Su cabeza palpitó. Quería gritar. En su lugar, apretó la mandíbula y esperó que ella no lo notara. Su voz le llegó otra vez por encima del silbido apacible del fuego.
– Hay quien afirma que eres aliado de Graydynn, que matasteis a todos los miembros de vuestra familia en un intento por ganar la señoría y que luego Graydynn se volvió contra vos, llamándoos traidor asesino. ¿Es eso cierto? -Morwenna se acercaba, su respiración cálida le soplaba en la cara-. Me lo pregunto.
La miró a través de las rendijas en que se habían convertido sus ojos y, en la luz tenue, la pareció que no reparaba en que él podía verla. Durante un segundo, pensó que tal vez podría hablar con ella, decirle unas palabras, pero consideró que lo mejor era morderse la lengua, escuchar luego planear su próximo movimiento si se veía capaz de ello.
Morwenna le tocó una mejilla con los dedos fríos y luchó contra el impulso de estremecerse. De algún modo logró fingir inconsciencia.
– Oh, Carrick -susurró enhebrando las palabras con el hilo de la desesperación-. Cómo me desconciertas -Deslizó su dedo a lo largo del extremo de su mandíbula y de su barba creando un sendero de sensibilidad sobre la piel magullada-. Siempre lo has hecho. -Tembló ligeramente-. ¿Qué debo hacer contigo? ¿Enviarte a Wybren a la justicia de Graydynn? ¿Mantenerte aquí como… un paciente o un prisionero?
Morwenna deslizó el dedo bajo su cuello y descansó en el hombro y, a pesar del mortificante dolor, se concentró en aquel punto donde su piel desnuda se encontraba con la otra. El calor pareció irradiar de aquel frágil punto de unión.
– Te amé, miserable bastardo -confesó ella.
Una parte de él deseó que ella no desnudara su alma.
– Quería casarme contigo, ser la madre de tus hijos…
Su voz calló y durante un segundo él pensó que había terminado. Todavía brotaron más palabras de su boca, ahora enojadas, y la presión de su dedo era más fuerte, como si deseara empujarlo.
– Pero me abandonaste, ¿verdad? Por Alena, me dijeron.
«Alena». El nombre provocó un recuerdo en él, aunque no pudo revivir su imagen. ¿También ella había sido su amante?
– Eres un maldito bellaco que le robaría la esposa a su propio hermano.
Se le retorcieron las entrañas. ¿Qué estaba diciendo? ¿Se había acostado con la esposa de su hermano?
– Así, que ya ves, Carrick, es una decisión difícil la que tengo entre manos. ¿Qué te debo? -Hizo una pausa ella, como si estuviera pensando-. Nada -soltó al final-. Nos abandonaste, a nuestro hijo y a mí, por Alena.
¿Nuestro hijo? ¿Era padre de un niño? ¿Con ella?
No… Algo no encajaba en este punto. No encajaba en absoluto. Sí, recordaba el nombre de Morwenna y el de Alena también, pero… pero no sabía nada acerca de un niño. Estaba seguro. Tal vez lo estaba imaginando. Su mente no había parado de dar vueltas y quizá su cerebro cansado creara visiones, algún sueño originado por la poción que el médico le había administrado en un caldo que le había hecho tomar con la cuchara.
Eso era. Quizás imaginaba que un médico le había examinado, que había escuchado una cantinela de plegarias adustas de los labios de un sacerdote, que había sentido toda clase de ojos escrutándole mientras fingía que dormía. Tal vez había estado a solas y sólo habían sido apariciones. Imaginaciones. La otra noche habría asegurado que un ser malévolo se le aparecía, se deslizaba a través de la sólida pared y se quedaba mirándolo fijamente con pérfidas intenciones… Eso también podía ser un sueño. Eso era. La dama no estaba en su cámara.
Pero la presión sobre su piel decía lo contrario y él cerró sus ojos por completo.
Morwenna arrastró el dedo a lo largo de su hombro hasta el pecho. Su corazón palpitaba. Se le enervó la sangre.
– ¡Por todos los dioses, Carrick! -exclamó furiosa-. ¡Debería haber dejado que murieras!
