¡Santo Dios, no era un lisiado!
Intentó mover los dedos y le respondieron. Al igual que los dedos de los pies.
El corazón le latió con fuerza, sin orden ni concierto, por el esfuerzo y el regocijo repentino de saber que no tendría que estar inmóvil sobre esa cama el resto de sus días.
– A sir Alexander no le gustará esto -sostuvo una voz masculina sorda, el interpelado sir James-. Perderé mi puesto, al igual que le ocurrió a Vernon.
– Asumiré toda la responsabilidad -insistió ella-. De hecho, se lo diré yo misma a sir Alexander, por la mañana.
El paciente fue presa del pánico. Pronto se deslizaría en la habitación y él tendría que elegir. Intentar hablar y razonar con ella, mostrarle que estaba curándose o permanecer inmóvil y fingir que todavía estaba en coma.
Si le demostraba que estaba, tal vez los guardias estarían más alerta o, peor aún, le enviarían a una celda de la prisión para asegurarse de que no escapara.
– Pero, milady, es mi deber protegeros y… -señaló sir James.
– El paciente no se ha movido desde que le trajeron aquí hace ya casi dos semanas. Estoy segura de que estaré a salvo con él.
– No.
– Manteneos al margen, sir James, y quedaos en vuestro puesto aquí en la puerta. Os llamaré si os necesito -le indicó ella con voz firme. El paciente oyó el chirrido de la puerta al abrirse, y se cerró suavemente unos segundos más tarde.
– Esperad. ¡Lady Morwenna! -La voz del hombre se amortiguó y la puerta volvió a chirriar mientras se abría otra vez. El guardia asomó la cabeza y bramó de un modo que puso los nervios de punta al paciente-. No deberíais cerrar la puerta. Por favor, milady, dejadla entornada.
– Bien -dijo ella con un suspiro de indignación.
– Como deseéis.
– Gracias, sir James -dijo ella y luego, tras unos segundos, se amonestó a sí misma entre dientes-: Diantres, Morwenna, ¿quién es el que manda aquí? ¿Por qué dejas que te intimiden? ¿Acaso Kelan permitiría a un soldado que le dijera lo que debía hacer? No. Sir Alexander y sir Payne y todo el resto intentan decirte lo que tienes que hacer porque eres una mujer, a pesar de que ostentas todo el poder como soberana del castillo.
Su voz se aproximaba. Más fuerte, susurraba llevada por la ira.
– Malditos sean. Incluso los hombres de menor rango y las criadas hacen lo mismo. Te tratan como si fueras una niña en lugar de la señora del feudo. Es un insulto.
Sus pasos, que el paciente había oído acercándose a su cama, se detuvieron de repente.
– ¡Por el amor de Dios, no dejes que se salgan con la suya!
El sonido de los pasos retrocedió con furia mientras Morwenna se alejaba de él.
– He cambiado de idea, sir James -gritó tan fuerte que el paciente se llevó un susto tremendo-. La puerta quedará cerrada.
– No, milady.
– ¡No discutáis conmigo! -La puerta se cerró de golpe-. Debería cerrarla con llave -refunfuñó entre dientes otra vez, y luego unos pasos más fuertes avanzaron hacia la cama del herido.
Todas sus terminaciones nerviosas estaban tensas y, por primera vez, mientras trataba de abrir los ojos, sintió que los párpados se le elevaban ligeramente, apenas entrecerrados, pero permitiéndole ver un poco de luz sombría y algo de movimiento. El dolor le quemaba a través de las pupilas mientras su visión se ajustaba a la luz tenue del fuego que crepitaba en la chimenea.
– Bueno, Carrick -la voz de Morwenna no transmitía cordialidad-, ha llegado el momento de que envíe a un mensajero a Wybren.
Carrick, si es que así se llamaba, sintió que se le tensaba todo el cuerpo, cada uno de los músculos le dolía al contraerlos. Wybren le resultaba familiar, el nombre del castillo reverberaba en su mente. Unos recuerdos horribles y vagos de pasillos llenos de humo, tapices ardiendo y el chisporroteo de las llamas arrasando todo a su paso le aguijonearon sus pensamientos. Dios santo, ¿acaso era él el responsable del incendio? ¿De veras él era la bestia que había asesinado brutalmente a su propia familia mientras dormía?
