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– ¡Shhh! -le silbó su atacante al oído-. Si valoras tu patética vida, no te muevas.

Las rodillas de Runt flaquearon y casi se orinó encima.

La hoja del cuchillo le presionó el cuello y apretó los ojos, con la certeza de que ése era su último respiro.

– Sé por qué estás aquí -le dijo la voz, ronca y débil, como si su atacante la estuviera camuflando-. Y te diré lo que quieres saber. Sí, el hombre que han encontrado es Carrick de Wybren. Sí, está a las puertas de la muerte. Y, sí, es fundamental que se lo digas a quien te envió.

Runt quiso discutir, tratar de convencer con mentiras de que él era inocente, pero sentir el filo del cuchillo bien afilado le impidió articular una palabra.

– Dile a tu amo que lo averiguaste de boca de los criados. No menciones nuestro encuentro porque, si lo haces, me enteraré y te rebanaré la garganta tan rápido que no te darás cuenta de lo que ha pasado hasta el momento en que veas fluir tu propia sangre por el cuello.

A Runt se le meneó la nuez de la garganta y el sudor le resbaló por la frente.

– ¿Entendido? -preguntó la voz y, antes de que Runt pudiera contestar, sintió una respiración caliente contra su oído-. ¿Entendido?

Un pinchazo de cuchillo, suficiente para perforarle la piel.

Runt asintió en el acto.

– Bien. Ya que encontraste el camino hasta aquí, confío en que encuentres la manera de salir sin que te aviste la guardia. No me falles -le advirtió su agresor-, o juro que te perseguiré y te mataré.

Su atacante retiró la mano con brusquedad y se alejó a toda carrera a través de la bruma, que no había parado de aumentar. Runt cayó contra las colmenas inactivas y soltó despacio la respiración.

Le habían descubierto.

Sabían que era un espía.

Y, con todo, le habían dejado con vida.

Por ahora.

Tragó el miedo y se enderezó. ¿Quién le había descubierto? ¿Quién se le había acercado con tanto sigilo que ni siquiera se había dado cuenta? ¿Era un hombre o una mujer? Runt no lo sabía ni le importaba. Le traía sin cuidado. Lo único que de verdad le interesaba era salir de Calon antes de que aquel desconocido volviera a por él.

Un dolor penetrante le atenazó de repente.

Le quemaba todo el cuerpo.

Ardía de la cabeza a los pies.

Sintió el sudor, la sal que se filtraba en sus heridas, y apenas era consciente de otra cosa salvo la intensa agonía que resquebrajaba su cuerpo.

«Estoy solo», pensó, pues no oyó ninguna voz, ni un sonido de pisadas de botas sobre el empedrado, alguna respiración que le rondara a su lado.

Apretó los dientes, olvidó el dolor y trató de pensar por encima de la agonía.

«¡Piensa! -se dijo para sus adentros-. ¿Dónde estás? ¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí?»

Pero, Dios santo, el dolor…

«¡No… No pienses en él! Concéntrate, maldita sea. Mira lo que pasa. ¡Mira a tu alrededor! ¡Hazlo!»

Poniendo todo su empeño, intentó abrir un ojo y fracasó. Su párpado no consiguió hacer más que un tic.

«Estoy ciego -pensó miserablemente-. No puedo ver».

«¡No! No puedes levantar el párpado… todavía. ¡Inténtalo otra vez! El tiempo se te escurre de entre los dedos».

Sus dedos… Ay, Dios, cómo le dolían.

Dios mío, ¿cuánto tiempo llevaba allí?

¿Dónde estaba? En algún castillo, aunque no se acordaba del nombre.

Habían barajado la posibilidad de trasladarlo a la mazmorra, pero ella, Morwenna, se opuso, y parecía que ella era la señora de la torre. «Morwenna». Por todos los santos, ¿por qué le resultaba tan familiar aquel nombre? Resonaba en su mente… «Morwenna, Morwenna, Morwenna…» le atormentaba, evocaba recuerdos que emergían muy cerca de la superficie para sumergirse de nuevo.

«¿Cómo os conocí?»

