Alexander salió disparado por la escalera abajo y anduvo dando zancadas a lo largo de la hierba pisoteada.
– ¿Milady? -preguntó-. ¿Lady Morwenna?
Ella se había dado la vuelta con prontitud y le contempló la cara. Sus inteligentes ojos de un color negro azulado se entrecerraron mientras lo examinaba.
– ¿Y vos quién sois?
– Sir Alexander, capitán de la guardia. A vuestro servicio -se presentó, y se arrodilló en el barro, lo que provocó la risa de ella, un sonido profundo y gutural que le había tocado el alma.
– Oh, por favor, no hagáis eso… -Al echar una mirada alrededor del patio, advirtió que todas las personas allí presentes habían inclinado su cabeza-. Oh, bien… No necesitaremos nada de esto, de momento. Estoy cansada, hambrienta y necesito un baño desesperadamente. Y mi caballo…
Alexander hizo una señal con la cabeza a un escudero que miraba boquiabierto detrás de un almiar.
– George, toma la yegua de la señora y comprueba que la alimenten y la cepillen. -Se dirigió de nuevo a la señora-: Entremos dentro. Os presentaré a los criados y os aseguro que todas vuestras necesidades serán atendidas. -Hizo señas a la pequeña muchedumbre que se había congregado-. ¡Todo el mundo de vuelta al trabajo!
Antes siquiera de que alguien se moviera, irrumpieron en la torre más caballos. Un grupo de siete personas, dos mujeres y cinco hombres vestidos como guardias, pasaron a través de la puerta levadiza y entraron en el patio de armas.
– Edward, avisa al encargado de la cuadra que tenemos más caballos para el establo. Es preciso que los refresquen, los cepillen, les den de comer y los abreven. Que John envíe a su hijo Kyrth y a otro de los mozos a que se ocupen de ellos.
Edward asintió con la cabeza, su pelo se oscureció bajo la lluvia mientras salía corriendo hacia el establo.
– ¡Lady Morwenna! -gritó una anciana que daba saltos incómodamente en la silla de montar de un caballo con el lomo combado, mientras trataba desesperadamente de mantenerse a horcajadas.
Los ojos de la señora se arrugaron en los contornos.
– Ésta es Isa -le susurró a Alexander-, mi vieja nodriza. Nunca deja de presumir de haberme traído al mundo. A veces lo mejor es fingir que es la soberana… Hace que las cosas vayan sobre ruedas. Por lo que se refiere a mi hermana -dijo Morwenna, alargando su barbilla aguda en dirección a la mujer más joven, que montaba con agilidad un caballo castaño del que tiraba de las riendas en ese momento-, de ninguna manera le permitáis pensar que tiene vela en este entierro.
Cuando el pequeño grupo se acercó, se hacía patente que los guardias que habían acompañado a lady Morwenna se mostraban reacios a quien servían. Los cinco frenaron sus caballos y desmontaron con expresión rígida e inflexible.
– Me advirtieron que me quedara con ellos -admitió Morwenna con voz queda, y luego carraspeó-. Creo que estoy en problemas.
«No -pensó Alexander en aquel momento-, yo tengo el problema».
A pesar de que la había conocido hacía un instante, se había enamorado de ella perdidamente. Qué ridículo, nunca le había pasado nada semejante. Bueno, se había enamorado en alguna ocasión pero, por regla general, después de beber unas pintas de cerveza, y se trataba siempre de una chica atractiva a la que olvidaba al día siguiente. Pero nunca, en sus treinta años, había sentido algo tan fuerte en su corazón, tan improbable, sin desearlo y, sin ninguna duda, tan poco aconsejable.
Era una insensatez, y Alexander se sintió orgulloso de tener el pensamiento claro. Había alcanzado su posición en Calon en virtud de su valor, su inteligencia y, por supuesto, sirviéndose de alguna intriga. Esperaba que después de ese día fatídico, volviera la lucidez y su predilección por la señora se difuminara en la nada irrisoria.
