– ¿Todavía está vivo?
A Morwenna le dio un vuelco el corazón. Se dio la vuelta y vio a su hermana de pie, en la escalera, entre el primero y el segundo piso.
Bryanna se había ataviado con una túnica de color cobre sobre el vestido, pero no se había molestado en calzarse. De pie, con los pies desnudos, sintió escalofríos y se quedó boquiabierta ante la escena que sucedía abajo en el gran salón. Se llevó una mano a la boca, sus ojos se abrían como platos, tenía piel tan blanca como la porcelana.
– ¡Por supuesto que está vivo! -dijo Morwenna.
– Apenas -masculló un soldado entre dientes-. Pobre bastardo.
La cara de Bryanna se crispó.
– Tiene un aspecto horrible. Parece muerto.
Morwenna la reprendió sin miramientos.
– ¿No te dije que volvieras a la cama? Vete de aquí.
Una vez satisfizo su curiosidad morbosa con la truculenta escena, Bryanna se santiguó y luego echó a correr descalza escalera arriba como si el mismo diablo la persiguiera.
¡Bien! Morwenna no estaba de humor para hacer frente al histrionismo de Bryanna mientras intentaba poner calma entre todos.
El gran salón, donde había reinado el silencio por el sueño hacía muy poco, ahora era un hormiguero de actividad. Los perros del castillo también estaban inquietos, la vieja perra daba vueltas, gruñía, y Mort vio la oportunidad de vencer a la bestia y robarle su rincón al lado del fuego.
Los criados se apresuraban con toallas frescas y cazos que despedían vapor de agua. Otros sirvientes encendían velas y dirigían miradas de preocupación al herido. Se colocó una cubierta de protección sobre una mesa cerca del fuego, que dos muchachos alimentaban afanosamente con madera y bombeaban con un fuelle.
El hombre que yacía en la camilla gimió aunque apenas parpadeó cuando le trasladaron a la mesa. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué le habían atacado de una manera tan feroz? Susurró algo, una palabra, aunque confusa.
– ¿Qué está pasando aquí?
Alfrydd, el administrador, entró con aire resuelto en la habitación. Era un hombre esmirriado cuya túnica siempre le colgaba de la escuálida espalda de una manera extraña. Su voz tenía una calidad de graznido nasal y era un aprensivo que a veces incluso dejaba a Isa en evidencia, pero era leal y sincero, un corazón valiente atrapado en un cuerpo esquelético.
– Oh, milady -añadió enseguida al ver a Morwenna-. Disculpadme, pero oí que habían traído a un prisionero aquí, en lugar de a la mazmorra, y dudo que sea una decisión acertada.
– La he tomado yo -dijo Morwenna, haciendo una señal hacia el herido-, y no es un prisionero.
De nuevo, el herido trató de susurrar algo, pero era ininteligible.
Alfrydd asintió, como si estuviera de acuerdo, pero no pudo ocultar su conmoción cuando sus ojos aterrizaron en el pedazo de carne humana sanguinolenta que yacía sobre la mesa.
– ¿Han llamado al sacerdote?
– Sí, y al médico -dijo ella, y añadió con impaciencia-: ¿Dónde demonios está Nygyll?
El médico entró de sopetón, como si hubiera estado esperando oír su nombre para hacer acto de presencia, y trajo consigo la fragancia a lluvia fresca y una fuerte ráfaga de viento que presagiaba nieve. Un hombre alto, que caminaba con paso ligero y aire arrogante, caminó con determinación hacia la mesa donde estaba tendido el herido. Isa le seguía de cerca, a dos pasos de él.
– Isa me aseguró que había una emergencia -dijo-. Ah…, ya veo. ¿Quién es?
Morwenna movió la cabeza.
– No lo sabemos.
¿Un amigo o un enemigo?
Nygyll cortó lo que quedaba de la túnica del hombre y se inclinó hacia él para escuchar la respiración áspera.
– Las ropas son las de un hombre pobre.
«Con todo, es sospechoso de ser un espía. Qué extraño…»
– ¿Dónde está el agua caliente? -exigió el médico.
Una criada colocó una olla sobre la mesa más cercana y otra ponía una pila de toallas cerca del agua caliente.
