– Muy bien -dijo Morwenna-. Comprueba que el hombre sea trasladado al gran salón, para que entre en calor, y que tenga a alguien al lado… Gladdys, abre la celda del ermitaño de la torre norte. Allí cabe un camastro y dispone de chimenea. Enciende el fuego para ahuyentar los bichos de la habitación. Asegúrate de que limpien las heridas al hombre y que el médico lo examine, y después que sea trasladado.
Morwenna fingió no percibir la sombra de desconfianza que nubló los ojos claros de Isa al mencionar a Nygyll, el médico del castillo. Isa y Nygyll nunca se habían llevado bien, a duras penas se soportaban.
Nygyll se consideraba un hombre de razón, un hombre práctico si bien temeroso de Dios, mientras que Isa creía en los espíritus y en la diosa madre. Nygyll llevaba viviendo en el castillo de Calon muchos años, mientras que de su traslado hacía menos de uno.
– Puede que sea tarde para salvarlo -recordó Isa.
– Entonces envía a alguien a por el sacerdote.
Notó otra tirantez apenas perceptible en las comisuras de los labios de Isa.
– El sacerdote no resultará de ayuda.
– ¿No dijiste que el hombre se hallaba entre la vida y la muerte? -Le recordó Morwenna-. Tal vez sea un hombre de fe. ¿Acaso no debería recibir la bendición y las plegarias de un sacerdote si está al borde de la muerte? -Morwenna no esperó la respuesta-. Manda a alguien a buscar al padre Daniel. Dile al sacerdote que se reúna con nosotros en el gran salón.
– Si así lo deseáis…
– ¡Sí! -dijo bruscamente Morwenna.
El cazador partió sin demora e Isa, a su vez, se alejó a toda prisa, presumiblemente a cumplir las órdenes de Morwenna. Su larga capa ondeó tras de ella hasta llegar a la escalera donde, echó una mirada por encima del hombro a Morwenna, frunció el viejo rostro en un gesto de preocupación y desapareció. Parecía que quería seguir discutiendo pero descendió de mala gana.
– Por todos los santos -susurró Morwenna una vez que estuvo sola de nuevo.
A veces Isa parecía más preocupada de lo que merecía. La vieja mujer, considerada una persona extravagante por todos los que la conocían, había criado a Morwenna y a sus hermanos y había sido una leal sirvienta de la madre de Morwenna, Lenore, hasta el final de su vida, y ahora continuaba siendo incondicionalmente fiel a Morwenna.
– Rayos y centellas -refunfuñó Morwenna volviendo al interior de la habitación.
Se embutió un manto y ocupó de nuevo su puesto.
Apenas había salido de sus aposentos, con Mort detrás pisándole los talones, cuando una puerta crujió al abrirse y Bryanna asomó la cabeza hacia el vestíbulo. El sueño persistía en sus ojos azules y los rizos formaban una masa enredada pelirroja y oscura alrededor de la cabeza.
– ¿Qué pasa? -le preguntó su hermana entre bostezos.
Aunque tenía dieciséis años y era sólo cuatro años más joven que Morwenna, la doncella a menudo tenía todo el aspecto de una niña.
– Han encontrado a un hombre herido cerca de la torre. No es nada -dijo Morwenna, con la esperanza de frenar la marea de curiosidad, siempre frenética, de Bryanna-. Vuelve a la cama.
Pero no resultaba tan fácil disuadir a Bryanna.
– Entonces, ¿a qué se debe todo este barullo?
– Es culpa de Isa. Está convencida de que el hombre es un espía, un enemigo o algo así. -Morwenna puso los ojos en blanco-. Ya sabes cómo es.
– Sí -Bryanna estiró un brazo por encima de la cabeza, parecía que el sueño se había evaporado de su mente-. ¿Y qué van a hacer con él?
– ¿Tú qué piensas?
– Le interrogarán y le darán algo de comer. Tal vez le aseen un poco.
