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– ¿A quién han matado? ¿Dónde? ¿Cuándo? -preguntó, mientras alcanzaba su espada, que colgaba en la pared cerca del fuego-. ¿Por qué no me lo dijeron?

– No hemos encontrado a la víctima todavía.

– ¿Qué? No habéis encontrado… -Apoyó el arma en la pared y levantó en alto sus manos grandes como si se rindiera-. Milady -prosiguió, clavándole otra vez su mirada firme-, no lo entiendo. ¿Cómo sabéis que han matado a alguien si no hay cadáver? ¿Alguien ha confesado? ¿No? -conjeturó al ver cómo negaba delicadamente con la cabeza-. Entonces, ¿alguien presenció el asesinato? ¿Quién?

Morwenna se aclaró la garganta a la vez que se sentía cada vez más ridícula.

– Isa tuvo una visión.

– ¿Cómo decís? -dijo él.

– De una muerte -se interpuso Isa, con sus ojos azul claro despejados y decididos-. He tenido una visión de una matanza brutal.

– ¿Una visión? -repitió Alexander, enarcando una de sus espesas cejas. Intercambió una mirada con sir Forrest y se produjo una comunicación tácita entre los dos hombres, pensando en una broma-. Una visión…

– No os burléis de mí -advirtió la anciana, con un rostro tan feroz como el de un águila-. Sucedió en el adarve. -Isa señaló hacia el este-. Percibo vuestra incredulidad, sir Alexander, y sé que os divierte. Pero, confiad en mí, no se trata de ninguna broma. Alguien ha sido asesinado esta noche en la torre.

– Pero, ¿no sabéis quién?

– Todavía no. Vayamos allá sin más demora…, a la torre este -insistió Isa.

– A la torre este.

– ¿Acaso tenéis que repetir todo lo que digo? ¡Sí, a la torre este! -espetó con una exasperación evidente en la voz a causa de la majadería del capitán de la guardia-. Por favor, venid. Debemos apresurarnos.

Alexander echó una mirada a Morwenna.

– ¿Es lo que vos deseáis, milady?

– Sí, sir Alexander -Morwenna dejó sus dudas-. Confío en Isa.

– Entonces así lo haré.

En un instante cogió su arma, se ató con una correa la vaina al cinto y luego hizo señas a sir Forrest. Sin mediar más palabras, subió la escalera que llevaba al sendero que conducía al adarve, un amplio pasillo sobre el patio que rodeaba la torre. Allí el viento soplaba con furia, aullaba a través de las almenas y se arremolinaba alrededor de las torres. A cierta distancia, un búho ululó por encima del sonido de las botas que se arrastraban sobre las piedras, el susurro de una conversación y el temor que pesaba cada vez más en el corazón de Morwenna.

¿Y si Isa se equivocaba?

Se sentiría aliviada porque significaría que no se había producido un asesinato en la torre. Pero se encontraría en un aprieto por haber dado crédito a su anciana nodriza. ¿Y qué? No era un pecado, ni siquiera un indicio de haber perdido la cabeza. Y, con todo, Morwenna sabía que si la visión de Isa demostraba ser falsa, sería objeto de los chismes y del escepticismo y, en definitiva, ella se convertiría en el blanco de todas las bromas por haber creído en el sueño de su nodriza. Las criadas disimularían sus sonrisas a su paso, los escuderos bajarían la voz pero reirían a su espalda y los hombres y las mujeres de más edad intercambiarían miradas de complicidad significando que, en realidad, una mujer no estaba capacitada para gobernar un castillo como Calon.

Si por el contrario se probaba que Isa estaba en lo cierto, habría muerto un habitante de Calon. Una mano asesina le habría sesgado la vida, a pesar de que Morwenna había prometido proteger a cuantos la servían.

Sería mucho peor.

Sufriría una enorme vergüenza.

No podría soportar que un inocente hubiera sido asesinado.

Caminaban raudos y veloces a lo largo del adarve.

– ¿Dónde está sir Vernon? -preguntó Alexander.

El corazón de Morwenna casi dejó de latir.

Sir Forrest miró a través de las almenas.

– Tenía asignada la muralla este. Yo lo vi antes, estaba en su puesto.

