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Un dolor agudo le recorrió el cuerpo.

Hizo otra tentativa de hablar, pero los labios no se movieron y la voz no acertó a emitir un sonido, salvo el murmuro de un gemido. Como si desde la distancia, fragmentos de conversación procedentes de voces a las que no podía poner un rostro perforaran su dolor.

– Se mueve -anunció una anciana.

– No, es sólo el gemido de un hombre que agoniza. Oí que susurraba el nombre de Alena de Heath mientras le metían en la habitación.

«Alena…» Muy en el fondo sintió que algo se avivaba. «Alena».

– Pero entonces no estaba despierto, ni lo está ahora.

– Pero…

– Te digo que no está despierto. Mira. -Sintió que una mano insensible se posaba sobre el hombro y todos los fuegos del infierno le azotaron en una ráfaga dolorosa.

– Todavía no puede moverse. Mira. Está lo más cerca que se pueda estar de la muerte y sería una bendición si se salva.

La mano pesada se levantó de su cuerpo.

– ¿Crees que es un salteador de caminos? -inquirió una voz femenina con signos de preocupación y nerviosismo-. ¿Un proscrito, tal vez?

– Tal vez -fue la respuesta de una voz más segura y estable. La voz de la mujer más vieja.

– Debía ser atractivo. No me importaría que me registrara las faldas.

– Ay, eres terrible -respondió la voz-. ¿Cómo puedes decir eso? Con todas las contusiones e hinchazones que tiene el cuerpo… Más bien parece el cadáver de un cerdo después de que el cocinero haya trinchado la carne para hacer salchichas.

Las dos mujeres siguieron cotorreando y volvió a dormir, para gran alivio.

Más tarde…, no sabía al cabo de cuánto tiempo, su dolor había disminuido y en su estado, medio enajenado, oyó rezos, canturreados de manera monocorde por un hombre que supuso sacerdote. A tenor de sus palabras parecía pensar que el alma estaba a punto de abandonar el cuerpo y de sumergirse directamente en las profundidades del infierno. Por lo tanto, debían de haber pasado algunos días… Varios días, pensó.

Trató de levantar un brazo para comunicar al sacerdote que podía oír, pero los huesos le pesaban demasiado y sólo podía escuchar cómo el sacerdote pedía, sin mucha convicción, que sus pecados fueran perdonados.

Sus pecados.

¿Hubo muchos? ¿O pocos?

¿Y cuáles habían sido? ¿Fueron contra un hombre? ¿Contra una mujer? ¿Contra Dios?

Puesto que yacía presa del dolor en la oscuridad, no lo sabía, no podía recordarlo, no le preocupaba. Sólo quería que el dolor que aún sentía se marchara y cuando el sacerdote le dejó a solas, se preguntó si no sería preferible lanzarse a los brazos de la muerte que resistir.

Los momentos en que recobraba el conocimiento eran, gracias a Dios, breves y éste no fue una excepción. Cuando empezaba a sentir que las fuerzas se le desvanecían, oyó el chirrido de una puerta al abrirse y luego unos pasos silenciosos.

– ¿Cuál es su estado?

Era la voz de una mujer. Susurrante, para no molestarlo, supuso él, pero clara y llena de una autoridad subyacente. Una voz que tocó un recoveco de su memoria, una voz que él supo instintivamente que debería reconocer.

– Más o menos el mismo, milady -le respondió una áspera voz masculina.

«¿Milady? ¿Será la esposa del lord? ¿O la hija?» Tuvo que luchar para impedir caer en la oscuridad de la inconsciencia.

Ella suspiró pesadamente y el delicado perfume de las lilas alcanzó el olfato del hombre postrado.

– Me pregunto quién es y por qué lo encontraron tan cerca del castillo, luchando entre la vida y la muerte.

¿Qué había en su voz que le resultaba tan familiar? ¿La conocía?

«¡Piensa, maldita sea! ¡Recuérdalo!»

– Haremos todo lo que esté en nuestras manos -dijo el hombre.

Más pasos. Cortos. Apresurados. Casi frenéticos.

– ¿Se ha despertado?

Otra mujer, más vieja, pensó él, con un hilo de inquietud a través de sus palabras.