A pesar de la rabia de Morwenna, él sintió una hinchazón entre las piernas cuando la yema de su dedo le apretó en el cuello donde, no cabía duda, si ella mirara vería que su pulso latía de manera irregular.
– Oh, Carrick. -Ella permitió que el dedo se deslizara hacia abajo, a lo largo de su caja torácica, dejando que la colcha se arrugara y que su pecho quedara expuesto al aire fresco. Poco a poco ella remontó su esternón, haciendo que el dolor en sus costillas se convirtiera en una tortura terrible, seductora-. Te perdí -admitió ella con tristeza-. Perdí al bebé. Y tal vez eso fuera lo mejor.
Su voz se quebró y sintió que el alma se le desgarraba profundamente. ¿Qué pasaba con esta mujer que lograba llegarle tan adentro? ¿Por qué sus palabras le hurgaban en el corazón?
Era la medicación que le habían dado, aquel brebaje que sabía tan mal y que le habían obligado a tragarse. O era el dolor, ¡eso era!, que creaba imágenes eróticas y tentadoras producto de la agonía… Aquella mujer no estaba realmente en la habitación con él. Así rezaba en silencio, ya que sentía que la entrepierna le apretaba y su miembro respondía a los movimientos eróticos de aquella mano. El sudor humedeció su frente y se mordió con fuerza el labio inferior por no gritar cuando la colcha se deslizó todavía un poco más abajo, exponiendo su carne al aire frío de la cámara. Abrió un ojo ligeramente y la vio, vio la inclinación de su cuello, el cabello que le caía hacia delante y cómo lo recogía detrás del hombro.
– Sí, lo recuerdo, teníais una marca de nacimiento en el muslo, cerca de la coyuntura de las piernas.
¡Qué! Casi gritó.
Con un rápido movimiento, Morwenna apartó la colcha a un lado y él sintió el roce del aire sobre su falo endurecido.
Ella dejó escapar un grito ahogado.
– Madre santísima -dijo con la respiración entrecortada, mientras miraba fijamente hacia la forma desnuda con su apéndice duro como una roca apuntando hacia arriba-. Carrick… Oh, Dios mío…
La colcha se deslizó sobre él rápidamente, su miembro por debajo de las sábanas se marchitaba. Él sintió que se sonrojaba hasta el cuello, incluso una parte de él quería estallar en carcajadas.
Se lo tenía bien merecido.
– Oh, querido, oh, querido, oh… ¡maldito! -Ella respiró hondo y levantó la mirada hacia su cara-. ¿Puedes oírme, canalla? ¿Puedes…? No… Oh, Dios, Carrick, eres repugnante, un enfermo, si has oído una palabra de lo que he dicho, te juro que… Que te arrancaré tu corazón miserable y te enviaré a Wybren y yo misma pagaré al verdugo para que cuelgue tu cuerpo de las almenas…
Morwenna se apresuró a salir de la cámara con pasos rápidos y frenéticos. Él la oyó tropezar y maldecir.
Ella se sorprendió a sí misma mientras abría de golpe la puerta.
– ¿Milady? -preguntó el guardia-. ¿Estáis bien?
– Perfectamente, sir James.
– Pero, parece que hubierais visto un fantasma.
– He dicho que estoy bien -respondió sin aliento.
La puerta se cerró de un golpe y él se quedó solo. De nuevo.
Capítulo 12
«Así que ¡todavía está enamorada del canalla!»
Desde su escondite, El Redentor la observaba con furia silenciosa y candente. Un mal sabor le subió hasta la garganta y tembló mientras caminaba por el pasillo estrecho e impregnado de olor a humedad. Había oído retazos del soliloquio en voz baja sin poder reconstruirlo, pero fue testigo de la expresión de dolor en su cara, se dio cuenta de cómo su dedo se rezagaba y se arrastraba por la piel del hombre herido y cómo le arrancó la colcha en un arrebato de cólera, cómo había soltado un grito ahogado y después se había apresurado a tirársela de nuevo por encima. Como si la visión de su masculinidad la hubiera aturdido.