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No pudo evitar estremecerse ante la idea y se estrechó entre sus propios brazos.

¿Pudo alguien ser capaz de iniciar el fuego en Wybren intencionadamente?

Pero, ¿por qué?

¿Beneficio personal?

¿Venganza?

¿Odio abyecto?

Se mordió el labio y siguió mirando por la pequeña ventana. ¿Estaba dando cobijo a un asesino? Y si así era, ¿se trataba del único hombre que había alcanzado su corazón, sólo para hacerlo añicos? Armándose de valor, se levantó y se dirigió fuera del jardín de nuevo. Si el hombre que estaba en la habitación de Tadd era verdaderamente Carrick, entonces debería tratarlo como el sospechoso de un crimen. Se lo entregaría a lord Graydynn. Quizás habían puesto un precio a su cabeza, una recompensa.

Ese pensamiento debería haberle proporcionado un sentimiento de anticipación. O una pequeña emoción de venganza satisfecha. En cambio sólo hizo que su ánimo se apagara aún más.

– Eres patética -gruñó para sus adentros. «Y el hombre de la habitación no es Carrick de Wybren».

– No hemos averiguado nada más de lo que ya sabíamos hace unos días -admitió el alguacil más tarde, ese mismo día. Se calentaba las piernas delante del fuego que crepitaba en la chimenea del gran salón y sostenía su gorro en la mano al tiempo que sacudía la cabeza-. Mis hombres han buscado en los pueblos de los alrededores, han escuchado los chismes locales y han interrogado a posaderos, campesinos, comerciantes, a cualquiera que pudiera haber sido testigo o que tuviera alguna información sobre la paliza. Nadie aportó ningún dato.

– Los únicos que saben lo que pasó son el hombre que tenemos en la torre y quienquiera que lo hizo -concluyó Morwenna.

– Pero parece que hubo una buena pelea. Esperaba encontrar a alguien con contusiones y cicatrices sin que pudiera justificarlo, pero nada, encontramos a un campesino al que casi le pisoteó un caballo y a un cazador que se había caído del caballo mientras perseguía a un ciervo herido, dos hombres que se habían peleado, y ya está. Quienquiera que fuera el autor de la paliza del hombre que encontramos, o ha ocultado perfectamente sus heridas, o no recibió ninguna, o bien ha puesto pies en polvorosa. También estuvimos buscando a alguien que tuviera un caballo de más, asumiendo que nuestro invitado montara a caballo, ero sabéis que un corcel robado es algo difícil de localizar, ya que se comercia y se venden animales sin tregua.

– Tal vez estamos haciendo una montaña de esto -dijo Morwenna. Se sentó cerca del fuego y se quedó mirando fijamente, más allá de las piernas del alguacil-. Hemos encontrado a un hombre que ha sido goleado y abandonado creyendo que estaba muerto. Es un crimen, sí, pero o podemos resolverlo sin el testimonio de la víctima. Hemos actuado como si nuestra propia torre estuviera amenazada, pero ¿no podría tratarse de un simple robo?

– Pero entonces, ¿por qué no le quitaron el anillo? Es oro valioso y podrían fundirlo.

– Tal vez alguien o algo asustara al atacante antes de que arrebatárselo. O tal vez este hombre que tenemos aquí sea el atacante y su víctima pudiera, de algún modo, escapar con su caballo y dejarlo atrás.

El alguacil chasqueó la lengua y se frotó el caballete de la nariz.

– ¿Qué dice el médico?

– Ahora tiene expectativas de que viva.

– Bien. -Payne se ajustó el sombrero sobre la cabeza y sus ojos brillaron con una dureza que Morwenna no había visto antes-. Entonces, cuando despierte, veremos lo que tiene que decir.

– Sí, es verdad.

La boca de Payne se torció con crueldad.

– ¿Qué probabilidades tiene?

