Su corazón dio un vuelco cuando la pupila del herido se contrajo y pareció que la enfocaba.
¿A causa de la luz?
¿O porque el condenado bastardo estaba despierto?
– ¿Podéis verme? ¿Me oís? -le instó.
Luego dejó que el párpado se cerrara y se sintió como una estúpida en esa estancia donde los rescoldos del fuego resplandecían de un profundo color escarlata. Se abrazó y lo intentó de nuevo. Esta vez le tocó el hombro desnudo y le susurró al oído:
– ¡Carrick!
¿Era producto de su imaginación o los músculos bajo las yemas de sus dedos se habían tensado un poco?
El corazón le dio un vuelco.
«Has provocado en él una respuesta».
Haciendo caso omiso de sus dudas, se aclaró la garganta. Sintió cómo el pulso le latía desbocado.
– Soy Morwenna. ¿Te acuerdas de mí? Soy la mujer a la que mentiste. La mujer a la que prometiste que la amabas. La mujer a la que diste la espalda. Carrick…
Otra vez aquella tensión casi imperceptible bajo sus dedos.
¿La oiría?
Unos pasos se oyeron fuera de la habitación.
– ¿Quién diablos anda ahí? -refunfuñó una voz áspera.
¡Maldita sea!
La puerta se abrió bruscamente y golpeó contra la pared.
¿Era su imaginación u otra vez había notado una reacción en la zona donde sus dedos rozaban la piel del hombre herido?
– ¿Milady? -preguntó el guardia, sir Vernon. Era una bestia enorme de hombre, ya había desenvainado la espada y estaba inspeccionando el interior de la estancia como si esperara que le tendieran una emboscada en cualquier momento-. ¿Qué estáis haciendo aquí?
– No podía dormir -admitió ella.
– No deberíais entrar en esta habitación sola, sobre todo cuando yo me ausento de mi puesto. -Ante el reconocimiento de su propia falta, algo del resentimiento se esfumó-. Quiero decir, estaba aquí abajo, en la letrina, tomándome un… Ah, milady, disculpadme. No debería haber abandonado mi puesto.
– Está bien -le dijo convencida, alejándose unos pasos de la cama del hombre herido-. Entré y no pasó nada -Morwenna ofreció su mejor sonrisa al guardia-. No os preocupéis, sir Vernon. -Dejando caer un último vistazo al hombre tendido sobre la cama, añadió-: No creo que haga daño a nadie durante mucho tiempo.
– Pero si es Carrick de Wybren, es un bastardo asesino del que no nos podemos fiar -dijo Vernon, señalando al hombre inmóvil con su espada.
Luego comprendió que se había comportado como un estúpido y metió el arma en la vaina atada con correa a su gruesa cintura.
– No creo que deba preocuparme por él.
Vernon frunció el ceño, las cejas espesas se enarcaron sobre sus ojos oscuros, que pregonaban furia.
– Incluso durmiendo, Lucifer es peligroso.
– Supongo que tenéis razón, sir Vernon -dijo ella, aunque sin estar convencida.
Tampoco podía asegurar que se tratara de Carrick. Sólo él, y quizá los atacantes, conocían su verdadera identidad. «¿Qué pasará si es Carrick? ¿Qué harás, entonces?»
– Buenas noches, sir Vernon -se despidió.
– A vos, milady.
Como si estuviera decidido a demostrar su valor, Vernon quedó de pie con los pies separados y la columna rígida como el acero.
Morwenna caminó los pocos pasos que había hasta sus aposentos, o un puntapié a la puerta cerrada y se arrojó a la cama. ¿Qué se habrá pensado? ¿Qué esperaba descubrir colándose en la habitación del hombre? ¿Tocándole?
Mort ladró suavemente, su cola aporreó la colcha durante un segundo, y luego suspiró hondo y cayó dormido.
Morwenna acarició distraída el cuello grueso del perro, pero sus pensamientos eran confusos e iban muy lejos. Ella no le debía nada a Carrick: ni lealtad, ni interés ni mucho menos amor. Sus labios se fruncieron cuando recordó el día que la abandonó. Cobardemente. Antes del alba. Dejándola sola en la cama.
Aquel día sintió una brisa de aire y despertó, descubriendo que se había ido, las sábanas entre las cuales había permanecido inmóvil todavía estaban calientes y arrugadas, y la pequeña habitación donde se habían cobijado desprendía la fragancia de la pasión extinguida y el olor a sexo matutino. Oyó un cuervo graznar mientras caminaba hacia ventana e imaginó que veía su caballo en el horizonte, y a él envuelto en la niebla y el dolor en su corazón fue tan intenso de repente que se le doblaron las rodillas y había tenido que morderse los labios para no gritar.
