Una pequeña daga cortando hacia abajo. La perversa hoja emite destellos de color plata en la noche sin luna.
Sangre. Sangre que rezuma por los lados del recipiente. Y el emblema de Wybren flotando en el agua, espesa y roja, bajo su expresión asustada.
Y luego el dios de la muerte la miró por encima del hombro, y acercó tanto su severo rostro que se volvió rápidamente, dio un golpe a la vela y derramó el agua del recipiente.
El corazón le latía tan fuerte que estaba segura de que Arawn, el rey de la Tierra de los muertos, estaba en la habitación con ella.
Pero no había nadie. Sólo la oscuridad. Y la promesa de la muerte.
Capítulo 13
– Perdóname, Padre Celestial, porque he pecado.
El padre Daniel inclinó la cabeza hacia el suelo de piedra del ábside y los juncos le rozaron la cara. Cerró los ojos e intentó concentrarse, pero el fuego corría por su sangre con más calor todavía. Aunque intentó combatir la tentación y había rezado para aliviarse, las imágenes sin sentido libraban en su mente, le impedían conciliar el sueño, hacían que sus palabras quedaran aprisionadas en la garganta cuando intentaba hablar. Incluso sus rezos se interrumpían con pensamientos pecaminosos.
Sobre mujeres.
Morwenna y Bryanna. La mayor y más alta de las hermanas con su cabellera morena, el porte regio y una mirada imperiosa tan seductora como la de la menor de ojos brillantes, un derroche de rizos rojizos y una sonrisa grave y sensual.
Se imaginaba manteniendo relaciones con ellas, juntas y por separado, y las imágenes eróticas que punzaban su mente no dejaban de asediarle. Era como si estuviera en un infierno creado por su propia imaginación. Sí, eso era: Satán se había colado de alguna forma en su mente. Cerró los ojos y su cuerpo se sacudió con una necesidad tan violenta que se asustó.
«Dios te castigará, Daniel. Él sabe tus pensamientos y si no los expías, si eres incapaz de conseguir que esas impías imágenes salgan de tu mente, Dios te destruirá a ti y todo por lo que sientes afecto, tus proyectos y tus sueños. El Santo Padre te castigará».
«Tal vez ya lo haya hecho», pensó Daniel desesperado, con sus manos cerradas en puños sobre la paja y los juncos.
– Por favor, Padre, perdóname y ayúdame. La lujuria ha poseído mi corazón -admitió con la cabeza inclinada en el crucifijo. Pero incluso en ese momento su mente agitada se dispersó hacia las mujeres, esas criaturas maravillosas y tentadoras-. Soy… soy víctima de mi condición mortal. Lucho contra los impulsos pero, Padre, por favor, ayúdame.
Las lágrimas ardían en sus ojos, sabía que los rezos por sí solos no expiarían sus pecados.
Necesitaba ser castigado.
– Ayúdame a hacer desaparecer la lujuria de mi mente y de mi cuerpo -rezó, las lágrimas le fluían por los lagrimales.
Ay, era débil. Patéticamente débil.
Preso de una desesperación absoluta, se santiguó. Había comenzado a elevarse cuando oyó algo, unas botas que se arrastraban, muy cerca. Como si alguien hubiera estado en la capilla junto a él. El corazón se le encogió al pensar en sus rezos desesperados. Dios era el único destinatario de ellos.
Inundado de vergüenza, echó un vistazo sobre su hombro y encontró entreabierta la puerta que daba al exterior, tal vez por el viento: el pestillo siempre estaba roto. Tal vez era una falsa alarma. Pero el vello de los brazos se le puso de punta y pensó que había distinguido, por encima de la ráfaga de viento, el sonido de unos pasos que retrocedían. Se precipitó sobre sus pies. ¿Acaso le había escuchado alguien desde la entrada? ¿Había asistido alguien a su confesión de culpabilidad?
Sin perder un segundo, caminó hacia la puerta y salió afuera. La noche era cruda y glacial, el viento tan fiero que se filtraba a través de la capa, y caía una lluvia tan fría que casi era hielo.
Cubriéndose con la capucha, se inclinó en la dirección del viento y siguió el camino principal que conducía al jardín. No se veía a nadie pero la puerta estaba abierta y daba golpes, como si alguien se hubiera alejado con celeridad y no hubiera asegurado el pestillo. ¿Quién? ¿Había estado alguien espiándole?
