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Entonces, ¿quién la había estado mirando?

Sin obtener respuesta, se adentró a lo largo del estrecho pasillo. Había otros espacios amplios entre las piedras y pudo ver a otra mujer, con una mata de pelo rojizo oscuro desparramada sobre su almohada mientras dormía. Imaginó que debía de ser la hermana. Siguió avanzando hacia delante hasta llegar a lo que parecía ser el solario, que en ese momento estaba vacío, y luego pasó ante la habitación vacía con la cama arrugada, vacía, la cámara que le había albergado como un invitado cautivo. Adivinó que esa área de visión se encontraba situada directamente sobre la entrada oculta que había utilizado para entrar en el pasadizo. ¿Habría entradas en todas las habitaciones? ¿Y en la de Morwenna?

Buscó otras puertas ocultas y pestillos a lo largo del tramo de la escalera estrecha y del suelo donde estaban los aposentos de las damas, el mismo piso donde se localizaba la habitación que él había ocupado y la puerta secreta, pero no acertó a descubrir ninguno. También revisó el polvo del suelo del pasillo buscando signos de perturbación. Aunque había huellas que conducían a todas partes, parecía que había una mayor cantidad concentrada en el punto de mira sobre los aposentos de Morwenna.

Quienquiera que hiciera uso de esos pasadizos secretos los conocía bien y los utilizaba en secreto para observar a la dama de la torre.

Carrick sintió una rabia sorda invadiéndole la sangre, en absoluto diferente a las emociones que experimentaba cuando pensaba en la boda de Morwenna con lord Ryden, un acontecimiento del que se había enterado a causa de los cuchicheos de los criados.

«¿Celos?»

Apretó la mandíbula. No tenía derecho al sentimiento posesivo por ella. Según la dama, él había despreciado su amor, la había abandonado estando estaba embarazada.

Sacudió con la mano una telaraña y frunció el ceño. ¿Qué tipo de hombre había sido? ¿Un hombre que mató sin piedad a su familia? ¿Un hombre que dio la espalda a su mujer y a su hijo por un flirteo con la esposa de su hermano?

No era de extrañar que alguien hubiera tratado de acabar con él.

Moviéndose furtivamente, encontró por casualidad una pequeña habitación cuya dimensión no era mayor a la de un armario. Cuando su antorcha iluminó la diminuta habitación, descubrió cómo la persona que caminaba por esos pasadizos podía entrar o salir del castillo pasando inadvertida: unos hábitos de monje, una oscura capucha y una capa, el uniforme de un soldado, la humilde túnica de un campesino y un gorro…, disfraces, y armas. Encontró dos cuchillos, una espada, un hacha y varios instrumentos de carpintería. Quienquiera que utilizara esos aposentos lo había planeado al detalle.

Eso haría él. Se enfundó la túnica de soldado y se colocó los bombachos, el cinturón y la cartuchera que formaban parte del uniforme bajo el brazo. Luego, creyendo a duras penas en su ángel de la guarda, tomó el cuchillo más pequeño y lo ocultó en la manga.

Después prosiguió explorando durante tanto tiempo como pudo y descubrió varios túneles, uno que conducía directamente a la capilla, otro a la celda de la mazmorra, que estaba vacía, y cuya puerta oxidada estaba cerrada. Vio diversas bifurcaciones de los pasadizos pero no tenía tiempo de explorarlos. El tiempo transcurría y, aunque quería examinar cada palmo de ese laberinto secreto, las fuerzas le empezaban a fallar. De repente, se sintió muy cansado, los músculos le dolían después de haberlos utilizado tan repentinamente.

Por el temor a que se descubriera su fuga, y que en la búsqueda consiguiente se descubriera el pasadizo que necesitaba utilizar como medio de escape, se movió poco a poco hacia atrás.

Rehaciendo el camino hasta su cámara con el cuchillo en la mano, procuró no hacer ruido y sus oídos se aguzaron para escuchar el sonido más leve, por no tropezar con la persona que caminaba por esos pasadizos con facilidad y sabiduría.

