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– Han asesinado a sir Vernon hace unas horas -dijo su hermana.

– ¿Asesinado? ¿Cómo? -Bryanna jadeó, sus grandes ojos empezaron a dar vueltas al descubrir el cadáver sangriento-. ¡Oh, Dios! -Se llevó una mano a la garganta-. ¡No!

– Que salga de aquí antes de que enferme -dijo Nygyll.

Morwenna ya había visto suficiente.

– Ven -dijo a Bryanna.

La guió hasta el vestíbulo y después al exterior de la mañana fresca, donde el curtidor adobaba la piel de un ciervo y el armero limpiaba una cota de malla en barriles de arena. Morwenna apenas notó la actividad, sus pensamientos se concentraban en el guardia asesinado. ¿Quién lo habría hecho? ¿Por qué? Vernon, aunque era un soldado, parecía un alma apacible en el fondo.

– ¿Qué ha…? ¿Qué ha pasado? -preguntó Bryanna a Morwenna, apresurándose con Isa por alcanzarla-. ¿Quién…? ¿Quién… le haría daño, quiero decir, quién mataría a sir Vernon?

– No lo sabemos. Todavía. -Mientras pasaban por delante del tintorero que hervía la tela en una tina llena de líquido verde, Morwenna le explicó la visión de Isa y los acontecimientos que se habían sucedido.

Alcanzaron el gran salón cuando terminó el relato.

– Estás diciendo que el asesino está entre nosotros -susurró Bryanna mientras se adentraban en el calor de la torre.

– Eso parece.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Bryanna.

– Los guardias están buscando por el castillo. El alguacil y algunos soldados están interrogando a la gente de la ciudad y de los pueblos vecinos.

– Pero tal vez haya escapado -dijo Bryanna subiendo la escalera que conducía al solario-. ¿No deberías enviar un mensajero a Penbrooke?

– No. -A pesar del asesinato, no iba a pedir auxilio a su hermano Kelan. Al menos todavía-. No es problema de Kelan.

– A él le gustaría saberlo.

Morwenna negó con la cabeza, pensando en su hermano mientras se quitaba los guantes y la capa. Alto, orgulloso y decidido, Kelan no sólo querría saber lo que pasaba allí, sino que sin duda enviaría a un ejército conducido por él o por su hermano, Tadd.

Morwenna arrojó su capa sobre un taburete y frunció el ceño mientras contemplaba a la más joven. Tadd era tan apuesto como Kelan, pero tan irresponsable como Kelan digno de confianza. Morwenna no quería que ninguno de sus autoritarios hermanos le dijera cómo debía manejar la situación.

– ¿Y si tú fueras la señora de la torre, Bryanna? -preguntó ella, cruzando los brazos bajo los pechos-. ¿Correrías tan rápido en busca de cualquiera de nuestros hermanos?

Bryanna resopló, y Morwenna se dejó caer en un banco cerca del fuego y se abstrajo con las llamas.

– No -admitió con la cabeza, los largos rizos todavía parecían más rojos a la luz de la lumbre.

– Kelan podría ser de ayuda -aconsejó Isa.

– No lo creo -Morwenna caminó hacia la ventana.

Desde una posición elevada, podría mirar hacia abajo, al patio de armas, donde la mañana comenzaba como si se tratara de un día más y no se hubiera cometido un asesinato brutal dentro de la torre.

El herrador, un hombre musculoso, ya forjaba las herraduras con ayuda del fuego, un muchacho trabajaba con el fuelle para mantener las ascuas calientes y el otro usaba todas sus fuerzas para curvar y luego aplastar el hierro candente al rojo vivo, moldeándolo hasta convertirlo en una herradura.

No muy lejos, una muchacha pecosa que rondaría los cinco años recogía huevos con afán, y su desgarbada hermana pelirroja lanzaba semillas al aire, esparciéndolas entre una multitud de pollos que cacareaban, se agitaban y picoteaban con ira los unos a los otros en las patas. Cerca del centro del patio, dos muchachos con pelo color rojo, hijos del molinero, acarreaban cubos de agua de uno de los pozos, derramando más agua de lo que le hubiera gustado a Cook. Los guardias retenían a tres cazadores montados a caballo bajo el rastrillo que conducía al patio exterior.

