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– El muchacho mayor puede ayudar.

– Sí, un chaval de apenas ocho años -le espetó, soltando un largo suspiro.

– Un muchacho fuerte, que podría ayudar al leñador o al albañil…

– No confiscaremos la muía de Mavis -sostuvo, al tiempo que sentía que las mejillas se le encendían y que le ardían los ojos-. Tampoco tendrá que pagar el forraje este año ni el próximo. Después ya veremos.

Si Alfrydd tenía intención de seguir discutiendo, lo pensó mejor y se mordió la lengua.

– Como deseéis -murmuró adustamente, recogiendo los libros de contabilidad.

– Así es. Como yo desee -replicó Morwenna irritada.

Pero, al ver que Alfrydd fruncía los labios, sintió remordimientos. El hombre sólo estaba haciendo su trabajo y lo hacía con esmero. De pronto, sintió como si tuviera un gran peso sobre la espalda. En todos los años que había reclamado ser tratada igual que sus hermanos, en sus plegarias por conseguir una torre a sus órdenes, nunca se había parado a pensar en algunas de las tareas y las responsabilidades que implicaba ni en las difíciles decisiones que se vería obligada a tomar.

– Gracias, Alfrydd. Sé que en verdad sólo buscáis el bien de Calon -dijo con más tacto.

Él asintió con la cabeza mientras abandonaba la habitación. Cuando se estaba acomodando en la silla, fueron anunciados el capitán de la guardia y el alguacil. Apenas un instante más tarde, los dos hombres cruzaban de una zancada el cuarto.

– Milady -dijo Alexander-, si pudiéramos hablar con vos.

– Por supuesto -se preparó ella.

La expresión de los dos hombres era severa e inflexible, y su manera de comportarse rígida, como si estuvieran a punto de darle malas noticias. «Carrick», pensó ella, y su estúpido corazón se le encogió en el pecho.

– Es sobre el paciente -afirmó Alexander.

Por supuesto. Los dedos de Morwenna se enroscaron en los brazos de la silla.

– ¿Qué pasa?

– Creo que ha llegado el momento de informar a lord Graydynn sobre su presencia.

«Dios mío querido, todavía no. ¡No antes de que sepa la verdad!»

– ¿Así lo creéis? -preguntó Morwenna, esforzándose en permanecer serena-. ¿Por qué?

Después de vacilar sólo un segundo, Alexander expuso el primero su argumento, en concreto su preocupación sobre la reacción del barón Graydynn, porque ya debía de conocer por boca de otros que ella cobijaba a un traidor y a un criminal.

Morwenna quiso discutir y un sentimiento creciente de pánico comenzó a apoderarse de ella ante la idea de enviar a Carrick a su tío. Aplacando sus temores, siguió escuchando, aguardó en silencio su turno para hablar, e intentó permanecer neutral e imparcial durante todo el parlamento de los dos hombres. Trató de reprimir en silencio una ansiedad, a la que no podía poner nombre, por tener que entregar al paciente. Los dos hombres que estaban delante de ella, ¿se habrían puesto de acuerdo de antemano? No podía asegurarlo. Mientras Alexander exponía su punto de vista, el alguacil permanecía quieto, casi atento, mientras el capitán de la guardia enumeraba los motivos para enviar un mensajero a Wybren.

Una vez Alexander realizó una pausa, Morwenna se dirigió al alguacil.

– ¿Debo suponer que estáis de acuerdo en que debemos enviar un mensajero a Wybren?

Payne trató de escapar por la tangente.

– No estoy seguro. Es posible que el hombre no sea Carrick y entonces no haya ningún motivo para informar al barón Graydynn. A no ser que tengamos ya la certeza sobre la identidad del paciente. Sin embargo, creo que sir Alexander tiene razón al indicar que sería mejor que informarais sobre la situación antes de que los rumores y los chismes, y quién sabe qué tipo de mentiras, lleguen a las puertas de Wybren.

De modo que eso era. Tenía que tomar una decisión sobre el destino de Carrick.

