– Hablaremos con él, una vez que despierte.
– Eso si despierta -dijo la mujer más vieja con un bufido de indignación-. Ha transcurrido más de una semana desde que lo encontramos y aún no responde.
«¿Más de una semana? ¿Tanto tiempo?»
– No despertará -añadió Isa.
Las palabras de la anciana parecían un augurio, y él perdió la lucha que estaba librando y cayó en el olvido de la oscuridad.
– No es un chisme infundado -insistió el grueso comerciante.
Recostado en la silla ante el fuego en el gran salón de Heath, se lamió los dedos y luego se abalanzó sobre otro huevo cubierto de gelatina de la fuente, repleta de trozos de queso, lonchas de anguila salada y dátiles.
– Fue en Calon, hace dos días. Los guardias, que me conocen bien, me pararon, me interrogaron y registraron el carro. No explicaron por qué, pero más tarde, en la ciudad, mientras jugaba a los dados y tomaba unas copas, espié a Wilt, el boticario. Aunque le tuve que insistir para que soltara prenda, finalmente admitió que Carrick de Wybren había sido localizado y conducido al castillo.
Lord Ryden, que bebía a sorbos de su copa, escuchaba mientras el hombre obeso le contaba la historia de un desconocido golpeado salvajemente, que había sido encontrado agonizante cerca de las puertas del castillo. La sangre de Ryden se calentaba y trató de apaciguar su cólera, o al menos, disfrazarla. Le enfurecía la idea de que Carrick de Wybren se hubiera infiltrado en la fortaleza de Calon. No importaba que Carrick tuviera las horas contadas; el hecho de que él estuviera cerca de su prometida, Morwenna, provocó que Ryden agarrara su copa con un apretón letal.
El comerciante estaba imbuido en su propia narración y al contarla gesticulaba desordenadamente, en algunos momentos exageraba los sonidos del cautivo y el consiguiente caos en la torre, y, sin duda, infló la parte en la que había arriesgado su vida.
Pero el cuento tenía mérito. No era la primera persona que le había traído noticias sobre la captura de Carrick, que era tanto más preocupante.
Ryden no era un hombre que se engañara a sí mismo. Sabía que Morwenna de Calon había accedido a convertirse en su novia sólo después de que Carrick le hubiera dado calabazas. Ryden no se hacía ilusiones de que ella le amara; tampoco él la amaba. Por ser Calon la dote, el matrimonio se convertiría en una unión fuerte con la anexión de las dos baronías, que se fortalecerían la una a la otra, y él gobernaría sobre tamaña extensión de tierras. Se moría por ver lo que pasaba y no dejaría que nada ni nadie lo frenaran.
Sobre todo Carrick de Wybren, el mentiroso engendro de Satán que se había acostado con ella y después había asesinado despiadadamente a la hermana de Ryden, Alena, en aquel incendio imperdonable. Ryden sintió cómo le invadía de nuevo la rabia cuando pensó en su hermana, que era tan joven que parecía su propia hija. Tenía tanta vida en su interior. Con el cabello rubio y liso, una risa melódica, casi pícara, también había sido bendecida con un brillo de diablura en sus ojos de miel. Era hermosa y lo sabía, y a la edad de diecisiete años había dictaminado que estaba enamorada como una loca de Theron de Wybren y se había casado con él apenas seis meses más tarde.
Ryden no se había engañado. Alena era demasiado coqueta para sentar la cabeza con un solo hombre, y no mucho después de las nupcias surgieron los problemas, circulaban bastantes rumores acerca de que había trabado amistad con el hermano de Theron, Carrick. Ryden incluso había enviado a un espía para vigilar a su hermana, y el espía, maldita sea su alma, nunca había regresado. Se había limitado a cobrar una cuantiosa suma de dinero y a desaparecer.
Ahora, mientras el comerciante seguía divagando, Ryden se metió comida de manera tan precipitada en su gruesa garganta que algunos pedazos de pescado se le quedaron enganchados en la espesa barba y meditó en silencio sus opciones. Había conocido la suerte de Carrick mucho antes de que ese comerciante petulante hubiera conducido su carro hasta las puertas de Heath.