Y durante todo ese rato, Vernon seguía tendido, muerto a manos de un asesino. Morwenna se frotó los hombros, y como si le leyera el pensamiento, Bryanna suspiró.

Un golpe tranquilo sonó sobre la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Morwenna.

– Alexander, milady.

– Pasad.

Entró con una expresión tan severa como la que había adoptado en la torre de entrada.

– Si puedo hablaros un momento -dijo, echando un vistazo a las otras dos mujeres.

– Por supuesto -consintió Morwenna, impaciente por tener alguna noticia. No podía limitarse a quedarse sentada y esperar-. Vuelvo enseguida -dijo a su hermana y a Isa.

Con premura, Morwenna siguió a Alexander por el vestíbulo, donde las velas parpadeaban y se consumían. Cerró la puerta tras ella.

– ¿Qué ocurre?

– Un mensajero llegó a la torre de entrada hace sólo unos minutos, lo detuvimos, desde luego, pero jura que viene del castillo de Heath y parece que es cierto. Todo estaba en orden. Trajo esto.

Alexander le entregó una carta lacrada.

Su corazón se desmoronó al reconocer el sello de la casa de Heath. El sello de lord Ryden. Lo contempló sin abrir la maldita carta. La última cosa que necesitaba ahora era tratar con el hombre con quien estaba prometida. Pero sir Alexander esperaba, y puesto que tuvo claro que no podía aplazar lo inevitable, rompió el lacre y abrió la carta. Era breve y sucinta. Lord Ryden había tenido noticias por un viajante de que había problemas en Calon, en otras palabras, que Carrick de Wybren había sido encontrado medio muerto a las puertas del castillo.

Dios mío. ¿Significaba esto que las noticias habían llegado también hasta Wybren?

«Desde luego… ¡Eres una insensata por pensar de otra manera!»

Sus hombros se desplomaron. ¿Qué había hecho? ¿Intentar proteger a Carrick?

¿O retenerle casi como a un prisionero hasta que despertara para exigirle respuestas, no sólo sobre el ataque sino por el abandono por la esposa de su hermano?

Se concentró en ese pensamiento. Tenía que enfrentarse a lo que estaba pasando, tanto si quería como si no. Tenía que ponerse en contacto con Graydynn inmediatamente. En cuanto a su prometido…, ¿qué iba a hacer con él?

Lord Ryden le ofrecía su ayuda para llevar al traidor ante la justicia de Wybren, y prometía visitarla lo antes posible. Si todo marchaba según sus planes, llegaría a Calon al cabo de tres días.

Morwenna miró fijamente la carta y luego la aplastó en su mano. No sentía ninguna alegría ante la perspectiva de volver a verlo. Si sentía algo, no era más que una irritación consigo misma por aceptar su oferta y una furia silenciosa porque todavía albergaba sentimientos por Carrick aunque estuviera poco dispuesta a admitirlo delante de nadie…, y ni siquiera de sí misma. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se preocupaba todavía por el hombre que la había traicionado? ¿Y qué diablos la había poseído para prometerse a Ryden de Heath? ¡Debía de haberse vuelto loca!

Y había sido un grave error.

Morwenna lo supo desde el mismo momento en que el «sí quiero» salió de sus labios.

«Ryden tiene además otra razón para venir. ¿Acaso no juró vengar la muerte de su hermana?»

El pánico casi la asfixió. Lo más seguro que Ryden no se ocuparía del asunto con sus propias manos, allí en Calon, donde ella era soberana. ¿O sí?

Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que casi había olvidado que sir Alexander todavía aguardaba a pocos pasos de ella, con los ojos oscuros repletos de preguntas silenciadas, a las que ella temía contestar.

– Lord Ryden nos visitará dentro de tres días -anunció ella, esforzándose por adoptar un tono de voz que no sentía y por aplastar su creciente sensación de temor.

Un músculo se movía bajo la barba espesa que poblaba la mandíbula de Alexander.

– Pediré a Alfrydd que lo prepare todo.

– Gracias -dijo, aunque sentía su corazón más pesado que antes.