– ¡Carrick! ¿Puedes oírme? ¡Por favor, por favor, despierta! -susurró ella con desesperación contra el lóbulo de su oreja.
«No la oigas. No permitas que sepa que puedes oírla».
– Tengo que hablar contigo… Por todo lo que es sagrado, Carrick, despierta -suplicó ella. Como no obtuvo respuesta, soltó un bufido irritado-. ¡Espero que te pudras en el infierno! -exclamó.
Pensó que entonces se marcharía, rezó para que ella pusiera punto final a ese dulce tormento pero, en lugar de eso, se quedó un rato más, se acercó de nuevo, la respiración de ella volvía a recorrer su piel cuando, una vez más, se inclinó sobre él. Se le retorció el estómago. Casi gimió. Ella depositó sus labios sobre los de él y luego deslizó un beso desde la mejilla poblada de barba hasta la boca.
«¡Oh, Dios, no!»
Él se tensó.
Sintió el aliento de ella mezclándose con el suyo.
«¡No!»
Su boca suave y dúctil tocó la suya.
¿Cómo podía ignorarlo? ¿El calor que invadía su sangre, el cosquilleo que traspasaba todo su cuerpo, el salvaje impulso de necesidad que se precipitaba por sus venas? Desesperadamente luchó contra el impulso de rodearla entre sus brazos, aplastar su boca contra la suya, degustar el sabor salado de su piel… Su ingle se apretó y se puso tan rígido que le dolía. El calor irradiaba de su parte más íntima. Se negó a dejar que su boca respondiera.
Como para probarlo, ella bordeó sus labios aún hinchados con la punta de la lengua y él gimió casi en voz alta antes de que se incorporara, dejando un cosquilleo en su boca y su cuerpo desesperado por aliviarse.
– Por todos los santos, Carrick -dijo ella con un suspiro lleno de indignación-, temo que estás condenado. Si no despiertas, no podré hacer nada para salvarle.
Su virilidad estaba dura como una roca y casi esperó que le retirara las sábanas como había hecho la otra vez. No lo hizo. En su lugar, su voz se tornó áspera y susurró para sí:
– Juro por la tumba de mi madre, Lenore de Penbrooke, que si puedes oírme, eres un canalla… Si… si todo esto es una representación… entonces eres un bastardo peor aún de lo que me imaginé, y te enviaré a Graydynn y, con mucho gusto, aceptaré cualquier castigo que te deparen. ¡Si finges sobre este… este estado en el que parece que estás sumido y lo averiguo, créeme, Carrick, te arrepentirás del día en que te cruzaste en mi camino! -Su cólera pareció latir en la habitación-. ¡Nunca te perdonaré!
En ese momento, él reaccionó. Abrió los ojos instintivamente y sus manos sujetaron las muñecas de ella con toda rapidez.
Ella jadeó, asustada. El corazón le dio un pálpito y trató de zafarse.
La sostuvo como si su vida dependiera de ello.
– ¡Ayúdame! -dijo bruscamente, arrancando a la fuerza las palabras a sus cuerdas vocales-. ¡Ayúdame!
– ¡Oh, Dios mío, puedes oírme! -gritó ella-. Carrick, oh, Dios…
El mundo comenzó a darle vueltas, la oscuridad se cernía sobre él. Todavía la agarraba por las muñecas.
– No puedo creer que estés despierto -dijo ella, como hablándole a través de un largo túnel.
Como si el esfuerzo de sostenerla fuera demasiado titánico, dejó caer sus brazos y se derrumbó sobre la cama. Gimiendo, trató de seguir despierto, de decirle…
– ¡Carrick! -gritó ella, pero él no pudo responder. Los dedos de ella se agarraron a sus hombros, estirando de él-. Por favor, háblame… Oh, no… No lo hagas. ¡No te atrevas a hacerlo! -le ordenó ella.
Oyó la desesperación de su voz, sintió que le zarandeaba los hombros bruscamente, pero él ya se dejaba llevar por la corriente, sin energía por el esfuerzo de permanecer de pie, de andar, y el hecho de engañarla. Ahora él había caído en la oscuridad otra vez y, aunque combatiera aquella sensación, tenía sus garras clavadas profundamente en el cerebro.
– Eres un bastardo, no me abandones otra vez…
Pero él se apagaba rápidamente y ella lo sabía.