– Necesitaré un triturado de milenrama. -Sus ojos se entrecerraron y ordenó a la primera-: Envíe a alguien al boticario.
– Enseguida -dijo, y se alejó velozmente ondeando la falda.
Nygyll se puso a limpiar las heridas con cuidado, primero enfrentándose a las que parecían poner en riesgo su vida. Otra vez se abrió la puerta principal, y esta vez dos hombres, que hablaban en voz baja, entraron al mismo tiempo que se colaba una ráfaga de viento invernal penetrante.
Alexander, el capitán de la guardia, un hombre musculoso, de pelo rizado color castaño, mandíbula cuadrada y ojos tan marrones como una cibelina, inclinaba la cabeza hacia abajo y hablaba con el padre Daniel, el sacerdote de la torre, que tenía un aspecto tan débil como robusto era el del soldado. Independientemente de cuál fuera la estación, el sacerdote siempre estaba pálido, con la piel casi traslúcida, los ojos de un azul frío, los cabellos rojizos espesos e hirsutos, y la expresión adusta. Era un clérigo que parecía tomarse la carga de ser el mensajero de Dios como un trabajo arduo e insoportable. Sus ojos toparon con los de Morwenna un instante, después los apartó rápidamente.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado, Dwynn el tonto se deslizó en el interior. Era un hombre de veintitantos años pero que nació con una mente que nunca dejaría de ser como la de un niño. Atrajo la atención de Morwenna pero la esquivó situándose detrás del sacerdote, fuera de su campo de visión directo. Morwenna no entendía el miedo que suscitaba en él, ya que había tratado de mostrarse amable, pero daba la impresión de querer evitarla siempre, lo cual ya le parecía bien teniendo en cuenta el humor de perros que tenía esa mañana.
Isa, mirando cómo el médico se ocupaba de las heridas del hombre, se acercó furtivamente a Morwenna.
– No podremos llevarlo -dijo, señalando con su barbilla huesuda al herido- a menos no hasta la celda del ermitaño de la torre norte, porque el suelo está podrido. Y la celda de la torre sur está ocupada por el hermano Tomás, así que sólo quedan la mazmorra, el hoyo o…
– ¿El hoyo del puente levadizo? ¿La mazmorra? -preguntó Morwenna, sacudiendo la cabeza con energía-. No, Isa. No trataremos a este hombre como si fuera un enemigo. Lo instalaremos arriba, en la cámara de Tadd, con un guardia en la puerta para estar más seguros. No hay ninguna razón para suponer que este… hombre, a las puertas de la muerte como está, nos quiera hacer daño.
Observó los ojos preocupados de la vieja mujer y se dio cuenta de que Dwynn, siempre a su lado, jugueteaba con el dobladillo desigual de su manga. ¿Qué fragmento de la conversación habría sido capaz de entender? Aunque todo el mundo dijera que era tonto o que no tenía dos dedos de frente, Morwenna a menudo se preguntaba si esa apariencia de inteligencia embotada no formaba parte de un ardid.
– Ven, dejemos a Nygyll espacio para trabajar -dijo, empujando a Isa a una antecámara que había debajo de la escalera-. ¿Por qué sir Alexander cree que el hombre es un espía?
– No lo sé -susurró Isa.
– Pero tú lo crees.
– No es exactamente así, milady -puntualizó Isa, bajando el volumen de la voz y evitando el contacto con la mirada de Morwenna.
– Entonces, qué… Oh, por los dioses, no me digas que se trata de una de tus visiones otra vez.
Isa apretó los labios delgados y entrecerró los ojos.
– No os burléis de mí, niña -le dijo, cambiando el papel de amable sirvienta por el de nodriza que la había criado-. Las cosas que he visto han demostrado ser ciertas y lo sabéis bien.
– A veces.
– La mayoría de las veces. ¿Os habéis fijado en el anillo?
Los ojos de la anciana se tornaron de un color oscuro.
– ¿Qué anillo? -preguntó Morwenna mientras la embargaba una sensación de temor creciente.
– El anillo de oro que lleva el herido. Es un anillo con un emblema. El emblema de Wybren.
El corazón de Morwenna pareció irse a detener en cualquier momento. Los muros del castillo se cernieron sobre ella.