Morwenna asintió y se reservó la noticia de que estaba a punto de fallecer. ¿Para qué iba a explicar nada a Bryanna sobre su estado? Morwenna decidió que, hasta que no viera a ese hombre, mantendría los labios sellados. Sin embargo, los rumores sobre el guerrero herido viajarían tan rápido como un relámpago a través de la torre y Bryanna no se distinguía precisamente por saber guardar un secreto.
– ¿Qué es ese hombre? ¿Un cazador? ¿Un soldado? ¿Un comerciante atacado por unos vándalos? -La imaginación de Bryanna comenzó a volar-. Tal vez Isa tenga razón. Quizá sea un espía, o peor: un cómplice de…
– ¡Basta! -Morwenna levantó su mano y se alejó de su hermana-. No sé ni quién ni qué es todavía pero, tan pronto como pueda, hablaré con él.
– ¡Te acompañaré!
Morwenna le lanzó una mirada capaz de intimidar al más valiente de los hombres.
– Más tarde.
– Pero…
– Bryanna, deja que el capitán de la guardia interrogue al hombre, que determine si se trata de un amigo o de un enemigo, permite que el médico lo examine y que descanse un poco, y después, si despierta y yo considero que es conveniente, podrás verle.
Su hermana menor la desafió con los ojos brillantes de entusiasmo.
– ¿Crees que es peligroso?
– No lo sé -dijo Morwenna.
Al cabo se dio cuenta de que había empleado una táctica equivocada, que no había hecho más que abrir el apetito de Bryanna por la aventura.
Morwenna tiñó de exasperación sus concisas palabras:
– Esperaremos. Eso es todo.
– Pero…
– ¡He dicho que eso es todo!
– ¡Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer!
Morwenna enarcó una ceja oscura y retó a su hermana sin pronunciar una palabra.
– No tengo tiempo para esto.
Se dio la vuelta rápidamente y atravesó el vestíbulo, mientras su hermana menor ponía cara de descontento y se apoyaba contra el marco de la puerta de su habitación. Morwenna sintió la rebeldía de Bryanna tras ella, pero la ignoró. Dejó que su inquisitiva hermana probara de su propia medicina. ¿Y qué si estaba enfadada? Bryanna siempre se metía en problemas.
«Como tú», le recordó su conciencia.
¡Rayos y centellas!
Oyó voces que procedían de la escalera y descendió por ellas. El humo de las velas recién encendidas invadió su olfato junto al aroma a carne asada y a pan horneado que se desprendía de la cocina y que se filtraba a través del laberinto de vestíbulos de la torre. Los criados se afanaban de una estancia a otra, recogiendo la ropa sucia, limpiando las chimeneas, barriendo la escalera. Habían repuesto las velas y las habían encendido, lo que procuraba un poco de luz cálida en medio de ese frío día de invierno.
Morwenna alcanzó el primer piso, atravesó el gran salón y encontró la puerta principal abierta de par en par. Varios soldados acarreaban una camilla donde yacía inmóvil un hombre o lo que quedaba de él.
A Morwenna se le cortó la respiración al verlo. A pesar de que la habían advertido que iba a resultar difícil mirarle, no entendió la ferocidad con que le habían atacado. Tenía la cara hecha polvo, hinchada y llena de magulladuras, postillas en las salvajes incisiones que le cruzaban la mejilla y la frente. La suciedad y las hojas se adherían a sus cabellos, negros como la obsidiana, y los ojos eran meras hendiduras interrumpidas por unos párpados hinchados que presentaban unas sombras oscilantes entre el púrpura y el verdusco.
Las vestimentas que llevaba estaban apelmazadas con tierra y sangre y la túnica se hallaba rajada de punta a punta, hasta el extremo de que le dejaba al descubierto el pecho y los cortes recientes llenos de sangre, en carne viva.
Morwenna notó que el estómago se le revolvía.
– ¡Dios mío!
Una voz horrorizada susurró a sus espaldas: