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«Pero no lo hiciste. No sabes ni siquiera dónde estás. Tal vez seas su prisionera y ésta sea tu celda. ¿Es posible que te retenga aquí para que seas su esclava, para que le cuides, te acuestes con él y acates todas sus órdenes?»

– Si no quieres marcharte, entonces lo haré yo -dijo Morwenna.

Dejó de mirarle y buscó su ropa en el suelo y en el colgador cerca de la puerta.

– ¿Eso harás? -se burló él.

Se acomodó en la cama cada vez más cerca y jugueteó con un dedo alrededor de la boca de ella. Sintió un cosquilleo de placer en la piel. Una oleada de lujuria le recorrió la sangre.

– Creo que no lo harás.

– Bastardo.

Se rió de ella, deslizó el dedo todavía más abajo y apartó a un lado la ropa de cama, dejando al descubierto su pecho, mirando cómo el pezón respondía a su escrutinio. Aunque Morwenna sabía que estaba cometiendo un error irreparable, volvió la cara hacia la de él, sintió el calor de su aliento sobre la piel, entendió que nunca sería capaz de oponerle resistencia. Un calor sofocante invadió sus zonas más íntimas y suspiró mientras él se abría camino poco a poco y deslizaba los dedos encallecidos con lentitud por su carne trémula.

Él inclinó la cabeza y depositó un beso sobre el vientre desnudo de ella…

Ella gimió, el calor se apoderó de su cuerpo. Entonces sintió que no estaban solos, que unos ojos ocultos observaban todos y cada uno de sus movimientos. Alguien o algo con malas intenciones.

Pero ¿desde dónde? ¿En el techo vacío por donde ella veía las estrellas que destellaban a través del cielo…? ¿O era más cerca, en la misma habitación donde estaban?

– ¡Morwenna!

Alguien la estaba llamando, pero nadie la importunaría cuando el hombre a quien ella había amado con todo su corazón había vuelto.

– ¡Morwenna!

– ¡Morwenna!

Abrió los ojos.

El sueño se evaporó como un fantasma ahuyentado por la luz de la mañana.

El perro, que estaba a sus pies, resopló malhumorado.

– ¡Dios mío!

Se incorporó en la cama y se apartó el cabello de los ojos. Había sido un sueño. Simplemente un maldito sueño, de nuevo. ¿Cuándo iba a aprender de una vez por todas?

No había nadie en su habitación, ningún guerrero misterioso dispuesto a seducirla, ningún antiguo amante de regreso. Estaba sola. Y, con todo… sintió que pasaba algo, como un soplo de viento en un sepulcro sellado. Sintió un hormigueo por la piel al acurrucarse entre las sábanas.

– ¡Qué imbécil! -dijo entre dientes, obligándose a respirar normal.

Estaba en sus aposentos del castillo de Calon, en su habitación, en su torre, la que su hermano Kelan le había confiado. Miró alrededor de la amplia cámara, cuyas paredes estaban encaladas y cubiertas de tapices con escenas vibrantes. El techo, que se elevaba por encima de las vigas transversales, estaba intacto, la lumbre en la chimenea quemaba los rescoldos, los postigos de las ventanas dejaban penetrar tan sólo un rastro gris que anunciaba la llegada del amanecer. Todo estaba en su lugar. Incluso el perro, un perro sin pedigrí que heredó cuando su hermano le asignó Calon, dormía profundamente. Sus ronquidos alborotaban el pelo de la manta de conejo, extendida de cualquier manera a los pies de la cama. Había permitido que la molestaran las viejas habladurías que circulaban sobre la existencia de fantasmas en la torre. Eso era todo.

– ¡Lady Morwenna! -La voz desesperada de Isa retumbó en el vestíbulo.

Morwenna se sobresaltó. El perro, de repente despierto y en estado de alerta, brincó desde la cama y ladró como un desaforado, como si estuviera sonando una alarma.

– ¡Cállate, Mort! -le ordenó Morwenna.

El animal agachó la cabeza y gruñó en voz baja en señal de desobediencia.

Un golpe ensordecedor estalló contra la puerta.

– ¿Milady?

– ¡Ya voy! -gritó Morwenna, irritada por la urgencia en la voz de Isa.

