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– Está intentando demostrar que el hombre es vulnerable.

– No sólo el paciente, sino todos los que habitan en la torre -dijo Alexander, con seriedad.

– ¿Cómo pudo alguien pasar por delante del guardia…? -comenzó a decir ella, pero después recordó con qué facilidad había engañado a sir Vernon.

– Eso es exactamente lo que tengo la intención de averiguar.

Unos gritos lanzando órdenes, una risa tintineante y el chirrido de las patas de la mesa que se arrastraban por el suelo los saludaron mientras Morwenna y Alexander avanzaban por el interior del castillo.

– ¡Morwenna! -Bryanna se precipitó a través de la puerta, al lado del pie de la escalera. Al divisar a su hermana, se apresuró a alcanzarla-. ¿Es eso cierto? ¿De veras alguien ha robado el anillo del señor Carrick?

– No sabemos si el paciente es Carrick de Wybren -la cortó Alexander.

– Pero, ¿qué pasa con el anillo? -insistió de nuevo-. ¿Lo han robado? ¿Alguien ha burlado la vigilancia del guardia?

– Eso parece -respondió Morwenna, irritada, mientras se dirigía al pie de la escalera a lo largo del gran salón.

Allí los mozos ajustaban las mesas y los bancos, y Alfrydd, el administrador, inspeccionaba el trabajo con ojo experto, aunque escéptico.

Dwynn atizaba el fuego agachado al lado de la chimenea y daba la vuelta a los trozos de roble musgoso, lo que hacía que las llamas crujieran y chisporrotearan. Su mirada atenta perseguía las chispas diminutas mientras se elevaban hacia el alto techo.

Mort, que descansaba en la esquina, ladró suavemente mientras se levantaba y se acercaba meneando la cola. Al notar la presencia del perro, Dwynn le echó una mirada a Morwenna y se puso de pie con cierta dificultad. Con nerviosismo se sacudió el serrín y las astillas de las rodilleras de los bombachos, y se volvió de nuevo hacia las llamas.

– Milady -dijo con la cabeza un poco cabizbaja, como si le hubieran sorprendido robando de la despensa del cocinero-. No estaba haciendo nada malo… Quiero decir… El fuego… necesitaba…

– Está bien, Dwynn -le aseguró ella.

Dwynn esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Os gusta?

– Sí, gracias -respondió ella, aunque su mente estaba en otra parte.

Dwynn, satisfecho, agarró una cesta vacía y se dirigió fuera. Morwenna le prestó poca atención, puesto que Bryanna no paraba de requerir información.

Aunque Bryanna bajó el volumen de la voz, seguía ruborizada por el entusiasmo y los ojos le brillaban de regocijo.

– Dime -insistió ella-. Carrick, quiero decir el paciente ¿está ileso? -Como si al instante comprendiera que sus palabras rayaban en la estupidez, se apresuró a añadir-: Quiero decir si ya no sufrió más daño.

– No, que nosotros sepamos. Nygyll está con él.

– Avisaré al alguacil, milady -dijo Alexander-, y volveré para informaros.

– Bien.

Alexander, tras inclinar la cabeza, se alejó a grandes zancadas hacia el exterior a través de la puerta principal, deteniéndose sólo un momento para decirle algo al guardia. El hombre escuchó, asintió de manera tajante y enderezó la espalda mientras Alexander desaparecía. La puerta se cerró de golpe tras él.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Bryanna, tirando de la manga de Morwenna-. Primero encuentran a un hombre medio muerto, al que han propinado una paliza y que, tal vez, fuera víctima de una emboscada. Y luego, mientras está inconsciente, ¡le roban el anillo en este mismo castillo! ¡Bajo vigilancia!

– No lo sé -admitió Morwenna.

– ¿Crees que la persona o el grupo que le atacaron viven aquí? -gesticuló señalando el castillo.

– No sé ni siquiera si el anillo era realmente suyo. Tal vez lo había robado.

– ¿Por qué la persona que lo agredió y lo dio por muerto no cogió el anillo en ese momento? ¿Durante el ataque?