– Oh, gran Madre, no, por favor -dijo Isa, e inició una salmodia.

Morwenna, con un frío que le nacía de las entrañas, sintió una nueva ola de temor mientras evocaba la cara rolliza de sir Vernon y sus ojos centelleantes bajo sus cejas pobladas. Seguramente había algún error.

– Todos sabemos que suele tomar uno o dos tragos -decía sir Forrest mientras caminaban en dirección este-. Tal vez se durmió mientras… ¿Qué es esto? -La voz del guarda se elevó con extraña preocupación.

– ¿Qué? -Alexander fijó la vista delante, su mirada pareció aguzarse sobre la torre este.

– Por los clavos de Cristo -juró entre dientes Alexander, y echó a correr, haciendo repicar sus botas contra las piedras.

El corazón de Morwenna se congeló cuando percibió la forma oscura y desplomada de un hombre que yacía sobre el adarve.

– ¡No! -gritó.

Corrió a toda prisa, pisándole los talones a Alexander. Era sir Vernon, el hombre corpulento con la risa estruendosa a quien ella había engañado, el caballero que cumplía castigo. Con la garganta seca corrió todavía más rápido, su corazón resonó con terror.

Sin embargo reconoció la cara de sir Vernon, pálido como la muerte, y bajo su mejilla, que reposaba sobre las piedras, había un charco espeso de sangre coagulada. Sus ojos inertes miraban fijamente hacia delante y su espada reposaba impotente a su lado.

– Por Dios, ¿qué es esto? -dijo Alexander inclinándose para tomarle el pulso.

– ¿Está…?

Alexander asintió con la cabeza y cerró despacio los ojos del soldado mientras sir Forrest e Isa los alcanzaban. Isa jadeaba, rezaba, su piel era tan exangüe como la de Vernon. Acariciaba la piedra que colgaba de la correa de cuero que llevaba anudada al cuello y se inclinó contra las almenas.

– Es tal como lo vi -dijo ella sin un ápice de satisfacción.

Alexander se enderezó.

– Si visteis esto, ¿quién lo hizo? -preguntó con la voz temblorosa por la rabia.

– No lo sé.

– Y, aun así, ¿visteis la muerte? -Sus ojos oscuros destellaron en la noche.

– Lo vi desplomarse, vi la el rostro de Arawn y, más tarde, a la Señora Blanca.

– Imágenes de muerte -explicó Morwenna.

Alexander desató su furia contra Forrest.

– ¡Que suene la alarma! ¡Despierta a los centinelas! Ten todas las puertas controladas para que nadie escape y dobla la guardia en las entradas de la torre. Que la guarnición busque hasta el último rincón al asesino.

– Y ¿cómo lo reconoceremos? -preguntó Forrest-. ¿Quién es el canalla?

– Sí, ¿cómo lo reconoceremos?

Alexander avanzó hacia Isa, que, temblando de miedo, se apoyaba contra una almena. Sus pálidos ojos estaban vidriosos, sus dedos frotaban la piedra desesperadamente, como si el mero acto de friccionarla pudiera alejar la visión y retroceder en el tiempo.

– No lo sabe, ya lo dijo antes -aclaró Morwenna.

– Pero podría intentar evocar la visión otra vez, ¿no?

– No lo sé. -Morwenna sacudió la cabeza-. Sir Forrest, envía a alguien a por el médico… y a por el sacerdote.

Morwenna apartó la vista del cadáver de sir Vernon y parpadeó con rapidez porque los ojos se le llenaron de lagrimones.

– ¿Estaba casado?

– No -respondió Alexander.

– Bien. Al menos no ha dejado viuda y huérfanos -dijo ella.

Pero poco consuelo se podía hallar en esa noche tan negra y fría como el velo de Satán.

Capítulo 15

– Os lo dije, Carrick de Wybren está maldito -susurró Isa.

Estaban en una cámara de la torre de entrada. La anciana se frotó los brazos con las manos y su mirada atenta recorrió la habitación buscando cualquier rincón oscuro que pudiera dar cobijo a un asesino.

Mientras los candelabros de la pared parpadeaban, el padre Daniel, severo como siempre, oficiaba los últimos ritos sobre el cuerpo de sir Vernon.