La anciana mujer siempre estaba preocupada por el futuro, sus ojos octogenarios vislumbraban el peligro y la oscuridad en cada esquina. Morwenna se puso a toda prisa la túnica y corrió hacia la puerta hasta que los golpes se reanudaron contra los delgados paneles de roble.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Descorrió el pestillo de la puerta, la abrió y encontró a Isa, con la cara pálida y los labios fruncidos. Junto a ella, en el vestíbulo oscuro, estaba uno de los cazadores a su servicio. Jason, un hombre alto y desgarbado, con la piel ajada y dentadura a juego, dando vueltas al sombrero que tenía entre las manos.

– ¿Qué ocurre?

– Han encontrado a un hombre en las puertas del castillo -dijo Isa, con la voz entrecortada. Los mechones del pelo, que una vez fueran rojizos, podían entreverse por debajo de su hábito y los ojos de color azul claro parpadeaban con nerviosismo-. Tiene las horas contadas, le han golpeado casi hasta la muerte. -Frunció el ceño y los labios se le tensaron-. El ataque ha sido tan salvaje que nadie… -respiró profundamente-… ni siquiera su padre podría reconocerle. -Isa sacudió la cabeza y la capucha del hábito se le deslizó hasta los hombros-. Dudo que viva un día más para contarlo. Decídselo, Jason.

– Es cierto -admitió el cazador-. Lo encontré cuando perseguía un ciervo antes del amanecer. Pasé por encima de un tronco podrido y ahí estaba, sucio y cubierto de hojas, apenas respiraba.

– ¿Dónde está ahora?

– En la torre de entrada. Sir Alexander cree que puede tratarse de un espía.

– Un espía moribundo -puntualizó Morwenna.

Isa asintió con la cabeza y la miró como si quisiera decir algo más, pero finalmente se mordió la lengua.

– ¿Le ha visto el médico?

– No, milady, todavía no -dijo Isa.

– ¿Por qué no? -preguntó Morwenna-. Nygyll debe examinar a se hombre de inmediato.

Isa no respondió. La animadversión que sentía por el médico era fuerte.

Morwenna hizo caso omiso de tales sentimientos.

– Lleven al herido a la torre, donde esté caliente. Tal vez pueda salvarse.

– Es poco probable.

– Pero lo intentaremos. -Morwenna recorrió con la mirada el pasillo y se detuvo ante la puerta de un cuarto vacío-. Que lo lleven a los aposentos de Tadd.

– No, milady -replicó Isa apresuradamente-. Eso no sería prudente… a tan poca distancia de vos.

– ¿No dijiste que estaba en las últimas?

– Sí, pero no podéis fiaros.

– ¿Acaso tú también crees que es un espía?

Isa asintió con la cabeza, el rostro se le arrugaba más de lo habitual cuando cavilaba. Miró a Morwenna mientras daba vueltas al dobladillo de la manga con los dedos nudosos y luego apartó la mirada rápidamente.

A Morwenna, el vello de la nuca se le puso de punta.

– Hay algo que no me cuentas -le dijo, recordando que se había sentido observada durante el sueño-. ¿Qué es, Isa?

– Algo se está tramando, lo presiento pero todavía no puedo precisarlo. -De repente, la anciana mujer cogió a Morwenna por el brazo y al instante los ojos se le tornaron oscuros como boca de lobo, las pupilas se le dilataron como si acabara de experimentar una de sus premoniciones-. Por favor, milady -susurró ella-, temo por vuestra seguridad. No debéis correr ese riesgo.

Morwenna quiso discutir pero no pudo. Demasiadas veces en el pasado las premoniciones de Isa se habían demostrado como ciertas. ¿Acaso no auguraba que la esposa del alfarero tendría trillizos y que moriría durante el alumbramiento del tercero? ¿No había advertido del ataque relámpago a la muralla de Penbrooke y de que, al cabo de quince días, una flecha, que por poco no alcanzó a su hermano Tadd, acertaría al árbol situado en el centro de la muralla se partiría y quedaría reducido a cenizas? Luego aconteció la muerte misteriosa de la esposa de un comerciante. Isa juró que la mujer había sido envenenada, y cuando ya todo estaba dicho y hecho, se demostró que el marido había obligado a la pobre mujer a beber cicuta al descubrir que se acostaba con el molinero. Durante la mayor parte de sus sesenta y siete años, Isa había visto cosas que los otros no podían.