Afuera, el castillo comenzó a llenarse de vida. Los gallos cantaban, os hombres proferían voces, las ovejas balaban. Los cencerros tintineaban y el viento, tan virulento la pasada noche, había remitido. El alba se extendía por las colinas del este y los rayos de luz pálida se filtraban por las pequeñas ventanas. La mayor parte de los soldados tenían órdenes de revisar la torre; los pocos que se quedaron lo hicieron guardando un silencio glacial. El sueño, los dados, las mujeres, así como la comida y la bebida se habían olvidado ante la visión del cuerpo inmóvil y ensangrentado de sir Vernon.
El padre Daniel susurró unos rezos sobre el cuerpo mientras el médico se erguía a un lado, aguardando paciente a que acabara el rito religioso para examinarlo. La expresión de los dos hombres era severa a pesar de que los dos veían la muerte desde extremos opuestos: uno desde el plano espiritual, el otro apegado al físico.
El alguacil Payne y sir Alexander se colocaron cerca, mientras Forrest montaba guardia en la puerta.
– Escuchad, milady -insistió Isa, los ojos como platos por el miedo, los viejos labios planos fruncidos contra los dientes-. ¡Mientras Carrick de Wybren esté en el interior de esta torre, todos estamos condenados!
El sacerdote levantó la cabeza y sus ojos adustos se encontraron con los de Isa.
– Si alguien está condenado -dijo él despacio, con los labios finos y descoloridos y los ojos ardiendo por un fuego casi histérico-, es aquel que reza a dioses y diosas paganos.
La mirada atenta de Isa no vaciló. Dio un paso hacia el sacerdote.
– Desde que trajeron a sir Carrick a esta torre no ha habido más que muerte y confusión, padre.
– Quizá si todos tuviéramos más fe, Dios bendeciría este castillo. -El sacerdote mantuvo una sonrisa imperturbable. Una sonrisa estudiada. Lanzó una mirada fría a Morwenna-. Milady, sería mejor que cesaran todos los hechizos, runas y plegarias consagrados a lo impío.
– ¿Creéis que han asesinado a sir Vernon a causa de los rezos de Isa?
– Al santo Padre no le gustaría.
– Y vos, Isa, ¿pensáis que sir Vernon fue asesinado a causa de una maldición contra Carrick de Wybren?
– Todo Wybren está maldito -sentenció la anciana nodriza con audacia.
El sacerdote resopló con repugnancia.
Sir Alexander se acercó unos pasos más hacia la mesa sobre la cual yacía sir Vernon.
– Poco importa. El hecho es que Vernon está muerto. De alguna forma el asesino se coló en la torre.
– O reside aquí -dijo el alguacil masándose los pelos de la barba-. Doctor, ¿podéis decirnos qué tipo de cuchilla se utilizó para cortarle la garganta al hombre?
Nygyll estaba ya examinando el cuerpo. Levantó la barbilla de sir Vernon mostrando la desagradable incisión que tenía bajo la barba.
– Vamos a ver… Oye, Forrest, ve y averigua por qué tardan tanto tiempo. He pedido a mi ayudante que traiga paños calientes y ropa fresca del gran salón.
A Morwenna el estómago le dio un vuelco. Había visto personas muertas antes y había asistido a heridos, pero la muerte de Vernon era diferente, la atañía personalmente, era responsable de que le hubieran enviado al adarve cuando su deber era preocuparse y proteger a cuantos ocupaban la torre. Y había fracasado. Sí, Vernon había sido un soldado y un centinela, un hombre que había jurado lealtad a Calon, un hombre que había prometido protegerla y que conocía los peligros de su posición. Con todo, Morwenna experimentó una culpa que la roía por dentro porque, de alguna manera, había traído esa muerte y destrucción consigo a Calon. Si no fuera por ella, ¿acaso sir Vernon no estaría vivo esa mañana?
Miró arriba y advirtió que Dwynn la vigilaba. El hombre, aturullado de alguna manera, se había despertado y se acercó hasta allí. Lo que no era ninguna sorpresa. Parecía que siempre estuviera al acecho, no importaba la hora, ya fuera de día o de noche, en particular si se gestaba algún problema.