¿Qué importaba eso? Estaba muriendo. Nadie podía soportar ese tipo de dolor y sobrevivir. Sus ojos ardían, sentía la cabeza dos veces más grande de su tamaño normal, le dolía el cuerpo y la mano… Dios santo, sintió como si su mano derecha se le desgajara del cuerpo. Era como si Satán le hubiera cortado el dedo… o todos ellos. Contrajo los músculos, se concentró con tanta fuerza que su cabeza estuvo a punto de estallar, intentó otra vez levantar su mano, abrir los ojos… pero no pudo. Le temblaba el cuerpo… El estómago vacío se le desgarraba y de repente la oscuridad le llamó de nuevo, despacio y de manera seductora, atrayéndole hacia sí. El dulce, dulce olvido le llamaba, prometiéndole alivio y, maldita sea su cobardía, se dejó desplomar de buena gana en sus confortantes brazos, que le esperaban…

Reinaba la oscuridad.

El castillo se había dormido deprisa.

El Redentor se arrastró por los pasillos secretos y pisó con cuidado, aguzaba los oídos para oír cualquier ruido que le pareciera sospechoso. Aunque creía que nadie más que él conocía la existencia de aquellos vestíbulos y túneles ocultos dentro de la torre, o que los que habían oído alguna vez rumores sobre pasadizos secretos apenas daban crédito, aun así extremaba las precauciones. Con cautela. Por consiguiente se esforzaba por oír algo.

Pero no oyó nada salvo el latido de su propio corazón, que galopaba como un caballo desbocado. El entusiasmo echaba chispas por sus venas mientras caminaba por esos pasillos que parecían una tumba. Sintió una sensación de poder casi divino y eso lo complació. Tenía mucho que hacer aquella noche.

Primero, un alto donde estaba el prisionero.

Se movió con sigilo a través de un pasaje estrecho y subió la escalera hasta un hueco a través del cual el cuerpo de un hombre apenas podía pasar. En ese cubículo desprovisto de aire, empujó con los dedos la pared que se abría ante él y la desplazó poco a poco por las piedras ásperas hasta que encontró una grieta diminuta donde faltaba el mortero y se escondía un pestillo. Con agilidad toqueteó la cerradura y, empujando con los pies, logró mover un pequeño tramo de la pared hacia dentro.

Se deslizó con agilidad hasta el cuarto donde yacía el convaleciente.

La sangre fluía a toda velocidad por sus venas. Se estremeció anticipándose a lo que iba a ocurrir. Sería fácil matar al bastardo ahora que el castillo estaba dormido y la guardia daba cabezadas en su puesto. Demasiado fácil. Quizá demasiado fácil.

Se arriesgaría con esa muerte repentina en Calon. Preguntas. Un interrogatorio.

Pero si el hombre moría en Wybren, todas las preguntas y las teorías sobre el incendio morirían con él. Se administraría una justicia morbosa si Carrick volvía a Wybren para pagar por unos pecados que no había cometido, un traidor ahorcado que todos pudieran ver… Sí, eso sería mucho mejor, y con todo, El Redentor encontró la espera agonizante. Mientras el hombre siguiera con vida, existía la posibilidad de que todos sus planes fueran en balde. Sería tan fácil presionar con una mano la nariz y la boca del hombre y mantenerla así mientras el maldito luchaba por conseguir el aire que ya nunca llegaría a sus pulmones.

O tan sencillo como llevar un frasco de veneno a esa habitación cerrada, quitarle el precinto y verter el líquido mortal sobre los labios agrietados del hombre.

Era una tentación.

Deseaba acabar con la patética vida de aquel hombre.

En la oscuridad, El Redentor miró a su adversario. Todavía aferrado a la vida. Todavía una amenaza. Y sin embargo todavía útil. De algún modo, sobre esa carne humana magullada debería recaer la acusación por la matanza de Wybren. Tenía que ser así.

Procuraría que así fuera.

Había sido una bendición enmascarada el hecho de que el hombre hubiera sido encontrado y arrastrado hasta esta torre, se recordó a sí mismo. Una bendición. Otros lo habrían querido matar. Otros habían tratado de hacerle callar… y fracasaron.

Pero El Redentor no fracasaría. La hazaña tenía que llevarse a cabo de manera adecuada.

Y por lo tanto, esa noche el maldito bellaco sobreviviría. Sólo para morir a manos del verdugo.