Sonriendo para sus adentros, se deslizó a través de las sombras, avanzó lentamente y con cuidado por el pasadizo y se introdujo por el tramo estrecho. Encontró un pequeño asidero en una de las piedras y se esforzó por empujar la pared que tenía a su espalda y luego, con algo de dificultad, enganchó el viejo pestillo. Era una maravilla que nadie en la torre supiera de la existencia de la trama de túneles secretos y paredes falsas que se habían construido, lo más probable, como vías de escape en caso de un asalto.
A veces le preocupaba que el prisionero encontrara este medio de escape, pero el traidor no estaba en disposición de intentar encontrar la manera de salir de una habitación custodiada. Tampoco era tratado como un prisionero, lo cual, si despertaba, le serenaría con cierta autocomplacencia.
Satisfecho, se abrió camino en la oscuridad. Tenía otros asuntos de los que ocuparse.
Lamiéndose los labios de antemano, siguió el camino a lo largo del estrecho pasillo de piedra. En su imaginación, ya estaba mirando fijamente a Morwenna desde su punto de inspección privado. Podía observarla mientras dormía sin que le viera, y sin ser molestado.
Oh, sí… La idea de ella acostada bastaba para provocar una conmoción en sus entrañas y su miembro comenzó a tensarse con impaciencia.
Casi tropezó en su apremio y tuvo que esforzarse por contener su lujuriosa expectativa. «Paciencia», se dijo, pero el fuego ya se había desatado por su sangre.
Después de girar la última esquina, se movió con cautela hasta su mirador y espió por la estrecha apertura entre las rocas.
Esa noche obtuvo su recompensa.
La débil luz de una vela que se consumía emitía luz suficiente para que pudiera verla. Ella yacía sobre la cama, con las colchas arrugadas, como si tuviera un sueño agitado, y su pelo formaba una madeja oscura alborotada que se desparramaba sobre la almohada.
La boca se le secó por completo. El corazón le latía sin clemencia en las sienes. El falo, ya despierto, se le puso tan duro como el acero.
Morwenna gimió suavemente y se dio la vuelta hasta quedar de espaldas, y él espió la curva de su columna, el contorno de sus nalgas bajo las colchas. Imaginó deslizarse dentro de las sábanas, amoldando su cuerpo al de ella, sintiendo la montaña de sus nalgas rozando con impaciencia su entrepierna.
El sudor le brotó de la piel y sintió que moría a causa de un anhelo tan visceral, tan salvaje, tan primario que su cuerpo entero se tambaleó. Imaginó su boca, el gusto dulce de ella mientras sus dedos se enmarañaban en esa mata espesa de rizos y guiaba a su amante, la lengua rugosa de ella sobre la carne de él, un tormento exquisito.
«Morwenna -gritó con voz queda, presionando su rostro hacia la ranura de la piedra-. Estoy aquí. Pronto estaremos juntos».
Pero tendría que esperar.
Tenía mucho que hacer antes de poder reclamarla. Mucho que demostrarle a ella. A él mismo. A ellos.
De nuevo ella se dio la vuelta, agitada por un sueño, de cara al muro donde él se erguía, con su falo palpitante. Respiró sobresaltado cuando la sobrecama resbaló y dejó a la vista un pecho, la parte superior de un pezón… Una mujer gloriosa, gloriosa. Tan hermosa. Tan llena de vida. Tan inconsciente.
Pero llegaría el momento para los dos. Y pronto. Tenía que ser muy pronto.
Capítulo 9
– A la bestia se le caído una herradura. ¡Pónsela! -ordenó Graydynn mientras el sudor se le metía entre los ojos y la lluvia le aplastaba el cabello.
Estaba cansado y tenía los nervios de punta. La temprana cacería matutina había sido infructuosa… tanto como lo había sido la noche anterior. Tiró las riendas de la brida del corcel a las manos de un mozo de cuadra sorprendido y encogido de miedo.
– Sí, milord -murmuró el muchacho entre sus dientes torcidos que asomaron por la boca.
– Y enseguida.
– Como deseéis.
