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«El hombre que yace al otro lado del pasillo no es Carrick. ¡No te engañes!»

Refunfuñando y enfurecida, no se atrevió a enfrentarse a la humillante verdad de que, en el fondo de su corazón, anhelaba que el herido fuera Carrick de Wybren, que se restableciera y se diera cuenta de lo lejos que estaba ya de esa muchacha inocente que lo había amado tan apasionadamente, que ahora era una mujer, su igual, que no se estremecería nunca más ante la posibilidad de estar con él, que estaba dispuesta a cualquier otro amor…

– ¡Basta ya! -silbó su voz, rebotando contra las gruesas paredes.

¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso daba crédito a las horribles advertencias de Isa, la anciana que se dedicaba a farfullar sobre la muerte y el destino?

«¡El hombre herido no es Carrick! ¡Métete eso en la cabeza!»

La luna era una esfera embotada, envuelta en una niebla cada vez más espesa. La débil luz se filtró a través de los árboles desnudos cuando Isa se arrodilló en la orilla cubierta de barro de un arroyo de corriente rápida y la brisa más insignificante intentaba arrebatarle la capa.

– Gran Madre, que vuestro espíritu esté con nosotros -susurró Isa, apesadumbrada.

Mientras rezaba para pedir seguridad, dibujaba con un palo su runa en la tierra húmeda, un símbolo que semejaba la pata de un gallo. El viento se alborotó, llevando consigo un frío de algo que no podía ver pero que percibía, la verdadera alma del mal.

– ¡Retrocede! -gritó ella, como si pudiera atraer la atención de lo que estuviera afuera. Un escalofrío de terror puro le recorrió la espalda. Metió la mano en su bolso y sacudió un manojo de muérdago, romero y fresno en el aire, esperando que el viento atrapara las partículas para proporcionar protección a lady Morwenna a cuantos residían en la torre.

¿Qué diablos había estado pensando su hermano, el barón Kelan, cuando había cedido ante la determinación de su hermana y había permitido que Morwenna, sola, se pusiera al frente de Calon? Ese no era trabajo para una mujer. Aunque Morwenna fuera inteligente como cualquier hombre, no dejaba de ser una hembra. Muchas mujeres habían gobernado una torre, sin duda alguna, pero por lo general su voluntad se imponía por mediación de un hombre, un barón que no sabía que su esposa lo manipulaba. Pero esto, permitir a una mujer sola supervisar una baronía tan grande, era poco usual.

Cierto, Morwenna había prometido casarse al cabo de un año. Aunque todavía no se había fijado la boda, lord Ryden, del castillo de Heath, había pedido ya su mano y Kelan se la había concedido.

Isa frunció el ceño y una preocupación fría se instaló en su corazón. Ese matrimonio que se avecinaba no era un buen partido.

El barón era apuesto, no cabía duda, y atlético a pesar de sus años. Pero el hombre tenía casi la edad de Isa, por el amor de Dios, y era demasiado viejo, aunque aparentara diez años menos. Lord Ryden estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera, lo cual no presagiaba lada bueno.

Morwenna era testaruda y obstinada, siempre dispuesta a hablar con franqueza. Como lo fueron sus otras esposas, ahora muertas.

«Pero Morwenna había estado de acuerdo con la unión», le recordó una voz interior. A pesar de sus consejos, advertencias, y premoniciones.

– Bah.

Isa tiró el palo y se limpió el polvo de las manos sobre su vieja túnica. Morwenna había acordado casarse con Ryden sólo porque se esperaba de ella que tomara un marido. Después de sus desastrosos amores con Carrick de Wybren, se había decantado por un hombre más viejo, estable, que le había hecho la corte con el propósito de cazarla, como un lobo a su presa.

No, no era nada bueno. Y eso no habría pasado si Morwenna no le hubiera entregado su corazón al granuja de Wybren.

Carrick.

Todo se había desmoronado con la llegada de aquella bestia cobarde.