Una malevolencia oscura hurgó en la profundidad de su alma. Visualizó a alguien levantando una antorcha encendida de uno de los candelabros de la pared y arrojándola sobre los juncos completamente secos y los tapices cubiertos de polvo de la torre. ¿Había sido él? ¿Podía haber maquinado la muerte de todos los integrantes de su familia? ¿Planeó el horrible incendio? Se le aparecían visiones nauseabundas de cabello ardiendo, ojos en blanco del horror, carne ennegrecida, chamuscada.
«¡No! ¡No! ¡No!»
¡Él no podía haber planeado y organizado lo inconcebible!
Se sumió en la desesperación. El estómago se le revolvió.
¿Qué clase de hombre era él?
¿O era todo una patraña?
¿Algún funesto plan orquestado para hacerle responsable de los crímenes de otra persona?
– ¿Quién os hizo esto? -le preguntó ella, apoyándose más cerca.
En su imaginación, vio botas llenas de lodo apuntándole al abdomen. Oyó voces airadas, relinchos terribles resonando en los bosques.
El olor a humo de una hoguera de campamento. Sintió un chasquido agudo y doloroso cuando la punta del pie de una bota certera le rompió las costillas. Unos hombres le insultaban, le golpeaban con palos por todo el cuerpo mientras se retorcía por el suelo. Pero ¿quién había sido? ¿Quién?
¿Le habían dado por muerto? O ¿acaso el hijo de perra que le había golpeado hasta dejarle a las puertas de la muerte lo había hecho premeditadamente para que lo encontraran y lo condujeran a ese castillo?
Pero ¿por qué lo habían hecho?
¿Y por qué había estado tan indefenso? Aunque no pudiera recordar mucho sobre sí mismo, intuía que era un hombre fuerte, un guerrero, alguien que se defendería a capa y espada en una paliza.
Por todos los dioses, sintió como si se volviera loco cuando escuchó su voz y sintió su presencia tan cerca de él.
– ¿Podéis oírme? -preguntó ella, con voz susurrante-. Carrick.
Otra vez ese nombre tan familiar. No se movió.
– Debo hablar con vos.
Se quedó quieto como una roca incluso cuando sintió que le presionaban con cuidado en el hombro.
– ¿Podéis oírme? Sir Carrick de Wybren, por favor, despertaos.
Era todo lo que podía hacer para respirar con normalidad.
Otro aguijonazo. Más fuerte esa vez. Su voz sonó más desesperada cuando comenzó a tutearle.
– Carrick, por lo más sagrado, por favor, por favor, háblame.
Él se resistió. No conseguiría nada bueno si sabía que lo oía. Todavía no. Encajó la mandíbula y soportó otro pinchazo hasta que ella se dio por vencida y dejó escapar un soplo de aire.
– Entonces tomaré yo sola la decisión. No me ayudarás.
Si su observación trataba de incitarle a que hablara, si no era más que una prueba, él no picó el anzuelo y no hizo siquiera el esfuerzo de arquear una ceja. Con todo, ella continuó hablando. Si no para él, al menos para sí misma.
– Bueno, ¡supongo que no debería esperar más! Sin embargo, debéis saber también que sir Alexander insiste en que mande informar a Wybren sobre vuestra… condición y, esto, vuestra situación. Y debo deciros que todos en Calon, incluidos Isa, el médico, el sacerdote y el alguacil, están de acuerdo en que se debería notificar a lord Graydynn que habéis sido… bueno, «capturado» no es la palabra que me gustaría utilizar y «detenido» tampoco es la correcta, en fin, que sois mi invitado, mientras os recuperáis de las heridas.
Ella se movía alrededor de la cama, el sonido de su voz se desplazaba, y por entre el velo de las pestañas, percibió colores mientras lo hacía. La forma de ella parecía flotar alrededor de él.
Los ojos del hombre herido alcanzaron a ver la larga mata de cabello negro de Morwenna, que se rizaba salvajemente alrededor de la cara pequeña. Cuando se movía se difuminaban sus rasgos, pero distinguió la imagen de un vestido blanco que captaba la luz de la lumbre y de sus ojos, unos ojos increíblemente azules que le miraban fijamente como si él fuera algo más que una curiosidad, como si fuera un profundo enigma. Casi se atragantó ante aquella visión, y las imágenes se desvanecían y le bailaban en la cabeza. Sintió que la recordaba, tan hermosa, pero fue sólo un pensamiento fugaz y no supo qué parte de ese recuerdo era verdad o cuál producto de su mente.