– ¡Tú, canalla…, perverso y miserable, te mereces cualquier cosa que el destino te depare!
Él sintió una bocanada de aire cuando ella dio media vuelta rápidamente y sus pasos aporrearon la puerta. La oyó decir algo ininteligible al guardia y luego gritar:
– ¡Por los clavos de Cristo, Dwynn! ¡Me has dado un susto terrible! ¿Por qué estás siempre al acecho?
Vio a un hombre alejándose a toda prisa. Luego la puerta se cerró de golpe y resonó un ruido sordo. Como si Morwenna estuviera apartándolo de su vida para siempre. Sintió una punzada de arrepentimiento y, entonces, con gran felicidad, se sumergió en la inconsciencia.
Capítulo 17
Su caballo resollaba en medio de la noche iluminada por la luna, el sudor le brotaba de la oscura piel, sus costados húmedos empujaban con dificultad mientras El Redentor se apeaba de su montura hasta el suelo casi helado. Sus botas se hundieron profundamente en el barro, cerca del arroyo que cruzaba el bosque de Calon. Echó un vistazo al corcel. El paseo a caballo había sido largo y arduo, y la respiración del semental salía bruscamente por los orificios de la nariz formando dos bocanadas gemelas de vapor. La bestia merecía que la sacaran a paseo, la cepillaran, la alimentaran y abrevaran. Sin embargo, no había tiempo.
Sosteniendo la brida entre sus manos enguantadas, permitió que el animal bebiera unos tragos largos de agua del arroyo helado donde el agua salpicaba las piedras y lamía las raíces de los salientes. Unos segundos más tarde, temeroso de que el caballo pudiera enfermar, apartó a su cabalgadura del cauce del agua, volvió a subir a la silla de montar de un salto y montó hasta un pequeño claro desde donde se divisaban las almenas por encima de la ladera.
Esa torre no era su hogar. Ni lo sería nunca. Era una fortaleza segura pero más pequeña que Wybren, las torres cuadradas no eran las torrecillas perfectamente pulidas que se elevaban en lo alto de los muros de Wybren, las almenas de Calon no eran tan escarpadas. Las únicas ventajas que presentaba ese castillo eran la red secreta de pasillos laberínticos y la mujer. Oh, sí, la mujer. El pulso se le aceleró al pensar en ella. Morwenna. Orgullosa. Alta e imponente. Una mujer de inteligentes ojos azules que parecían ver más allá de su fachada al hombre que había en su interior.
La frialdad de la noche penetró la capucha y la capa, calándole los huesos. Pensó en un cálido fuego, una taza de vino y una mujer caliente y suave que expulsara la frialdad de su alma, pero tendría que esperar. Quedaba mucho por hacer.
Desde que habían encontrado a sir Vernon, resultaba mucho más difícil cruzar a caballo las puertas de Calon. Tenía que ser cuidadoso y asegurar el motivo de su salida porque sería verificado. Nadie en el castillo dudaba de la necesidad de marcharse, más bien era una exigencia, y con todo cada uno de sus habitantes era estrechamente observado desde que Vernon, ese pelmazo viejo y gordo, había sido asesinado.
El Redentor rió al recordar la sorpresa de sir Vernon, su grito ahogado de horror al darse cuenta de que estaba a punto de morir, la satisfacción que experimentó él cuando le hizo farfullar su último aliento sangriento.
Aunque asesinar a Vernon no entraba dentro de sus planes, fue incapaz de detenerse, empujado por el impulso de satisfacer su sed de sangre. Cuando vio al centinela solo en el adarve, metiendo las narices por todos los sitios en busca de una rendija, supo que ese hombre tenía que morir. A pesar de que no se había dado cuenta, Vernon estaba muy cerca de descubrir el pestillo de la puerta que utilizaba para sus escapadas. Si hubiera dejado suelto al ingenuo soldado por aquel camino de ronda, buscando sitios donde esconder su petaca, existía una posibilidad de que tropezara con el laberinto privado, y si hubiera permitido que esto ocurriera, todos sus proyectos se habrían visto amenazados, quién sabe si descubiertos. Ningún otro centinela había prestado la más mínima atención a las rendijas que se abrían en las torres y en los muros de cerramiento, y El Redentor se sentía sano y salvo. Hasta que Vernon comenzó a fisgar.