Limpió las marcas de carbón de cada bifurcación del vestíbulo de modo que quien utilizara regularmente los pasillos secretos no notara nada raro y, en cambio, marcó las piedras del suelo. Apuntando mentalmente los pasos que se bifurcaban de lo que parecía la arteria principal, se dirigió hacia la habitación donde había pasado tantos días. La exploraría de nuevo, si tenía oportunidad. Seguramente habría más habitaciones por donde entrar y salir, tal vez más túneles que condujeran a otros edificios del castillo.

Había muchas cosas que podía hacer.

Pero primero, necesitaba descansar. La fatiga había hecho mella en él, sus músculos protestaban. Se desnudó ante la puerta de su habitación y metió su ropa recién descubierta en un pasillo oscuro y mohoso que apareció sin marcas de huellas y con profusión de telarañas, lo que indicaba que raras veces se utilizaba. Conservó el cuchillo y lo ocultó en su cuerpo, luego se dirigió otra vez a su habitación.

Pensó en la huida mientras abría el pestillo de la puerta y avanzaba desnudo hacia la cámara donde había estado tendido durante dos semanas.

Tenía que marcharse antes de que Morwenna cumpliera la amenaza de enviarle a Wybren.

Capítulo 18

«¡Ayúdame!»

Esas palabras le retumbaban en la mente desde la tarde anterior, cuando había visitado a Carrick.

No podía ahuyentarlo del recuerdo ni obviar la desesperación que oyó cuando él habló por fin. Su súplica la perseguía incluso ahora que se apresuraba a lo largo de las baldosas mojadas que atravesaban el jardín y conducían a la capilla.

Carrick la había agarrado por los brazos, la había mirado directamente a los ojos y le había pedido que le ayudara, luego cayó desplomado sobre las almohadas. ¿La había reconocido o había sido parte de su delirio? Sus palabras la habían acompañado durante todo el día, y aunque había ido a verlo dos veces no se había vuelto a levantar. Le mencionó al médico que le había parecido que se había despertado, pero Nygyll examinó a Carrick y negó con la cabeza.

Nadie le había visto moverse.

«Excepto tú», le atormentaba su mente.

– ¡Rayos y centellas! -refunfuñó ella, exhalando su respiración en forma de nube mientras alcanzaba la puerta de la capilla.

El grito de socorro de Carrick había llegado demasiado tarde. Demasiadas personas estaban al corriente de que estaba en la torre para mantener su paradero oculto o ayudarle de otra manera que no fuera llevándole ante la justicia.

Caminó en silencio por el recinto de la capilla y se quitó la capucha. Estaba cansada por la falta de sueño y agotada de pensar en lo que debía hacer.

«Tú no tienes que hacer nada. Eres la soberana de esta torre, Morwenna. No lo olvides. No te sientas en la obligación de hacer nada».

Su mirada atenta recorrió el interior de la capilla, los techos abovedados, las paredes encaladas y unas velas grandes que ardían en los candelabros de hierro de la pared que rodeaba el altar esculpido.

La capilla estaba vacía. Morwenna anduvo por ese espacio íntimo y, en lugar de sentirse más cerca de Dios, sintió como si estuviera allanando una cámara prohibida, pisando un área donde no debería poner los pies.

Lo cual era absurdo.

Esa era la casa de Dios, en la torre donde Morwenna era la señora, la soberana, la ley. ¿Qué había de malo? La piel se le puso de gallina y mentalmente se reprendió por ello. Parecía que todos los augurios, maldiciones y demonios de Isa le vinieran a la cabeza.

Aguzando el oído, caminó hacia el reclinatorio de comunión y pensó en llamar al padre Daniel. Pero se mordió la lengua, había algo en ese espacio vacío que la obligaba a guardar silencio. Hizo una genuflexión cerca del altar, miró hacia arriba, a la figura de Cristo clavado en la cruz, y pensó fugazmente en todos sus pecados. En su vida había cometido muchos y la mayoría tenían que ver con Carrick de Wybren, un antiguo amante que ahora parecía su pesadilla. Oh, cómo se había acostado con él, entregándole tan confiadamente su virtud, y había yacido presa del júbilo entre sus brazos, descubriendo con infinita dicha que estaba embarazada, que esperaba un hijo de él.