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– ¿Habéis hablado con lady Morwenna de la conveniencia de ponerse en contacto con lord Graydynn?

– No recientemente.

– Queréis que me ponga de acuerdo con vos antes, ¿no?

– Creo que sería mejor que fuéramos los dos a hablar con ella.

Payne entendió que juntos tendrían mayor capacidad de persuasión, frunciendo sus labios instintivamente mientras cavilaba, saludó a las lavanderas que pasaban frente a él y se arrodillaban junto a unas enormes tinas de madera. Metieron los brazos hasta los codos en el agua humeante y espumosa donde se arremolinaba la ropa mugrienta-. Un taque por dos bandas, ¿me equivoco?

– No, un ataque no -replicó sir Alexander enseguida, con expresión severa en la cara-. Una sugerencia.

– De parte de los dos.

El más grande asintió y entrecerró los ojos, mientras una manada de gansos volaba en las alturas en formación, por detrás de las vaporosas nubes, lanzando unos graznidos escandalosos. El alguacil dirigió a Alexander una mirada.

– No me digáis que tenéis miedo a la señora.

– ¿Miedo? -resopló sir Alexander con repugnancia y luego escupió, como si la idea fuera del todo absurda. Sin embargo, las mejillas se le tiñeron de rojo y las arrugas parecieron surcar un poco más su cara-. Por supuesto que no le tengo ningún miedo. Estoy aquí para protegerla, a ella y a todos los que residen en la torre. Eso es lo que me preocupa. Si lord Graydynn se entera de que lady Morwenna da cobijo a un criminal, que de hecho retenemos a sir Carrick, montará en cólera.

– Sí.

– Y le sacará de sus casillas el hecho de que nadie le haya informado al respecto. Carrick es un hombre en busca y captura. Es imposible saber lo que Graydynn hará.

– ¿De veras suponéis que el hombre es Carrick de Wybren?

– Sí.

– Y ¿también suponéis que masacró a su familia y que luego escapó e Wybren?

– Sí -Alexander asintió con dureza, sin titubear un segundo-. Muchas personas han muerto por culpa de Carrick. El bastardo asesino no mató sólo a sus padres, sino a su hermana, a sus hermanos y a su cuñada mientras dormían. Es asombroso que ninguno de los criados o de los campesinos muriera también.

– Y, según vos, ¿a qué se debe?

Llegaron al gran salón y Alexander respiró hondo, luego subieron los escalones y se cuadró cuando pasaron por delante del guardia apostado en la puerta.

– Porque el asalto fue planificado. Quienquiera que lo hiciera sólo quería acabar con la familia del lord.

– Habéis dicho «quienquiera», aunque tenéis la certeza de que el culpable es Carrick.

– Le vieron huyendo del castillo.

– Un mozo de cuadra -recordó Payne, sintiendo que el calor del interior de la torre le llegaba a la piel mientras se sacaba los guantes.

Los muchachos alimentaban el fuego y sustituían las velas y las candelas de los candelabros de la pared mientras las muchachas limpiaban las largas mesas de roble sin parar de charlar y reír tontamente. Uno de los perros de castillo se alzaba cerca del fuego y luego se estiró, su morro negro se retrajo en un bostezo mientras observaba a los recién llegados y luego se acomodó en su rincón cerca de la chimenea.

– El hombre que está encerrado arriba llevaba puesto el anillo de Wybren -dijo Alexander mientras alcanzaba el pie de la escalera de piedra, hizo una pausa y fulminó al alguacil con su mirada fija e intensa.

– De acuerdo -dijo Payne despacio, todavía dándole vueltas a la cabeza.

– ¿Qué sugerís, Payne? ¿Acaso no creéis que nuestro cautivo sea Carrick? ¿O, por el contrario, no creéis que Carrick sea el criminal?

– No sé quién es él ni lo que ha hecho… pero creo que deberíamos ser cautos.

– Es mejor que Graydynn se entere de lo que ha ocurrido aquí a través de nuestro mensajero y no por chismes. De esa manera nos aseguraremos de que sepa la verdad.

Payne no podía discrepar con esta línea de razonamiento y, con todo, sintió que alertar a Graydynn sería como despertar a un dragón del sueño. El actual dueño de Wybren no se conocía precisamente por ser un hombre paciente.

