¿De veras no había visto ella las señales?
¿No habían sido vividos sus sueños de derramamiento de sangre?
¿Acaso no sabía que el peligro la acechaba dentro y fuera de los muros del castillo?
– Por todos los santos -susurró.
Una vez cerca de la puerta, giró y se apresuró hacia el camino enfangado que llevaba a la torre de entrada, temiendo que alguna bestia de pesadilla saltara hacia fuera y la abordara.
No fue así.
No la atacó ningún dragón oscuro ni un mensajero del infierno.
Al apresurarse bajo la verja levadiza sin que ocurriera el menor incidente, soltó la empuñadura de su pequeño cuchillo, envió una plegaria de agradecimiento a la gran Madre y trató de serenarse. Lo que se había imaginado era únicamente producto de su propio miedo, que se condensaba en la mente.
No había nada malévolo en el bosque.
Ningún mal se escondía detrás de los árboles estériles.
Nada impío acechaba a Calon.
¿O sí?
Capítulo 6
– Os lo juro, abandoné el puesto por un minuto y la señora se coló en la habitación.
Vernon se ruborizó, mantenía la mandíbula encajada con convicción mientras permanecía de pie ante el escritorio de Alexander, frotándose las grandes yemas de los dedos.
Alexander había llamado a sir Vernon a su habitación, que se encontraba en la torre de la entrada. La puerta estaba entornada y los sonidos de las voces de la gente, el tintineo de la cota de malla y el raspado de las botas se filtraban a través de la ranura.
– Estaba en la letrina haciendo mis necesidades -explicó Vernon, cogido en falta, puesto que la excusa era débil-. Lady Morwenna es la señora de la torre. Ella puede ir a donde le plazca.
«Y con lo obstinada que es», pensó Alexander aunque no lo dijo en voz alta. Permaneció en absoluta calma, depositando su mirada con firmeza sobre las facciones enrojecidas de Vernon: obtendría más datos con el silencio y la paciencia que si dirigía un interrogatorio.
El corpulento guardia meneó la cabeza.
– Sé que no debería haber abandonado mi puesto y… y tenía que haber estado allí para tratar de disuadirla, o acompañarla a ver al preso.
Alexander no tuvo que hacer más que enarcar una ceja para que Vernon se corrigiera en un abrir y cerrar de ojos.
– Quiero decir, para ver a su invitado, pero… Ah, maldita sea, sir Alexander, me equivoqué en eso, lo admito. Encerradme en la mazmorra si es vuestro deber, o desterradme de Calon o cortadme la cabeza, pero, Dios santo, todo el mundo tiene que ir al lavabo de vez en cuando.
Alexander arqueó la otra ceja espontáneamente y se reclinó hacia atrás en su silla. Vernon era un hombre bueno. Simple, pero dotado de un corazón verdadero. Caminaría por encima del fuego si se lo pidiera pero se distraía con demasiada facilidad.
Como capitán de la guardia, Alexander no tenía otro remedio que castigarlo por desobediencia. Inclinándose hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa rayada y miró al soldado que había sido tan sincero.
– Te relevo de tus funciones, Vernon.
Los hombros del colosal hombre se desplomaron, hizo ademán de protestar pero se mordió la lengua con prudencia.
– Pasarás las próximas dos semanas en el adarve -dijo Alexander, sosteniendo la mirada fijamente sobre Vernon-. Más te vale no abandonar tu puesto por ningún motivo. Si tenéis que aliviaros, qué diantres, podéis hacerlo entre las almenas.
La mandíbula pesada de Vernon murmuró bajo la barba, pero no replicó.
– En quince días reconsideraré mi decisión.
– Gracias, sir -refunfuñó Vernon, y al abrir la puerta, tropezó con Dwynn, el tonto-. Sal de mi camino -le ordenó, esquivando al escuálido hombre, que le miró al pasar.