– Quizás algo le asustara.

Morwenna miró más allá de su hermana y vio que Dwynn se había vuelto a acercar al fuego, se ponía en cuclillas cerca de los morillos donde reposaban los troncos posteriores y atizaba los rescoldos. Morwenna sospechó que se esforzaba en escuchar cada palabra de la conversación. Por el rabillo del ojo, Morwenna observó cómo pinchaba un trozo de leña rebelde con el atizador de hierro y su cara, donde se reflejaba la luz dorada de las llamas, parecía tan infantil e inocente que Morwenna dudó de sus suposiciones. ¿Por qué lo consideraba una persona calculadora?

Como si Dwynn presintiera que Morwenna tenía los ojos clavados en él, la miró. Por un instante, Morwenna pensó que había vislumbrado algo turbio en sus ojos, antes de que se girara de nuevo; su comportamiento infantil se restauró mientras miraba fijamente una vez más las ávidas llamas.

– Tal vez algún otro robó el anillo -dijo Bryanna, bajando el volumen de su voz hasta convertirla en un susurro.

– ¿Algún otro? -repitió Morwenna, conduciendo a su hermana fuera del gran salón, lejos de oídos ocultos y ojos curiosos.

– ¡El ladrón! -dijo Bryanna al borde de la exasperación-. Puede estar entre nosotros ahora mismo. El traidor podría ser cualquiera de los criados o los comerciantes o incluso los guardias. -Como para añadir convicción a sus palabras, arqueó una ceja.

En ese momento, una criada con un cesto de la lavandería lleno hasta rebosar se dirigió a la escalera.

– Estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Morwenna para no añadir más leña al fuego mientras acompañaba a su hermana hacia la escalera que conducía al patio.

Con todo, los ojos de Bryanna brillaban de entusiasmo ante el misterio del robo. Ese era el problema de la muchacha, pocas veces se imaginaba qué horrible podía ser una situación como ésta.

– Es probable que no estés haciendo todo lo que está en tu mano para arreglarlo.

«Oh, qué equivocada estás», pensó Morwenna, pero se limitó a decir:

– El tiempo tiene la última palabra. Sir Alexander encontrará al ladrón.

Morwenna esperó que sus palabras sonaran con mayor convicción de la que en realidad tenía. ¿De veras conocía a los habitantes de la torre?

Bryanna estaba en lo cierto. La mayor parte de los criados y de los campesinos que residían allí sabían mucho más sobre Calon que ella. Había oído rumores que circulaban acerca de que el castillo estaba encantado, que se podía oír rondar a los fantasmas y deslizarse a través de las paredes, pero no había hecho caso de las habladurías, ni siquiera cuando había sentido que la miraban a solas. Era su mente la que le jugaba malas pasadas. Nada más. O, al menos, trataba de convencerse de que así era.

Capítulo 8

Desde su escondite, detrás de las colmenas, Runt, el espía, observaba la puerta principal de la torre. Dos guardias flanqueaban el gran pórtico de roble y ambos estaban bien despiertos, sus miradas atentas recorrían el patio de armas sumido en la penumbra. Por suerte para Runt, la noche era cerrada, la niebla envolvía las almenas, ocultaba las torres y se tornaba más espesa alrededor de los edificios más pequeños que había en el interior de los gruesos muros de Calon.

Seguramente había algún modo de conseguir entrar en el gran salón, pensó Runt, mientras se preguntaba cómo podía colarse dentro sin ser visto. Era un hombre de aspecto ordinario y se lo conocía como un campesino que pasaba inadvertido durante el día. Pero por la noche su presencia destacaría y los guardias, siempre vigilantes, se habían vuelto más celosos en su cometido desde que se había encontrado al hombre.

Runt estaba impaciente por ver al desconocido con sus propios ojos, pero hasta ahora sus expectativas se habían visto truncadas. Si los rumores demostraran ser ciertos y fuera en realidad Carrick…

Una mano enguantada le tapó la boca a Runt, mitigando su grito.

Otra esgrimía un cuchillo en su cuello.