Todo parecía estar en su sitio, ninguna sombra escapaba a través de la hierba amarillenta del invierno. No había ninguna banda de matones cerca del pozo ni en el huerto. Aguzando el oído para escuchar algún sonido, sólo oyó los gruñidos de los cerdos que se empujaban mientras se preparaban para pasar la noche, así como el crujido y el susurro del molino de viento, cuando las aspas giraban por la misma brisa que vibraba a través de las ramas desnudas del huerto.
Todo estaba en orden en esa noche de invierno sin luna. Pensó en darle otro sorbo a la petaca pero decidió esperar. Faltaban algunas horas para que amaneciera y debía ahorrar el aguamiel. Se sopló las manos cubiertas con guantes y dio media vuelta hacia la torre sur.
Algo se movió en la torreta de vigilancia.
– Caramba.
¿Qué diablos era eso? ¿Otro guardia? ¿Quién montaba guardia allí esa noche? ¿Geoffrey? ¿O Hywell? ¿O…? Vernon desvió la mirada y apretó sus pasos a lo largo de la muralla este. El aguanieve repiqueteaba sobre su cara y un cierto temor le ascendió lentamente por la espalda, aunque sus ojos apuntaron a la oscura figura que parecía haber surgido de ninguna parte.
Quienquiera que fuera estaba de espaldas a Vernon y le miraba fijamente a través de las almenas.
– Quién va -gritó Vernon, asiendo la empuñadura de su espada mientras se acortaba la distancia entre ellos-. ¿Qué hacéis allí arriba?
La figura oscura se dio la vuelta, todavía oculta entre las almenas en penumbra, su cara tapada por la capucha.
– ¿Hermano Thomas? -conjeturó, ya que el hombre iba ataviado como un monje. Vernon salió disparado hacia delante, contento de tener compañía, cualquier compañía, aunque se creía que el ermitaño de la torre, Thomas, estaba loco-. Estás bastante lejos de tu habitación -le amonestó suavemente mientras se acercaba-. Necesitabas aire fresco, ¿no?
No le echaba la culpa al solitario monje. ¿Quién podía estar en una habitación a solas, rezando postrado, sin ver a nadie salvo a los criados que traían la avena y el agua y sacaban los baldes de excrementos? Dios mío, vaya vida.
Vernon soltó su arma. El hombre viejo no representaba ninguna amenaza y probablemente sólo buscaba un pequeño respiro de su cuarto estrecho.
– Oye, Thomas -llamó, todavía a varios pasos de distancia-. No sé cuáles son tus votos, pero me gustaría tomar unos tragos, y tengo una jarra en la torre ahí atrás… -Apuntó con su pulgar hacia la torre este-. Puede calentarte las entrañas, e incluso el alma, en una noche como ésta.
El hombre todavía no dijo palabra y por un segundo Vernon pensó que tal vez se había cortado la lengua, en un sacrificio idiota. Vernon se estremeció ante ese pensamiento y continuó andando y, mientras la distancia entre ellos se acortaba, descartó la idea de la automutilación. Lo más probable es que Thomas hubiera hecho un voto de silencio que no rompería, ni siquiera por una gota de cerveza. Sí, ¡eso era! Vernon estaba ya cerca de la torre.
– Hermano, espero que no te hayas ofendido por mi ofrecimiento. Es que esta noche hace un maldito frío que te hiela el alma.
El otro caminó hacia delante y le ofreció la mano.
Vernon sonrió, contento por la compañía que se le ofrecía.
– Sí, es una noche que espantaría al propio Lucifer -dijo el otro, salvando la escasa distancia que quedaba entre ellos.
Con sonrisa burlona emitió un destello blanco en la oscuridad, alzando el brazo.
En la luz tenue, Vernon reconoció el arma, pequeña, curva, letal.
Vernon buscó desesperadamente su espada.
– ¡Maldita sea!
Con sorprendente agilidad, el monje le hizo volverse.
El otro se retorció, pero sus botas se deslizaron sobre el adarve helado.
En un instante, su atacante se le echó encima. Su mano rodeaba la empuñadura de un arma.
Vernon intentó desenvainar la suya y se movió oponiendo resistencia. Pero era demasiado tarde. Sintió que le asían del cabello.