Alexander comenzó a subir los peldaños de la escalera y sus pasos se aceleraron.

– Hablemos con la señora. Respetaremos su decisión.

«Que así sea», asintió Payne para sus adentros. Payne no soportaba a los imbéciles pero en ese caso se compadeció de Alexander, ya que era obvio que estaba enamorado de la señora y aquel amor era en vano. Estúpido. Una idea ridícula. Lady Morwenna no sólo era la prometida de lord Ryden de Heath, ese asno pretencioso, sino que, aunque no lo fuera, ocupaba una condición social mucho más elevada que la del capitán de la guardia.

Sacudió su cabeza y le siguió. Sólo esperó que el amor no correspondido de Alexander por Morwenna no hubiera bebido el entendimiento al capitán de la guardia. Si así fuera, todos en la torre corrían un gran peligro.

Capítulo 10

– Pero, milady -dijo Alfrydd-, debéis atender a otros asuntos aparte del prisionero, quiero decir…, el invitado. Por ejemplo, la banda de ladrones que ha estado asaltando a los campesinos y a los comerciantes en los caminos.

– El alguacil y el capitán de la guardia se ocupan de ello -le interrumpió Morwenna irritada ante la insinuación del administrador de que estaba desatendiendo sus funciones.

– Sí, es cierto. Pero hay otras cuestiones -insistió él-. No debemos olvidarnos de los impuestos. Tenemos que recaudarlos para poder mantener la torre. Jack Farmer es sólo uno de los hombres que debe dos años de catastro. Su casa, así como las de otros, cuyos nombres tengo en una lista, están en vuestras tierras y, por tanto, deben abonaros el catastro.

– Entiendo -volvió a interrumpirle.

Pero el administrador no había terminado.

– También está el impuesto sobre el ganado. No hemos recaudado todo lo que deberíamos porque algunos campesinos, aunque han dejado pastar su ganado en los bosques, se han negado a pagaros, milady.

Alfrydd estaba de pie ante Morwenna, sentada a su escritorio. Con un dedo largo y esquelético, el administrador le indicó los libros de contabilidad donde un amanuense había copiado los registros de todos los impuestos, diezmos y honorarios recaudados durante los tres últimos años. Las familias que estaban atrasadas en los pagos ocupaban otra hoja de pergamino.

– Hay también varias personas, entre ellas Gregory el hojalatero, que debe el desecho de paso por haber ha transportado sus bienes a través de los bosques. Y… y… mire aquí -dio un golpe sobre la página del libro de contabilidad-. No hemos recaudado el heriot de cinco familias el pasado año. Esos cinco caballos que nos corresponderían no están en el establo del castillo.

Morwenna frunció el ceño. El heriot era uno de los impuestos que le disgustaban enormemente. Un impuesto, pensaba ella, diseñado por hombres y para hombres.

– Creo que es difícil arrebatar los mejores animales a una familia cuando ésta llora la pérdida de un marido o un padre, especialmente cuando esos caballos pueden proporcionar a la esposa algún ingreso.

– Lo sé, milady. Pero debéis hacer la recaudación y pasarle al rey su parte -sonrió Alfrydd con amabilidad-. No quiero parecer insensible, pero esta torre es muy costosa de mantener y todos los tributarios se benefician de la protección que les brindáis. Es un privilegio pagar esa ínfima suma de dinero.

– Díselo a Mavis, la esposa del carretero, y a sus cinco niños. Explícales por qué debo quedarme con su muía más fuerte cuando no tienen ningún caballo. Probablemente utilizan la muía para labrar la tierra de su pequeña parcela. Ah, y diles que no sólo les voy a quitar la muía, sino que también estaré esperando el forraje.

– Todos deben ayudar a alimentar los caballos de nuestro ejército.

– ¡Y los del rey! Lo sé, lo sé. -Sacudió sus manos con repugnancia y se puso de pie bruscamente-. Pero Mavis tiene seis bocas que alimentar incluyendo la suya y ningún marido que la ayude. ¿Qué ha de hacer? ¿Buscar a otro hombre que ayude a sostenerse a ella y a sus hijos?