias -dijo ella.

Se miraron y respondieron de nuevo utilizando la respuesta del otro. Los tres nos echamos a reír.

– Relájate -le dije a Claire-. No diré nada que te avergüence. Te lo prometo. Y mantendré a James a raya también.

Lo cierto era que no quería cenar sola con mi marido. Su presencia aliviaría un poco la tensión que había entre nosotros. Cuando estábamos a solas, guardábamos un silencio que no era de enfado, sólo de tristeza. No sabía muy bien qué iba a suceder con nosotros. No teníamos la sensación de que se hubiera acabado. El problema era que no sentíamos mucho de nada.

Claire vaciló durante un momento. Había conocido a algún que otro chico con los que había salido, pero a pesar de lo que fanfarroneaba y me contaba de su extravagante vida amorosa, mantenía oculta casi toda la verdad. Mis hermanas y yo le tomábamos el pelo diciéndole que se avergonzaba de nosotras cuando sabíamos que probablemente no era cierto del todo.

– A mí no me importa -dijo Dean.

Me preguntaba cuánto tiempo llevarían saliendo juntos y qué tipo de hombre empezaría a salir con una mujer embarazada.

– Hay lasaña, Claire. Y pan de ajo.

Ella gimió y se puso una mano en el estómago.

– Eso, hazme chantaje. Mi hermana hace la mejor lasaña del mundo, Dean. Y un pan de ajo para chuparse los dedos.

– Es el único talento que tengo -le dije yo.

Él nos sonrió a las dos.

– A mí me parece un buen plan, ¿no crees?

Claire se mordisqueó el labio inferior y, al final, asintió.

– De acuerdo. Pero nada de pedir a Anne que te cuente historias de cuando era pequeña ni que te enseñe los álbumes de fotos, ¿entendido?

Ninguno de nosotros se dio por aludido ante su amenaza, a pesar de su semblante serio. Dean se pintó una «X» en el pecho con los dedos.

– Te lo juro.

– ¿Anne? -me preguntó, señalándome con un dedo.

– A mi no me mires -dije yo con fingida inocencia-. Ni siquiera recuerdo historias embarazosas sobre ti. A menos que contemos aquella vez…

– ¡Anne!

– Cálmate, hermanita -le dije-. Tus secretos están a salvo conmigo.

Ya me estaba sacando el dedo corazón, pero miró a Dean y lo cambió por el puño cerrado en sentido amenazador. Interesante.

– Voy a darme una ducha rápida. Servíos lo que queráis para beber, chicos -dije mientras me limpiaba las manos.

No fue una ducha tan rápida. Me sentía tan bien debajo del agua caliente que no quería salir Me alivió los nudos de tensión que se me habían formado en los hombros y la espalda, y silenció los sonidos del exterior. No oía nada más que el agua correr. Cuando terminé, el cuarto de baño estaba lleno de vapor

– Hola.

Aunque lo dijo con voz suave, el saludo de James me pilló por sorpresa y me golpeé el codo con el marco de la puerta. Me sujeté la toalla. Debía de acabar de llegar, porque aún no se había cambiado de ropa.

– Hola.

Nos quedamos mirándonos un momento hasta que fui yo quien rompió el contacto visual para acercarse al cajón de la ropa interior. James se quitó la ropa de trabajo y la echó al cesto de la ropa sucia. Yo lo observaba mientras me ponía las bragas y el sujetador.

El verano no había producido muchos cambios en él. Estaba más delgado, más fuerte, un poco más bronceado en los brazos a causa del trabajo al aire libre. Pero seguía siendo el mismo hombre con quien había hecho el amor apasionadamente unos meses atrás. Se movía de la misma forma, olía igual y hablaba igual. Los dos seguíamos siendo iguales, pero distintos al mismo tiempo. En una ocasión lo observé mientras dormía, con el corazón en la garganta, sin poder creer lo afortunada que era de tenerlo. Ahora, observándolo mientras se desnudaba, tuve la misma sensación de caer al vacío, como cuando montaba en la montaña rusa.

James me pilló mirándolo.

– ¿Anne?

Volví a la realidad y me di la vuelta para buscar unos vaqueros y una camiseta.

– ¿Vas a ducharte? La cena estará lista en unos cinco minutos.

– Sí, me hace falta.

Sentí sus ojos clavados en mí mientras me subía los vaqueros y los abrochaba.

– ¿Has visto a Claire y a su amigo?

– Sí. Dean. Parece un chico agradable.

– Sí -contesté yo, tocando una camiseta doblada que no era mía. La dejé y busqué otra.

– ¿Es su novio?

Me la puse y miré a James, cómodo en su desnudez.

– No lo sé.

Me sonrió.

– ¿Vas a preguntárselo?

– Delante de él no. Le he prometido que no la avergonzaría. Y tú tampoco deberías.

– Vale, vale -dijo, levantando las manos al tiempo que se metía de espaldas en el cuarto de baño-. Me comportaré como es debido.

– Bien, porque si no, vas a tener un problema.

Él se detuvo con los ojos brillantes.

– Ooh. ¿Y qué vas a hacer, darme unos azotes?

– Eso es lo que tú querrías -respondí yo con una sonrisa al tiempo que le tiraba mi toalla-. Cuélgala dentro.

Él me hizo una reverencia.

– Tus deseos son órdenes para mí.

– Eso estaría bien -dije yo sin darme cuenta de cómo debió de sonar.

James se irguió, escudándose con la toalla.

– Anne…

– El horno está pitando -le dirigí una rápida sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, aunque probablemente no lo consiguió, y salí de la habitación.

Había metido la lasaña en el horno para que se calentara. Sólo quedaba tostar el pan y dar vueltas a la ensalada, tareas en las que Claire y Dean estaban dispuestos a echar una mano. Puse la mesa y serví té con hielo. Cuando James salió de la ducha, la cena estaba lista.