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La dominación era lo que más anhelaba así tanto de la Tierra como del Cielo.

Apenas podía esperar para reclamar a Morwenna como su mujer.

Sí, era una unión perfecta, la mejor que había imaginado jamás, y lo único que habría cabido esperar era que Morwenna fuera una mujer vieja, gorda, de nariz aguileña y, en definitiva, una arpía. Por el contrario, el hecho de que fuera joven y flexible, de pechos firmes y de cintura estilizada, no era sino un poco de azúcar sobre una tarta ya tentadora.

Se lamió los labios ante la expectativa.

Ryden de Heath no era ese tipo de hombre que permitiera a ningún otro, y aún menos al condenado Carrick de Wybren, aguar su destino. Se casaría con Morwenna de Calon costara lo que costara.

Capítulo 4

Morwenna huyó de la capilla sin albergar ningún sentimiento de santidad. A lo largo de la monótona misa, estuvo absorta en sus pensamientos sobre el desconocido, y aunque se persignó, escuchó las plegarias del padre Daniel y sostuvo el rosario entre sus manos, susurrando palabras a Dios, lo hizo sin pensarlo o meditarlo. Rezó por una cuestión de costumbre y durante todo el tiempo estuvo abstraída en sus consideraciones sobre el hombre herido. ¿Era un amigo o un enemigo?

«Carrick»

¿Cabía la remota posibilidad de que se tratara de él?

Su corazón le dio un vuelco ante la idea, mientras sus pasos se adentraban en la tarde helada, y experimentó una sensación cálida de algo semejante a la venganza fluyéndole por la sangre. ¿Acaso era posible? ¿De veras el destino le había servido en bandeja el malvado corazón que ella había amado con tanta ferocidad, brindándole el poder sobre su suerte? Probablemente, debido a que él estaba en un estado tan penoso, sintió una punzada de culpa por aquel pensamiento. Si hubiera estado sano, inmediatamente lo habría arrojado a los lobos de Wybren. A Graydynn. Al verdugo, si era un traidor asesino. Pero estaba moribundo cuando lo encontraron y su corazón de piedra se había ablandado ligeramente cuando había mirado fijamente aquella cara castigada.

De alguna manera el herido había logrado sobrevivir. Aunque el médico había advertido que, con toda probabilidad, el hombre moriría en el plazo de un día, había resistido la adversidad.

Había transcurrido más de una semana desde que lo habían encontrado debatiéndose entre la vida y la muerte. Con toda certeza, un hombre con esa voluntad de vivir, que demostraba ser tan férrea, sobreviviría a un destino fatal.

«Y, entonces, Morwenna, ¿qué harás con él? Tú, como señora de la torre que eres, tienes su suerte en tus manos. ¿Qué pasa si es Carrick?… ¿Y si no lo es?»

– Rayos y centellas -refunfuñó.

En aquel momento estaba tan confusa como lo había estado cuando habían introducido al herido sobre la camilla en el interior de la torre. Se ató la bufanda con más fuerza alrededor del cuello y casi no vio a los criados y a los hombres libres que trabajaban en el patio de armas. El herrero forjaba unas herraduras mientras las muchachas recogían huevos o chamuscaban el pelo y las plumas de los pollos muertos y la lavandera miraba con el ceño fruncido hacia el cielo oscuro. Morwenna apenas se daba cuenta de los esfuerzos que realizaban quienes estaban a su alrededor. No obstante, su cuerpo respondió, le sonaron las tripas cuando pasó por delante de la cabaña del panadero, y el olor a pan fresco, manzanas, canela y clavos la embriagó.

– Morwenna, ¡espera! -gritó Bryanna, saliendo a todo correr de la capilla.

Morwenna echó una ojeada sobre su hombro y vio a su hermana meterse por un camino lleno de charcos helados y alcanzarla en el jardín, donde las flores del año pasado se habían marchitado y un banco situado cerca de una fuente estaba cubierto de hielo.

Como si estuviera leyendo los pensamientos de su hermana mayor, Bryanna le preguntó:

– ¿Qué pasa si es Carrick el hombre que está en la habitación de Tadd?

– Eso es imposible. Lo más probable es que Carrick muriera en el incendio junto al resto de su familia.