Logrando aparentar sólo un ligero interés, Ryden bebió a sorbos de la copa, tramó su venganza, y escuchó al hombre hasta el final del relato. Carrick se las tendría que ver con él. Lo sabía desde el momento en que había oído que el hombre herido que habían llevado a Calon era sospechoso de ser el hijo desaparecido del difunto barón Dafydd.
Finalmente la historia del comerciante llegó a su fin, lo que sólo ocurrió cuando la fuente de alimentos quedó vacía, y Lord Ryden se levantó dando a entender que la audiencia había terminado. Se lo agradeció al hombre profusamente, luego hizo pasar al administrador y dio instrucciones de que compraran al comerciante más mercancías de las que, en realidad, necesitaban en el castillo.
El hombre marchó contento y convencido de que Ryden era su aliado.
Pero resultaba obvio que el comerciante era un idiota que se suponía a sí mismo más astuto de lo que en realidad era.
Había muchos individuos como él y resultaban del todo evidentes los motivos para alguien con un mínimo de cerebro. Pero Ryden, en apariencia, trató a ese vago con respeto. A pesar de que Ryden contaba con un pequeño ejército de espías propios de confianza, y fuera absolutamente capaz de cuidar de sus propios asuntos, nunca estaba de más tener otro par de ojos vigilando por sus intereses. Así que esbozó una leve sonrisa sólo para demostrar al gordinflón que apreciaba sus esfuerzos, una sonrisa que desapareció de su cara en cuanto el comerciante se fue andando como un pato junto al administrador.
Una vez a solas, Ryden estuvo a punto de estallar, la rabia le quemaba como rescoldos en la sangre. Se acercó al fuego de la chimenea y miró fijamente las llamas, evocando el incendio que había ocurrido en Wybren y el horror que había seguido.
Carrick.
El amante de Morwenna.
– Maldita sea -refunfuñó.
Escupió en las llamas. Estas explotaron y chisporrotearon despidiendo destellos. Se dijo que iba a esperar el tiempo oportuno con Morwenna. De algún modo, tenía que ser tan paciente con ella como lo había sido con sus otras mujeres, tal vez incluso más. Tanto Lylla como Margaret, soberanas de sus propias torres, habían sido mujeres testarudas pero Ryden había sido siempre paciente con ellas, obedeciendo así al propósito de su objetivo último, y de esa manera había conseguido triplicar la extensión de sus tierras.
Cuando finalmente se casara con Morwenna, su riqueza otra vez crecería, las propiedades se expandirían. Para añadirle encanto, ella era lo bastante joven para proveerle de un heredero. Un hijo. ¡Por fin! Lylla le había dado una hija, una niña frágil como su madre, y ambas habían muerto al cabo de tres meses a causa de una fiebre. Se volvió a casar. Margarita, casi tan vieja como él, era una viuda que se caracterizaba por una gran frialdad y cuando él la tomó como prometida resultó ser estéril como una piedra. Era como montar una estatua, con todo lo que se empeñó él en tratar de dejarla embarazada. Murió a los cinco años, consumiéndose hasta quedarse sólo en piel y huesos. El médico, perplejo, no se explicaba lo que le pasaba. Los análisis de orina, las sangrías de sanguijuelas, los concentrados de hierbas y las pociones fueron en balde, aunque tomaron en consideración todo posible remedio de curación.
Ryden no había derramado ninguna lágrima por ella ya que había sido una mujer maniática, exigente, egoísta, que había acusado a todo el mundo de sus propias miserias.
Pero Morwenna era joven y estaba llena de vida. Seguramente era fértil. Sonrió ante la idea de acostarse con ella y fundirse con su cuerpo. Tener un hijo con ella sería un verdadero placer. Ella era sensual sin saberlo, esbelta y ligeramente musculosa, sus nalgas eran redondas, sus pechos suficientemente grandes sin llegar a ser pesados, y se imaginó que ella disfrutaría haciendo el amor tanto como él. Ah, sentir sus piernas fuertes rodeando su torso mientras él se sumergía en ella una y otra vez, empujando con fuerza dentro su cuerpo, haciéndola gritar de placer y de dolor. ¿Qué era el sexo sin ese estar en celo, puro y animal? La dominación del macho sobre la hembra… Ah, sí, sintió cómo se endurecía mientras pensaba en ello.