Corrió por las piedras y entró en el patio de armas, donde, debido a las inclemencias del tiempo, pocos hombres se congregaban, sólo algunos guardias en sus puestos y Dwynn, con el sombrero calado hasta los ojos, transportaba una cesta llena de leña al gran salón.
– Oye tú -le llamó el Padre Daniel, deslizándose entre el fango por alcanzarlo.
Dwynn se detuvo, el agua de la lluvia le goteaba por el ala del sombrero.
– ¿Has visto a alguien entrar en la capilla hace un rato?
– No, Padre. -El tonto se apresuró a negar con la cabeza y agarró su pesada cesta con una facilidad sorprendente, dirigiéndose hacia el gran salón de nuevo.
– ¿A nadie?
– Sólo a los guardias.
– Déjame ayudarte -se ofreció el sacerdote, más para tener una posibilidad de conversar con el hombre que para aliviar su carga.
La lluvia estaba salpicaba, formando charcos y descargando el aguacero de lado.
– ¿Estás seguro de que nadie salió corriendo del jardín hacia allí? -Daniel señaló la puerta abierta.
– ¿Quién era? -preguntó Dywnn.
– ¿Qué? Ah, no lo sé, pero creo que había alguien en la capilla que corrió hacia fuera. Por ahí. -Daniel le miró con detenimiento a través de la lluvia que arreciaba y recordó la sombra, una figura que corría a lo largo del camino que llevaba al establo, pero en el instante en que parpadeaba por la lluvia que le entraba en los ojos, había desaparecido.
– Entonces se marchó, si ya no está allí -razonó Dwynn.
– ¿Qué?
– El que estaba en la capilla. ¿No dijisteis que había alguien allí? -preguntó Dwynn, arqueando las cejas como si tratara de concentrarse. El pobre tonto estaba enloqueciendo por completo-. Alfrydd quiere la madera.
– Es un pecado mentir, Dwynn. Ya lo sabes. -El sacerdote era firme.
– Sí, padre. -Los pasos de Dwynn no vacilaron demasiado.
– Y Dios lo oye todo. No sólo las oraciones.
No obtuvo respuesta.
Era imposible. O no entendía o no quería contestar. Ahora estaban cerca de la entrada trasera del gran salón.
– A Dios no le gustaría que mintieras, Dwynn. Él te castigaría.
Dwynn se abrió paso a empujones por la puerta de la cocina y asintió mientras pasaba:
– Él nos castiga a todos, Padre. A cada uno de nosotros.
«Eso mismo», pensó Daniel con aire taciturno mientras echaba un vistazo a las ventanas del tercer piso, donde lady Morwenna y lady Bryanna tenían sus aposentos privados.
El aguanieve le cayó en la cara al mirar hacia arriba y, con todo, no consiguió apagar la rabia que ardía en su alma.
Sir Vernon se envolvió con más fuerza el manto alrededor del torso. Era una noche no apta ni para hombres ni para bestias pero, aun así, se quedó fuera de pie, acurrucado por el aguanieve que había comenzado a escupir el cielo oscuro. Despacio, inclinó la cabeza, anduvo de una esquina del muro de cerramiento hasta la siguiente torre. Dio patadas con energía porque parecía que los pies se le habían congelado dentro de las botas. Aunque se había dicho que nunca más bebería a sorbos de su pequeña petaca mientras estuviera de guardia, esa noche dejó a un lado la promesa. Sería un maldito suicidio no tomar un trago de aguamiel para calentarse la panza.
– Por las campanas del infierno -gruñó bebiendo un sorbo largo y sintiendo el calor bajándole por la garganta.
Eructó y, satisfecho por un instante, guardó el jarro en el escondite que había encontrado en una grieta del muro este.
Desde su posición ventajosa, Vernon miró abajo, al patio de armas, donde sólo brillaban ya unas pequeñas luces en las cabañas que se agrupaban a lo largo de la base de la muralla. Todo estaba tranquilo. Sereno, como si no hubiera caído la maldita aguanieve. Con la mirada atenta barrió desde la puerta interior hasta el patio exterior, una porción de tierra de dimensiones mucho más grandes, rodeada todavía por esos muros gruesos.