Isa odió a ese hombre. No le sorprendería que Carrick estuviera detrás del incendio desalmado de Wybren. Carrick carecía de lealtad o de integridad. No era más que mala hierba, un granuja que había seguido los pasos de su padre, el barón Dafydd, quien, a pesar del amor que le profesaba una mujer fina y hermosa, se dedicaba a ir tras las faldas de las criadas, las viudas, e incluso las esposas de sus amigos. Dafydd haría sido un soberano inconsciente por lo que concierne a las mujeres, y su esposa, lady Myrnna, había tenido que sufrir siempre en silencio, mordiéndose la lengua, sin hacer caso de los rumores que circulaban acerca de la infidelidad del barón y de los hijos bastardos que tenía, al mismo tiempo que ella le había dado cinco vástagos. Los cuchicheos decían que Dafydd, al margen de su matrimonio, había engendrado algunos hijos, tanto varones como hembras, e incluso una pareja de gemelos… Isa quiso desestimar esas historias, o al menos aceptarlas como exageraciones vertidas por lenguas ociosas y aburridas. Pero los rumores de las incursiones de Dafydd de Wybren en camas ajenas eran legendarios y, sin duda, había algún atisbo de verdad en ellos.

El viento fluyó a través los árboles desnudos y sacudió la capucha le Isa y el dobladillo de su túnica. Sintió que el frío de invierno le calaba los huesos.

Isa frunció el ceño en la oscuridad, sus ojos buscaban en la penumbra cualquier signo de vida, de la presencia que percibía. Pero nada se movió.

Volvió hacia el castillo.

¡Un chasquido!

Se oyó el crujido de una frágil ramita al quebrarse a través de la oscuridad. Isa se giró rápidamente. Clavó la mirada en el lugar de donde había salido el sonido. Buscando entre las sombras brumosas, no pudo distinguir nada entre los árboles esqueléticos, ningún movimiento, ninguna figura oscura que se agazapara cerca del arroyo. Su viejo corazón clamó, aunque se recordó a sí misma que existían criaturas en el bosque que no hacían ningún daño, animales que se movían por la noche y que estaban más asustadas ante la presencia de ella que a la inversa.

Sin embargo algo había cambiado. Lo sintió de nuevo, ese cambio sutil y peligroso en el aire. La piel se le erizó.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó con voz ronca, deslizando sus dedos hacia el bolsillo donde guardaba una pequeña daga que siempre llevaba consigo-. ¡Mostraos!

No obtuvo respuesta.

Sólo el murmullo del viento debido a la agitación de las ramas, el ulular suave de un búho y el cauce del agua helada corriendo pendiente abajo.

Los oídos de Isa se aguzaron. Lamió sus labios agrietados y se dijo que debía de haberse confundido. No había nadie oculto escudriñando sus movimientos. Nadie había visto su rito pagano. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de su cuchillo y volvió despacio hacia la torre. Con cuidado de no tropezar con las rocas del camino y las raíces de los árboles, logró tranquilizarse al divisar la torre, lejos de la amenaza que había sentido cernirse sobre el bosque.

«Sólo es producto de tu imaginación desmesurada -se dijo Isa-, nada más. La respiración que oyes son tus viejos pulmones asustados jadeando en busca de aire. El chasquido de la ramita seguramente era un jabalí o un ciervo que pasaban». Sin embargo, no había oído el gruñido de una criatura hozando la tierra, ni había notado cerca el olor de un animal.

Más bien había sentido el acecho en la oscuridad una mirada silenciosa y malévola, con un propósito que ignoraba.

Mirando al horizonte, vio Calon surgir sobre la colina. Los adarves presentaban un aspecto siniestro, las torres sombrías se erguían en la oscuridad de la noche. Ella se había opuesto al traslado de Morwenna y añoraba los días apacibles de la niñez de su señora en la casa de Penbrooke. Pero la voz de Isa no había sido tomada en consideración. Morwenna había negociado largo y tendido por su propia torre, y Kelan, finalmente, le había concedido la baronía que, Isa temía, iba acompañada con su propia historia, derramamiento de sangre y peligro.