El crepúsculo se cernió sobre la torre y El Redentor se deslizó en silencio por los pasillos. Moviéndose a hurtadillas, se precipitó escaleras abajo hacia lo que un día fue la cámara del archivo. Treinta años antes, después de un allanamiento particularmente grave de unos ladrones, la estancia se convirtió en un trastero donde se almacenaban los artículos que raramente se utilizaban y que al final acumulaban polvo, eran acribillados por los bichos o languidecían olvidados. Incluso eran pocos los que recordaban la existencia de la cámara. Cuando comprobó que no se oía ruido de pasos, deslizó una llave oxidada en la cerradura. La puerta se abrió de golpe chirriando estrepitosamente. Le recibió un aire viciado mientras mantenía la antorcha en lo alto y, luego, cerró rápidamente la puerta tras él. Caminó sigilosamente y a tientas hasta una pequeña rejilla que había en el suelo, enmarcada entre unas barras oxidadas, y encontró un pestillo, que descerrajó. Se enderezó, anduvo hasta final de la habitación y empujó una piedra. Inmediatamente la pared trasera se movió abrió, movida por unos goznes silenciosos, a una escalera enorme y oscura y a una trama de pasillos que albergaba la vieja torre desde su edificación. Los hombros rozaron en las paredes a ambos lados mientras se adentraba por el pasillo, donde el aire era seco e inerte. Oyó los arañazos de unas garras diminutas como de ratas y otros bichos ocultos que le salieron al paso. Sin embargo, rió. Nadie conocía aquellos pasadizos, y los que habían oído hablar de ellos pensaban que se trataba de un mito. Sólo él conocía su acceso y los usaba en beneficio propio.

Llegó hasta una V del angosto pasadizo y giró infalible hacia la derecha, subiendo siempre hacia arriba, las suaves suelas de cuero de sus zapatos no resonaban por encima del ritmo acelerado de su propia respiración, del latido de su corazón. En unos minutos estaría en su cámara de observación, cerca del techo de la torre, desde donde, oculto, podría observarla abajo.

Morwenna.

La señora de la torre.

Sensualmente inocente.

Su entrepierna se tensó con sólo pensar en ella, en la posibilidad de mirarla, y notó cómo se le secaba la parte posterior de la garganta. Semanas y meses antes, la había observado oculto mientras ella se despojaba de la túnica y el vestido. La había espiado mientras se sumergía en una bañera perfumada, los redondos y sonrosados pezones de sus pechos eran visibles por debajo del agua oscura. Se imaginó lamiéndolos, saboreándola entera, tocándola, sintiendo el dulce éxtasis de dominarla. Mientras la miraba, su agonía había sido exquisita. Había deslizado con cuidado los dedos hasta los pantalones y se había acariciado despacio, conteniendo su impaciencia, prolongando la tortura de no tenerla. Había procurado no hablar, determinado a no dejar soltar más que un gemido suave para no revelar su presencia. No, no importa cuánto tiempo permaneciera duro, no importa cuánto placer y deseo corrieran por su piel, no importa cuánto se tensaran sus músculos y su verga. Se había obligado a esperar.

Por ella. Todo de ella.

Mentalmente imaginó que posaba los labios detrás de su oreja, los dientes en su cuello… Tembló ante la imagen y por debajo de los pliegues de su túnica, su miembro reaccionó. Apretando los dientes, subió hacia arriba por la escalera, delgada y olvidada.

En el tercer nivel sobre el suelo, el pasillo se bifurcaba en dos senderos. Torció hacia su cámara y de nuevo encontró el juego estrecho de piedras lisas.

¡Ya falta poco!

Dejó su antorcha en un soporte vacío de hierro y luego siguió hacia arriba, recorriendo con las yemas de los dedos las paredes ásperas y familiares mientras contaba mentalmente cada paso. Silencioso como un gato, se escabulló hasta su escondrijo, y allí, a través de las rendijas de las piedras, miró detenidamente hacia abajo. Aunque su campo de visión estaba parcialmente obstruido, veía la mayor parte de la estancia. Relamiéndose los labios, rezando para que el fuego estuviera lo suficientemente alimentado para poder verla sobre la cama, presionó su cara contra la grieta que se abría entre las piedras, la nariz achatada por la presión. Los latidos de su corazón le grababan un soniquete salvaje en los tímpanos, los dedos se humedecían de la excitación, su verga no paraba de aumentar mientras escudriñaba los aposentos sumidos en la penumbra.