Supo entonces que él no volvería. Nunca. Y aunque ella había ido tras él, con el propósito de enfrentarse, para decirle lo que sospechaba, no, más bien, lo que sabía con certeza… Ay, ella pensaba que después del encuentro recobraría un atisbo de dignidad, un ápice de orgullo. Pero se había equivocado.
«Esto es lo que has conseguido por confiar en un granuja, por regalarle tu corazón con tanta imprudencia».
Ahora, tendida sobre la cama, tensando la mandíbula, con lágrimas amenazantes en los ojos, se obligó a quitárselo de la mente. Ya había vertido hasta su última lágrima por aquel cobarde.
Y ¿qué hay de ti? ¿Por qué no le dijiste la verdad cuando todavía tenías la posibilidad? ¿Acaso no fuiste tan cobarde como él? ¿Por qué le diste la posibilidad de escapar?
Morwenna rechinó los dientes ante esas preguntas que habían quedado sin respuesta y que la habían perseguido durante lo que parecía toda una vida. ¿Sabía él, en su fuero interno, que la abandonaría? Ella le había puesto a prueba, sin estar dispuesta a forzarle a estar juntos, manteniendo sus labios sellados y esperando que él encontrara el momento preciso para abandonarla. Tendría que haberlo perseguido, encontrar un caballo, saltar sobre el lomo del animal y…
Mantuvo los ojos bien cerrados. Un rubor caliente por la vergüenza inundó su cara. ¿De qué serviría ahora pensar qué habría ocurrido en otro caso? Pestañeando rápidamente, desterró las imágenes caprichosas, se negó a dejar que aparecieran sentimientos melancólicos y autocompasivos. Ella había sobrevivido a su traición. Se había hecho más fuerte.
Al final, ¡esa bestia le había hecho un favor!
¿Qué pasaría si se demostraba que ese hombre medio muerto era Carrick? ¿Cómo actuaría?
Le estaría bien al malvado, al convaleciente escondido, entregarlo a lord Graydynn. Wybren estaba a menos de una jornada a caballo, incluso menos si se tomaba el viejo camino y se franqueaba el río cerca del cruce del Cuervo. Graydynn la recompensaría con generosidad si le llevaba al traidor. Por otra parte, también podía, como había sugerido sir Alexander, encarcelarlo en la mazmorra. Dejarle sufrir un rato. ¡Le serviría de escarmiento al muy sinvergüenza!
No.
Sus absurdas fantasías le hacían suspirar.
Tenía cosas mejores que hacer que tratar de vengarse de un hombre que había sido injusto con ella. Era un acto mezquino. Y una tontería, demás, era probable que no fuera Carrick sino un ladrón de poca monta que había sufrido un ataque en el camino.
Y con todo… había algo relacionado con el forastero que había estimulado su memoria e hizo que su pulso se acelerara.
«Idiota», se reprendió para sus adentros mientras estiraba de las sábanas para cubrirse hasta el cuello, forzando al perro a encontrar una nueva posición. Antes de cerrar los ojos, echó un vistazo alrededor de sus aposentos que ocupaba desde hacía menos de un año. A veces… Sabía que era absurdo, pero… a veces sentía como si estuvieran observándolo, como si el mismo espacio tuviera ojos.
Por Dios, pero ¿en qué estaba pensando? Era sólo su mente cansada que le jugaba malas pasadas. Además, era algo que no podía decir, ya que si lo hiciera, su hermano seguramente le quitaría el privilegio de gobernar la torre. Había tenido que rogarle a Kelan, que había sido solano de varias baronías, entre ellas Penbrooke, que le diera la posibilidad de hacerse señora de Calon. Ahora, si Kelan descubría que ella pensaba que el castillo estaba encantado o que un fantasma rondaba en penumbra, o que había una remota posibilidad de que Carrick de Wybren durmiera en una cama al otro lado del vestíbulo, Kelan seguramente interferiría, tal vez se replanteara la conveniencia de otorgar a la mujer la responsabilidad del castillo. O le pidiera a Tadd, que estaba ausente luchando a favor del rey, que volviera para hacerse con el gobierno. Y Bryanna, enviada a Calon para hacer compañía a Morwenna, con la esperanza de que la muchacha creciera, volvería a Penbrooke con él y su esposa Kiera. Kelan tenía la última palabra.