Dwynn entró en la estancia. Había cierta malicia bajo su expresión embotada, un atisbo de crueldad en sus ojos azules. Alexander no se fiaba de él. Aunque él, por otra parte, no se fiaba de nadie.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti? -preguntó a Dwynn mientras las suelas de las botas de Vernon sonaban escaleras abajo.
– La señora, me dijo que… -Hizo una pausa, se rascó la barbilla haciendo girar los ojos hacia arriba como si buscara en su cabeza-. Que…
– ¿Qué? -preguntó Alexander, armándose de paciencia.
– Que fuerais a verla.
– ¿Que la visitara?
– Sí. Quiere hablar con vos.
Dwynn parecía satisfecho consigo mismo, sus ojos de repente comenzaron a brillar y torció los labios delgados en una sonrisa de autocomplacencia.
– ¿En el gran salón?
– Sí. En el gran salón. Sí -Dwynn sacudió la cabeza rápidamente de arriba abajo, dio media vuelta y casi escapó corriendo escaleras abajo.
Alexander cogió su capa de un colgador y se la colocó sobre los hombros. Su corazón latía con mayor rapidez ante la idea de ver a Morwenna, aunque confesara al mismo tiempo que se comportaba como un estúpido.
Otra vez.
Estar al lado de ella era tan pronto una maldición como una bendición, pensó malintencionadamente mientras descendía por la escalera de la torre de entrada.
Se enamoró locamente desde el primer momento en que la vio.
Recordaba ese día de una manera muy viva.
Circularon rumores incontrolados acerca de que una mujer se iba a convertir en la máxima autoridad de Calon, y Alexander recibió una misiva de sir Kelan de Penbrooke donde le explicaba que enviaría a su hermana para supervisar y gobernar la torre. Alexander pensó que la idea era absurda. ¿Una mujer? ¿Una mujer sin un hombre que la orientara? Era una insensatez. Ridículo. Casi un sacrilegio. Según el punto de vista de Alexander, el hecho de que una mujer tomara el control de la torre supondría la ruina del castillo de Calon. Incluso había ido más lejos, llamándola para sus adentros «lord Morwenna», porque con toda certeza era una mujer que tenía que demostrar algo, una mujer que se consideraba un hombre. Probablemente sería una vieja bruja, ese tipo de mujer que viste con pantalones, bebe cerveza y es fea como un demonio.
Y entonces la vio.
Montaba con agilidad sobre un caballo español de pelo blanco por la torre de entrada y por el interior del patio. Una cabellera morena le resbalaba por la espalda, su falda carmesí ondeaba al inclinarse hacia el cuello del caballo y se movía con tanta facilidad como si formara un todo con su yegua.
– Corre, miserable bestia -gritó ella.
La yegua obedeció trotando sobre la hierba del patio, donde las gallinas y los gansos se desperdigaban entre cacareos y graznidos, los campesinos y los siervos abandonaron sus ocupaciones observando con pavor cómo ella frenaba las riendas cerca del gran salón, y el caballo, jadeando y con mirada huraña, aminoraba el paso hasta detenerse.
Con el pelo enmarañado, la cara sonrosada y unos ojos increíbles, la mujer había saltado ágilmente al suelo, hundiendo sus botas en el barro. Así y todo, ella era más alta que la mayor parte de las mujeres y tenía un porte regio que llevaba con tanta facilidad como su capa. Parecía ajena al hecho de que el dobladillo de su vestido se hubiera ensuciado y de que comenzara a lloviznar. Una sonrisa diferente a cualquiera que hubiera presenciado antes había jugueteado en sus labios llenos, mostrando una dentadura perfecta.
– ¿Quién es el responsable aquí? -preguntó a la pequeña muchedumbre que se había congregado para admirar el espectáculo, observando a la gente con la barbilla en alto por naturaleza y las cejas arqueadas.
Los carpinteros, las lavanderas, el sacerdote y una docena de personas estaban de pie cerca de la escalera de piedra de la torre. Pero ninguno pudo articular palabra. Parecía que todos se hubieran quedado mudos de asombro.