La puerta de la casa del guardia se abrió y Gladdys, que llevaba una cesta llena de toallas, hizo su entrada con apremio en la habitación. La seguía George, el escudero, acarreando un pesado caldero de agua que desprendía vapor.
– Pon la cesta allí -le ordenó Nygyll señalando un banco y con una brizna de impaciencia en su voz-, y coloca el caldero sobre la lumbre para que permanezca caliente. ¡Y tú, Dwynn, ayuda al chaval!
Dwynn alcanzó el asa de la caldera y parte de agua caliente se derramó por el suelo, una corriente de aire entró rauda por la chimenea y sopló contra los carbones ardientes.
– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué haces? -murmuró Nygyll, fulminando con la mirada al tonto al mismo tiempo que cogía una toalla y la empapaba en agua caliente.
Dwynn, silencioso como siempre, señaló con un dedo acusatorio hacia el escudero, pero Nygyll ya se había dado la vuelta y limpiaba la sangre incrustada en la herida del cuello de Vernon.
– No es un corte directo -dijo el alguacil, inclinándose más cerca.
– ¡Ja! -gruñó Nygyll.
– ¿Qué demonios es esto? -preguntó Alexander.
La herida se hacía más evidente.
– Afeitadlo -sugirió Payne.
Nygyll tomó una cuchilla afilada y afeitó con cuidado la barba oscura que cubría el cuello del centinela muerto. Poco a poco, la horrible incisión salió a la luz y, tal como Payne había dicho, la herida no era en absoluto una cuchillada limpia y nítida. El espantoso corte descendía desde la oreja izquierda de Vernon, luego subía ligeramente hasta la punta de la barbilla, de nuevo bajaba hacia el otro lado de la mandíbula y, finalmente, seguía hacia arriba y acababa en la oreja derecha.
– Jesús -susurró Alexander.
El alguacil miró con gravedad.
– Es la W de Wybren -dijo Isa.
Algunos de los soldados que estaban en la habitación se irguieron para verlo.
– O de bruja -replicó el padre Daniel, apretando los labios contra los dientes y clavando los ojos en Isa.
– Por todos los dioses, esto quiere decir algo -susurró Payne.
Morwenna sintió un temblor que le recorría la columna al clavar también sus ojos en la incisión irregular.
– ¿Una advertencia? -preguntó ella.
Alexander miró a Morwenna con ojos que escondían preguntas todavía sin responder.
– O alguien contrario a Carrick de Wybren.
– Carrick no se ha despertado -informó Nygyll mientras se secaba las manos con una toalla limpia-. Le he atendido y todavía no ha dado ninguna señal. -Levantó la mirada y sus ojos se clavaron en Morwenna por un instante. Luego miró a sir Alexander-. Incluso si el paciente se hubiera despertado y recuperado el pleno uso de sus facultades, lo cual dudo, es imposible que pasara por delante del guardia. Está retenido en su cámara. No puede haberlo hecho -dijo señalando a sir Vernon-. Toma esto -ordenó a Gladdys, la criada de dulces y grandes ojos oscuros, mientras se frotaba las manos vigorosamente con la toalla sucia.
Ella se estremeció y luego puso solícita el paño empapado de sangre junto a un montón de trapos sucios.
– Obviamente murió a causa del corte -dijo el alguacil.
El médico se volvió hacia el cadáver y cruzó las manos manchadas de sangre de Vernon sobre su pecho. Su mirada atenta se posó sobre el alguacil y asintió.
– He encontrado en el cadáver señales de una contusión donde se abrió la cabeza, seguramente al caer contra las almenas o el suelo del adarve, y entonces le degollaron y se desangró hasta morir. -Inspeccionó de nuevo al muerto-. Además diría que el asesino debe de ser corpulento, y sospecho que está infestado de piojos, pulgas o algo peor. No es precisamente un exponente del ejército de Calon.
Unos pasos apresurados resonaron fuera, en el vestíbulo.
Bryanna emergió en la cámara, a un paso frente a Morwenna.
– ¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está mi hermana?
– ¡Oh! -gritó, mientras Morwenna se volvía hacia ella-. ¿Qué ha pasado?