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La broma se disipó en el aire al aparecer el médico, que se deslizó precipitadamente por la escalera.

– ¿Podría intercambiar unas palabras con vos, milady? -preguntó.

– Desde luego.

Sir Alexander se puso de pie raudo, estirando la columna vertebral hasta tensarla del todo y adoptar una postura autoritaria. Alexander, media cabeza más alto que el médico, clavó una mirada en éste hasta obligarle a apartar la suya, aunque parecía ligeramente avergonzado de que le hubieran sorprendido riéndose y bebiendo vino con la señora de la torre.

– Me ocuparé de la situación, milady -dijo él, mientras le hacía una rápida reverencia con la cabeza.

– Creo, capitán, que deberíais oír esto también -dijo Nygyll.

– ¿Tenéis noticias del hombre? -preguntó Morwenna.

Hizo señas a Nygyll y a Alexander de que tomaran asiento en los taburetes cerca del fuego. Un muchacho añadió madera a los leños que ardían en la chimenea y una muchacha silenciosa sirvió otra copa de vino a instancias de la mirada atenta de Morwenna y que ésta le hiciera una señal con la cabeza.

– El paciente está mejorando.

– ¿Sí? -Ella no pudo menos que sentir un arranque de alegría-. Tan pronto.

– Es un hombre fuerte.

– Sí, es cierto.

Morwenna había visto por sí misma sus brazos musculosos y su torso, intuyendo que era un guerrero de rango a pesar de las ropas andrajosas con que vestía. La expresión de Alexander era sombría y se movió como si tuviera ganas de irse.

– Hemos oído rumores -prosiguió Nygyll tras examinarse las manos- de que el paciente podría ser Carrick de Wybren.

– Son sólo chismes y suposiciones desencadenados por el anillo que lleva puesto.

– El anillo ha desaparecido -dijo Nygyll suavemente.

– ¿Qué? -Morwenna se quedó helada.

– He dicho que el anillo ya no está en el dedo del hombre.

– Pero si todavía lo llevaba puesto anoche…

– ¿Anoche?

– Sí. Bastante tarde. Me aseguré con mis propios ojos.

¿De veras lo había visto? Al mirar su cuerpo magullado, había buscado lunares o cicatrices o… Con toda certeza todavía llevaba el anillo. Si no lo llevaba puesto, se habría dado cuenta, ¿no?

Nygyll debió de leer la duda en sus ojos.

– Debéis estar equivocada -la cortó sir Alexander-. El prisionero, quiero decir, el paciente, ha estado bajo vigilancia desde el momento en que llegó a Calon.

– ¿Estáis seguro de que el anillo ha desaparecido? -preguntó Morwenna al médico.

– Podéis comprobarlo.

Morwenna aligeró el paso y en unos segundos cruzó el gran salón. Sir Alexander la seguía casi a su altura y Nygyll les pisaba los talones.

Morwenna subió volando la escalera, no hizo caso del guardia, abrió de un golpe la puerta de la habitación de Tadd y encontró al hombre en el mismo lugar donde lo había dejado la noche pasada.

El paciente, con el mismo aspecto espantoso que de costumbre, no se había movido. Estaba tendido sobre la cama, el pelo oscuro se le rizaba sobre la frente magullada, las costras de sangre le cubrían la carne maltratada.

Avanzó resuelta hasta el lado opuesto de la cama, donde la mano derecha del paciente permanecía oculta bajo la colcha. Sin pensárselo dos veces, retiró bruscamente la manta y vio los dedos, los nudillos hinchados y resquebrajados, las uñas rotas.

Tal como Nygyll había dicho, la mano estaba desnuda. En el dedo corazón de su mano derecha, el anillo brillaba por su ausencia.

El estómago se le encogió.

– ¿Cómo se lo han podido quitar? -exigió ella-. Tiene los dedos hinchados, las articulaciones… Dios mío.

Entonces reparó en la carne desgarrada del dedo y el nudillo rojo por la sangre fresca.

– El dedo está roto, la articulación también -dijo Nygyll, que entraba en la habitación detrás de sir Alexander.

En su imaginación Morwenna presenció cómo arrancaban el aro de oro del dedo del hombre inconsciente.