– No, todavía no -contestó de nuevo el sacerdote.

– Por la gran Madre, confío en que no lo haga.

– Sí, Isa, lo sabemos todos -dijo el hombre.

«La mujer más vieja es Isa». Trató de retener su nombre en la memoria y su creencia en los viejos espíritus mientras luchaba para que la oscuridad no se apoderara de su mente.

– Ya lo has dicho.

La mujer más joven otra vez.

– Lady Morwenna, está recobrándose. Tal vez ahora podamos trasladarlo a la prisión -sugirió la mujer más vieja.

«¿Morwenna?»

¿Por qué ese nombre le resultaba familiar?

«Intenta recordar, la mujer más joven, la que parece ostentar alguna autoridad aquí, es Morwenna».

– Mírale, Isa. ¿Te parece que podría hacerle daño a alguien? -preguntó Morwenna.

– A veces las cosas no son como parecen.

– Lo sé pero por ahora no trataremos a este hombre como a un prisionero.

«¿Un prisionero?» ¿Qué había hecho para que alguien pensara que debía ser encerrado lejos?

Más pasos. Más fuertes. Más pesados.

Luchó por mantenerse despierto, para saber más sobre su difícil situación.

– Milady -dijo un hombre bruscamente.

Y con él llegó el olor a agua de lluvia y de caballos, un ligero rastro de tabaco, y notó que el vello de los brazos se le erizaba, como si aquel desconocido de voz grave fuera un enemigo.

– Sir Alexander.

La voz de la mujer más joven. La voz de Morwenna. Dios mío, ¿por qué era tan familiar? ¿Por qué resonaba ese nombre en su mente? ¿Por qué demonios no podía recordarlo?

– ¿Cómo está? -preguntó Alexander, sin mostrar un ápice de interés en su voz.

«Él es el enemigo. ¡Ten cuidado!»

– Más o menos igual. Aún no ha despertado, aunque el médico dice que se está curando y, como podéis ver, sus heridas se han cubierto de costras y la hinchazón ha remitido. Nygyll dice que no hay un solo hueso roto, que la mayor parte de las heridas son superficiales y, puesto que no ha empeorado, concluye que ningún órgano fue dañado considerablemente.

«Qué buenas noticias», pensó él irónicamente suponiendo que Nygyll era el médico. Otro nombre que debía grabar en la memoria.

– ¿No deberíamos enviar a un mensajero a Wybren y notificárselo a lord Graydynn?

«¿Wybren?» Supo al instante que estaban hablando de un castillo. ¿Lord Graydynn? No le sonaba bien. ¿Por qué no? ¿Graydynn? Sí…, seguramente había conocido a un tal Graydynn… ¿Lo había conocido? Un nudo de dolor se le formó en el estómago y sintió que algo iba mal, muy pero que muy mal. ¡Graydynn! Intentó evocar el rostro del hombre, pero de nuevo fracasó y le quedó un gusto ácido en la parte posterior de la boca, peor que antes.

– ¿Enviar a un mensajero a Wybren y decirle al barón, qué? -preguntó Morwenna con tono de incredulidad-. ¿Que hemos encontrado a un hombre medio muerto en el bosque y que la única identificación que tenemos de él es el anillo que lleva puesto con el emblema de Wybren?

– Sí -dijo sir Alexander-. Tal vez el barón o uno de sus hombres le identifique y podamos determinar si es amigo o enemigo.

– Es una buena idea -dijo apresuradamente la mujer más vieja, dando la impresión de que hubieran planeado aquella conversación de antemano-. Entonces sabríamos de una vez por todas si este hombre es sir Carrick.

«¿Carrick?» Su corazón se detuvo y luego rompió a latir desaforadamente. ¿Era él Carrick? ¿Carrick de Wybren? El nombre martilleó en su cerebro como no lo había hecho ningún otro. Trató de concentrarse, pensar a pesar del dolor, recordar. ¿Era él Carrick?

– Todavía no -dijo la mujer más joven-. Estoy de acuerdo en que al final tendremos que ponernos en contacto con Lord Graydynn, pero esperaremos hasta que averigüemos algo más sobre el forastero.

– ¿Y cómo lo haremos? -preguntó Isa.