– Creía que podíamos esperar hasta que estuviésemos seguros de quién es el hombre.

Payne se rascó la parte posterior del cuello.

– Sí, eso sería lo mejor.

– Pero no podemos esperar demasiado tiempo -replicó Alexander, con una expresión muy seria fija en su enorme cara-. Tal vez una nota a Graydynn, cuidadosamente redactada para no irritarle o para despejar cualquier sospecha, sería suficiente por ahora. -Un músculo se movió bajo su barba-. Temo que los chismorreos hayan llegado ya hasta sus oídos.

Morwenna se reclinó hacia atrás en la silla y descansó la barbilla sobre sus manos cruzadas. Alexander tenía razón. Ella lo sabía. El alguacil lo sabía. Con todo, estaba poco dispuesta a enviar la misiva.

– ¿Qué sucedería si lord Graydynn enviara su ejército o se presentara él mismo para recuperar a Carrick y lo ahorcara por traición? ¿Qué ocurre si el hombre no es Carrick?

– Entonces ¿quién es? ¿Un ladrón común que le robó el anillo a un muerto?

– Podría ser cualquiera -comentó Morwenna, aunque en su corazón sintiera que el hombre que yacía en la cámara de Tadd era en verdad Carrick de Wybren-. Podría haber robado el anillo, sí, o haberlo encontrado. Quizá lo ganó a los dados. Incluso pudo haber sido un regalo.

Alexander bramó incrédulo, pero el alguacil asentía despacio.

– Hay muchos motivos por los que el hombre que está al otro lado del vestíbulo podría estar en posesión del anillo, pero hasta que no despierte y cuente su historia, no sabremos cuáles son.

– Incluso entonces, podría mentir -afirmó Alexander.

Las cejas de Payne se enarcaron e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Es muy probable.

– No deberíamos correr riesgos, milady. Creo que lo mejor sería que informarais a Graydynn de Wybren de que cobijáis a un hombre herido, un desconocido, posiblemente un soldado, que llevaba un anillo con el emblema de Wybren cuando lo encontraron. Podríais decirle que estáis esperando a que recobre el conocimiento para determinar quién es y lo que, en cualquier caso, haréis con él. Si obráis de ese modo, evitaréis que Graydynn se enfurezca y tal vez fragüe una venganza.

Morwenna miró al alguacil.

– ¿Estáis de acuerdo?

El alguacil asintió despacio.

– En gran parte.

– Pero tenéis reservas.

Él rió.

– Desde luego, milady. Siempre tengo reservas.

Morwenna se fiaba de aquellos dos hombres. Alexander se preocupaba por la seguridad de Calon y Payne perseguía la justicia. Aunque conocía a los dos hacía menos de un año, sentía que tenían un buen corazón.

«O eso es lo que tú crees. ¿Qué sabes en realidad de ellos? Sólo lo que ellos quieren que tú veas; sólo lo que escuchas de los criados y los campesinos del castillo, que son más leales a ellos que a ti». ¿Qué le había dicho Isa?

«No te fíes de nadie, Morwenna. De nadie».

Los dos hombres la miraban fijamente, a la espera, y ella no pudo menos que preguntarse si habían conspirado para comparecer ante ella, actuando cada uno según un papel determinado.

– Milady… -la apremió suavemente sir Alexander.

Morwenna se mordió el labio y sopesó cada una de las alternativas.

No quería arriesgarse a ofender a Wybren, tampoco quería actuar con prisas.

– Lo pensaré esta noche y, si decido informar a lord Graydynn, enviaré a un mensajero mañana.

– Para entonces puede que sea demasiado tarde -advirtió Alexander-. Graydynn puede haber escuchado los rumores.

– Puede que le hayan llegado ya -replicó Morwenna-. Wybren está sólo a un día de camino de Calon.

Payne fruncía el ceño pensativamente y se rascaba la barbilla.

– O a menos.

– Entonces unas horas más no cambiarán las cosas -dijo ella, despidiéndose de ellos-. Tomaré una decisión mañana.