El muchacho hizo una reverencia con la cabeza y se llevó al semental rápidamente hacia el voladizo del establo. Graydynn olfateó el olor a estiércol de caballo y a orina que se mezclaba con el polvo. Se dirigió con aire resuelto hacia la torre, dejando a los guardias que se ocuparan de sus lamentables bestias.
Su humor era tan sombrío como las nubes que se cernían sobre las montañas y el incipiente dolor de cabeza que le acechaba en las sienes le golpeaba al compás de los sonidos metálicos del martillo del herrador contra el yunque. Los pollos piaban, los patos graznaban, los malditos cerdos gruñían y hasta los perros de castillo, atados a una larga correa, ladraban como desesperados.
Los ruidos del castillo acabaron de crisparle los nervios y deseó encontrar a alguien, a cualquiera, sobre quien descargar su frustración. Dios santo, eso no era lo que él había previsto después de convertirse en el dueño de Wybren.
Se había imaginado sentado en una silla acolchada, lanzando órdenes a los criados, recaudando impuestos y pasando todas y cada una de sus noches con una hermosa moza en sus brazos dispuesta a hacer realidad todos los deseos eróticos a que daba rienda suelta su fértil imaginación.
Se vio a sí mismo como el dueño de Wybren, con un poder y una reputación siempre en expansión, su satisfacción colmada por los lujos y los frutos de la riqueza y encumbrado a la fama. Ay, pensaba reconstruir la torre y amueblarla con los botines sustraídos de otras baronías que había planeado conquistar. Se veía como el amo no sólo de Wybren sino también de cada tierra colindante… y en sus fantasías más exuberantes acariciaba la idea de que era un conquistador que podría y debería parangonarse con Alejandro Magno o incluso con Aníbal si el destino era halagüeño. Graydynn sería un jefe legendario que rivalizaría con Llewellyn ap Gruffydd, el gobernante que unió a todo el País de Gales en temor reverencial.
Y, sin embargo, desde que había asumido el mando de Wybren, ninguno de sus sueños se había realizado. El coste de la reconstrucción del gran salón arrasado por las llamas había excedido los ingresos de los impuestos. La melancolía y la pena de los criados y los ciudadanos de honor que trabajaban para él no habían mejorado demasiado desde el entierro de lord Dafydd y su familia hacía poco más de un año.
Graydynn resopló ante esa ironía. Dafydd, el viejo barón y el tío de Graydynn, había sido mentiroso y tramposo, un hombre que había levantado más faldas que la costurera local y que había engendrado en su mayor parte hijos bastardos. Lo que Graydynn realmente sabía es que Dafydd había privado al padre de Graydynn de su herencia legítima, y Graydynn sólo pudo recuperarla gracias al incendio.
Sintió que una sonrisa le retorcía las comisuras de los labios al pensar en el fuego que le había convertido en barón. La satisfacción le quemaba por todo el cuerpo.
Al menos se había servido algo de justicia.
Casi había olvidado su mal humor cuando pasó por delante de la cabaña del armero y Runt se le acercó. Este hombre, a quien todo el mundo llamaba Runt desde que era un muchacho y corría de aquí para allá, aunque le habían puesto el nombre de Roger al nacer, era enjuto y nervudo, de nariz aguileña, dientes de conejo y ojos oscuros que no perdían detalle. Había algo en él que hacía vacilar a Graydynn, un tic nervioso que podía hacer que la paciencia ya de por sí menguante de un hombre fuera llevada hasta el límite.
– Milord -susurró Runt, agachando la cabeza como en reverencia-. Tengo noticias -los ojos parpadeaban con entusiasmo.
Graydynn se quitó los guantes.
– ¿Sobre qué? -preguntó sin exteriorizar el más mínimo interés.
Runt era popular por su teatralidad.
El hombrecillo bajó la voz.
– Sobre Carrick.
– ¿Otra vez? -dijo mientras saludaba con la cabeza a los guardias. Graydynn entró en el gran salón y no tuvo más que lanzar una mirada a un escudero para que éste enviara a un chaval en busca de vino a toda prisa.
– Sí, sí. Pero esta vez os juro que todo lo que sé es cierto.