– Madre de Dios -acertó a susurrar.

Alexander vio la mano del hombre todavía herida.

– No es posible -exclamó sin ninguna inflexión, observando la sangre.

– El centinela falló -sentenció el médico.

Antes de que el capitán de la guardia pudiera defender a sus hombres, Nygyll añadió.

– Quienquiera que fuera detrás del anillo estaba desesperado y tuvo que trabajar rápido. -Su mirada aterrizó sobre la cara descolorida del hombre-. Es un ser afortunado.

– ¿Afortunado? -repitió Morwenna, con el estómago revuelto.

– Afortunado de que no le cortaran el dedo. -Nygyll frunció los labios y tomó la mano ensangrentada del hombre-. Si querían apoderarse del maldito anillo podrían haberle serrado el dedo por debajo de la articulación.

– Por el amor de Dios, ¿quién iba a ser capaz de hacer tal cosa? -susurró ella, mientras sentía que empalidecía.

– No lo sé. -La mirada fija de Nygyll se posó en el corpulento hombre que estaba de pie a su lado.

La mandíbula de Alexander se deslizó a un lado y los ojos se le achinaron mientras miraba alrededor de la habitación.

– Os doy mi palabra, milady -juró con ojos graves y ardientes por una furia contenida-. Encontraremos al bastardo que hizo esto.

– Tal vez deberíais interrogar al guardia -sugirió Nygyll.

– Tal vez deberíais ocuparos de vuestro trabajo como médico y dejar que yo me las apañe con el mío -espetó Alexander dedicando una mirada feroz e inflexible al médico.

– ¡Tal vez deberíais comprobar que hacéis el vuestro correctamente! -contestó Nygyll con vehemencia, y se dirigió a Morwenna-. Está claro que alguien pasó por delante del centinela, entró en la habitación, arrancó el maldito anillo del dedo del paciente y se ocultó de nuevo en la oscuridad de la noche. Hemos tenido suerte de que no pasara nada más, ya que podrían haberle cortado el cuello a este hombre -dijo mientras señalaba al paciente, y luego dio la espalda a Alexander como si no valiera la pena consultar al soldado.

Como viera que una joven criada asomaba la cabeza por la puerta, Nygyll levantó un brazo y chasqueó los dedos.

– Oye, Mylla, no te quedes ahí boquiabierta y sé útil. -Tenía los labios fruncidos y blancos alrededor de las comisuras, los orificios de la nariz abiertos por la agitación-. Necesitaré agua caliente, compresas de lino frescas y milenrama para la herida… Ah, y alguna consuelda. Envía a alguien al boticario, eso es: consuelda y milenrama. ¿Lo has entendido?

La muchacha asintió con la cabeza y se alejó a toda prisa.

Nygyll dirigió de nuevo su mirada a Morwenna.

– Ahora, milady, si me perdonáis -dijo con una voz que había perdido la modulación áspera y autoritaria- necesito ocuparme de mi paciente.

– Desde luego.

Morwenna echó un último vistazo al hombre con un nudo en el estómago. ¿Quién habría sido capaz de hacer tal cosa? ¿Por qué? ¿Era el emblema de oro de Wybren el motivo de que el desconocido hubiera sufrido el ataque? ¿Quién lo querría? Su valor sólo importaría a los miembros del castillo de Wybren a menos que hubieran robado el anillo para fundirlo. ¿O acaso el anillo representaba un trofeo, un pequeño premio para recordar al agresor cómo, de algún modo, había engañado a su dueño? ¿Había vuelto el atacante y había consumado el robo?

Entonces, ¿por qué, como sugirió Nygyll, no le cortó simplemente el dedo para ir más rápido?

Sir Alexander le seguía a un paso refunfuñando camino a la escalera.

– ¿Quién puede haber sido? -preguntó ella.

– No lo sé. Pero lo averiguaré. -La voz de Alexander era fría como el acero-. Quienquiera que haya sido nos ha demostrado que puede moverse por la torre a su antojo. Quiere que sepamos de su existencia, alardea de su poder. De no ser así, ¿por qué no matar simplemente al paciente y acabar con todo?

Algo en el interior se le erizó y notó que el vello de los brazos se le ponía de punta.