Morwenna continuó andando, abrazada a la capa que mantenía apretada contra su cuerpo. Pasaron por un enrejado donde unos escaramujos todavía colgaban de una enredadera oscura, sin hojas. No quería hablar con su hermana sobre Carrick o quien demonios fuera ese hombre. Bryanna y ella habían agotado esa conversación una docena de veces desde que habían visto el maldito anillo de Wybren en la mano del herido.

– Está… muerto -dijo, echándole una mirada a su hermana-. Y esta discusión también.

– Estuviste enamorada de él un día -la acusó su hermana, y Morwenna casi tropezó con una roca del camino-. Y ahora eres la prometida de Lord Ryden de Heath.

A Morwenna le dolió la mandíbula. No podía pensar en Ryden en aquel momento.

– Nunca estuve enamorada de Carrick -dijo ella, más para convencerse a sí misma que a su hermana.

Sí, es cierto que pensaba que lo amaba, pero fue sólo una estúpida niñería. Después de todo, ¿no se había acostado él con Alena antes y después de su flirteo con Morwenna?

– Te rompió el corazón.

Por dentro Morwenna se desmoronó, sintió cómo el embuste que encerraba esa negativa le trababa la lengua. Sin embargo, se detuvo en seco cerca de la cabaña del carretero e imploró al cielo que acabara aquella conversación.

– Fue hace mucho tiempo. Han pasado tres años.

– Lo sé, pero si se demuestra que ese hombre es Carrick, ¿qué vas a hacer? O bien ocasionó el incendio en Wybren y es un criminal, o bien escapó del fuego y el auténtico incendiario vaya tras él… De todas formas, lord Ryden no se pondrá nada contento si sabe que estás dando cobijo a un antiguo amante que, además, puede ser un criminal, un asesino.

– O una víctima -dijo ella, adivinando una mirada desafiante por parte de su hermana.

– Ni siquiera le conozco, pero dudo que Carrick de Wybren sea una víctima -replicó Bryanna-. Un granuja, sí. Un malvado, también, pero jamás una víctima.

No esperó a que le diera una respuesta, sino que se alejó rápidamente, dejando a Morwenna a solas, absorta en sus pensamientos fríos y preocupados.

«El fuego podría haber sido accidental», se dijo Morwenna en su interior, resistiéndose a creer que Carrick hubiera acabado intencionadamente con toda su familia. ¿Con qué fin? Cierto es que si su padre, Dafydd, y su hermano mayor, Theron, morían en el incendio, él se convertiría en lord. Pero eso sólo si podía cargar con el peso de los muertos. Y, además, tendría que dar un paso más y desafiar a su primo Graydynn para hacerse con la baronía. Graydynn, el sobrino de lord Dafydd, había heredado la torre después de aquel aterrador incendio, y si Carrick estaba realmente vivo, no había vuelto para enfrentarse por la reclamación de la herencia.

Porque era un traidor. ¡Un asesino!

– Oh, por el amor de san Pedro -masculló entre dientes.

Un carretero, que se inclinaba sobre una rueda con los radios rotos, levantó su cabeza.

– ¿Milady? -se enderezó, tenía la nariz roja por el frío, su pelo de paja coloreado sobresalía bajo un gorro de lana-. ¿Hay algo que pueda hacer por vos?

El hombre se limpió las narices con la manga desigual que cubría su brazo.

– No, Barnum. No es nada.

Al tiempo que forzaba una sonrisa, Morwenna volvió hacia el jardín y se sentó en el banco solitario. Alzó su mirada al cielo, donde las oscuras nubes fruncían el ceño con la promesa de un incipiente crepúsculo. El día era tan sombrío como su estado de ánimo. Echando un vistazo hacia arriba, hacia la pequeña ventana de la estancia donde yacía el herido, imaginó un castillo adueñado por las llamas, el pánico que seguiría a ese incendio, las largas filas de personas pasándose cubos de agua de mano en mano procedente del pozo y del estanque mientras las llamas ardían y crujían. Los plebeyos, los criados, los soldados y la familia del señor tratarían de extinguir el fuego golpeando con trapos mojados o lanzando cubos de arena para de impedir la propagación de las llamas. Los techos de paja se intentarían sofocar frenéticamente, se reuniría a los chiquillos y la ganadería. Los cerdos chillarían, la gente gritaría, los perros ladrarían y los caballos relincharían cuando las llamas se aproximaran, destruyendo todo a su paso, mientras el humo negro se agitaba hacia el cielo implacable. Seguiría el caos, y si el viento cambiaba en la dirección precisa…