Desde luego, no fue así. Su vida había cambiado desde el momento que había puesto los ojos en ella. Y ahora su suerte estaba echada.
Aunque era imposible, aunque no compartía y nunca compartiría su posición, amaba a Morwenna más que cualquier hombre amaría a una mujer.
Y todo era en balde, lo sabía ahora mientras empujaba la puerta de la torre de entrada y le sacudía una ráfaga de viento helado.
Lady Morwenna se había prometido con un barón, un hombre de alcurnia como ella.
Y un hombre que era un bellaco. La bilis le subió hasta la parte posterior de la garganta. Lord Ryden de Heath. Un barón rico que casi le doblaba la edad y que ya había enterrado a dos mujeres. Los orificios nasales de Alexander se ensancharon y cerró un puño mientras se acercaba resueltamente a la leve subida que sonaba a la torre.
Él no podía hacer nada. Era el hijo único de una lavandera, sin la figura de un padre del que ni siquiera había oído hablar. Que hubiera alcanzado su posición en Calon había sido una cuestión de astucia, de agallas y ambición. Su valor en el combate se debía a un único objetivo y sólo uno: ganar poder.
Pero, por mucho que hiciera, nunca podría convertirse en noble.
Y como tal, nunca sería capaz de ganarse un lugar en el corazón de la señora.
Capítulo 7
– No castiguéis a sir Vernon -le ordenó Morwenna cuando el capitán de la guardia y ella se sentaron frente al fuego del gran salón. Era obvio que Alexander estaba irritado y molesto con su centinela e, intuyó ella, consigo mismo-. Fue culpa mía. Le engañé deliberadamente. Estaba despierta y esperé hasta que se fuera a las letrinas para colarme en la habitación -admitió.
Alexander la observó, luego lanzó una mirada a lo lejos.
– Es mi deber velar por vuestra seguridad, milady -le recordó-. ¿Cómo puedo hacerlo si engañáis a los guardias que os asigno?
– No es culpa vuestra.
– Entonces, ¿de quién?
– Es mía.
Alexander frunció el ceño, su expresión era tan sombría como la medianoche.
– Hay otra cuestión. Si podéis engañar a mis guardias con tanta facilidad, otros también pueden. Otros que quieran haceros daño a vos o hacérselo a esta torre.
– Castigar a sir Vernon no cambiará nada.
Arqueó una ceja en señal de duda.
– ¿No creéis que sirva para dar ejemplo?
– No, cuando fui yo la única que lo embauqué.
– Ah…, lo embaucasteis. Eso es a lo que me refería exactamente. Nadie debería ser capaz de embaucar a un guardia de servicio. Estoy profundamente decepcionado con sir Vernon.
– ¿Y conmigo? -preguntó, buscando un gesto de rechazo bajo su barba-. No me mintáis, sir Alexander.
– Esperaría que si deseáis hacer algo que conlleve el más ligero peligro, confiarais en mí para velar por vuestra seguridad -dijo él, mirándola fijamente.
– Os preocupáis demasiado, sir Alexander.
– Me pagáis para que me preocupe.
– Os pago para que protejáis el castillo.
– Y a vos -afirmó con un trago largo de vino.
Los ojos le traicionaron durante un segundo, transmitiendo emociones que no tardó en disimular.
– Aprecio vuestra preocupación.
Alexander dejó la copa y se aclaró la garganta.
– El castigo de sir Vernon, si queréis, será pasar los próximos quince días en el muro este. Después… ya veremos.
– ¿Me enviaríais al adarve a mí también?
Él sonrió abiertamente, mostrando sus dientes blancos recortados entre la barba.
– No, milady, temo que debería encerraros en la torre más alta y guardar la llave con una cadenita al cuello.
– Al menos no es la mazmorra.
Los ojos oscuros de Alexander chispearon y Morwenna pensó que estaba a punto de tomarle el pelo y decirle que le encantaría enjaularla tras los barrotes de hierro de las celdas que había en el nivel más bajo de la torre, pero se limitó a mover la cabeza, y su sonrisa se desvaneció.