La daga se hundió hacia abajo.
El grito de Vernon murió en su garganta cuando la pequeña hoja serrada entró con un movimiento desigual.
Con un ruido sordo, Vernon cayó, dando de cabeza contra la almena. Luego, aturdido y desvalido, miró fijamente a su asesino, lo reconoció, pero ya no podía gritar porque su sangre se desparramaba por las piedras lisas y frías del adarve.
Capítulo 14
– ¡Lady Morwenna! Por favor, abrid la puerta. ¡Soy yo, Isa!
Morwenna gimió y abrió los ojos. El perro, que estaba a su lado, emitió un gruñido suave.
– ¡Voy! -gritó Morwenna alcanzando la túnica. El perro despertó y soltó un ladrido.
Un dolor de cabeza le oprimía el cráneo y sintió como si tuviera arenilla dentro de los ojos.
– No comiences -reprendió al perro, caminando con paso ligero hacia la puerta y abriendo-. ¿Por qué siempre golpeáis mi puerta en mitad de la noche? -exigió, todavía irritada porque había dormido poco desde su visita a la habitación de Carrick.
Cuando se acordó, sintió que le subían los colores como cuando había levantado la colcha…
– Ha pasado algo horrible -insistió Isa con los viejos ojos bien abiertos de preocupación, la cara tan pálida como un fantasma y los labios exangües.
– ¿Qué? ¿Qué pasa? -Morwenna despertó en ese instante aunque la cabeza todavía parecía que le iba a estallar por la falta de sueño.
Isa se deslizó en la habitación y cerró la puerta. El perro gruñó suavemente y se acomodó en la cama otra vez. La habitación estaba helada, el fuego se había consumido en las pocas horas que Morwenna llevaba metida en la cama, presa de la cólera y de la desesperación.
La voz de Isa fue un susurro quedo, como si tuviera miedo de que las paredes la oyeran.
– Se ha producido una muerte, milady. Una muerte, aquí. -Isa señaló el suelo-. Dentro de las murallas de Calon.
A Morwenna la piel se le erizó.
– ¿Una muerte? No es posible, Isa.
– ¡Sí! -silbó Isa-. Esta noche.
– ¿Quién ha muerto?
– No lo sé.
– ¿Qué quieres decir? -Morwenna entrecerró los ojos con recelo. Y, con todo, no podía sacudirse el sentimiento de temor que las palabras de Isa le habían provocado. «¡Carrick! Lo han matado»-. Dímelo -exigió.
– Estaba… Estaba pidiendo protección a la gran Madre.
– ¿Formulando hechizos?
– ¡No! Sólo rezando.
– ¿De veras no practicabas ninguna de tus magias? Ya sabes lo que piensa el padre Daniel al respecto.
Los dedos de Isa rodearon la muñeca de Morwenna como si le hubiera echado una zarpa.
– Escúchame, niña -le ordenó ella, como si fuera otra vez la nodriza y Morwenna aquella jovencita bajo su tutela-. He visto la muerte esta noche. Aquí, en esta torre. A manos de alguien. Presta atención a mis palabras, Morwenna: ha habido un asesinato en el castillo.
– Todavía no puedes decirme a quién han asesinado, por qué o incluso quién cometió el crimen -señaló Morwenna, sin querer creerla-. ¿Tengo razón?
– Confiad en mí -le pidió Isa.
La desesperación de su voz era tan verdadera que acabó por ahuyentar las dudas que podían quedarle a Morwenna. El temor le caló hasta el fondo de su alma.
– De acuerdo. -¿Cuántas veces en el pasado había demostrado Isa estar en lo cierto? Demasiadas veces para contarlas. Apartó el pelo de los ojos-. ¿Es Carrick? -preguntó.
– No… No creo -contestó Isa.
Morwenna sintió alivio durante una fracción de segundo y el pánico la embargó de nuevo.
– ¿Bryanna? Oh, Dios…
– Vuestra hermana todavía duerme -dijo Isa-. Lo que vi pasó en las torres. Vi la luna encima de la torreta y después la cara de la muerte tan claramente como si Arawn estuviera de pie ante mí.