Y durante todo ese tiempo él se acostaba con la esposa de su hermano Theron. El viejo dolor se retorció en ella como un cuchillo en su matriz, y no pudo menos que preguntarse si alguna vez concebiría otro bebé.
Sí, ella había pecado muchas veces y, estaba segura, no sería la última. Habría más. Sus dedos jugaban con el dobladillo del bolsillo y frunció el ceño. Su decisión, aunque ya estaba tomada, le había pesado mucho.
Se había reunido con el amanuense y le comunicó lo que quería mientras él rayaba sus palabras sobre el pergamino. Ella misma selló la carta que contenía el destino de Carrick, la que llevaba en el bolsillo y, de manera ridícula, se sintió como una traidora. Por fin admitiría oficialmente ante lord Graydynn que daba cobijo a su primo, el traidor de Wybren.
Quería sellar el destino de Carrick para siempre.
«Es tu deber», le dijo la cabeza y, sin embargo, se sintió estafada, atrapada entre la espada y la pared, obligada a tomar una decisión que todavía creía errónea, con sus pensamientos en un caos perpetuo. Desde el momento en que el desconocido había traspasado las puertas de salón hacía quince días, apenas había conciliado el sueño y no había tenido un momento de paz.
Sin embargo, enviar a Carrick a Wybren sólo empeoraría las cosas. Bueno, así se haría. Se postró de rodillas, se santiguó y rezó en busca de consejo. A través de las ventanas oyó ruidos sordos de hombres halando, golpes de hacha, la rueda del molino pero, por encima de todo el barullo del castillo en funcionamiento, había otro sonido, suave y grave, una cantinela… No, más bien era un cántico ininterrumpido, a través de la capilla y rebotando contra los muros.
Instintivamente se puso de puntillas y anduvo hasta uno de los extremos del ábside, donde miró a través del hueco de una entrada que cubría una cortina y que conducía a la cámara privada del sacerdote. Casi soltó un jadeo al mirar con detenimiento a través de la pequeña abertura. Vio al padre Daniel acostado delante de un reclinatorio de comunión, una versión más burda del altar intrincadamente tallado en la capilla.
El estómago se le revolvió por la repulsión.
El sacerdote yacía desnudo, su piel blanca era casi traslúcida y permaneciendo postrado mostraba los verdugones visibles en su espalda. En una mano sostenía un pequeño misal, con la otra agarraba un látigo de cuero tan fuerte que los nudillos le sobresalían de los dedos. Obviamente, se había estado flagelando, utilizando el arma para… ¿qué? ¿Para expulsar los demonios de su alma?
– Perdóname, Padre -imploró con un tono de voz áspero y afligido. Sollozó y respiró hondo-. Porque he pecado. Oh, he pecado. No soy digno de tu amor.
La sangre comenzó a brotar sobre la superficie de las vetas rojas de su espalda y Morwenna advirtió otras heridas, cicatrices de azotes anteriores. Verlo le produjo náuseas. ¿Qué empujaba a un hombre a azotarse hasta dejarse la piel en carne viva?
Antes de correr el riesgo de ser descubierta espiándole, retrocedió latamente y se alejó de la cortina. Con la intención de salir a hurtadillas por donde había venido, se movió poco a poco hacia la puerta.
¡Un golpe!
El talón de su zapato golpeó el marco de la puerta y el ruido pareció reverberar por la capilla.
El canto paró bruscamente.
«Maldita sea».
Morwenna oyó el frufrú de la ropa y las pisadas del padre Daniel, que se había vestido rápido, y supo que la descubriría. No había manera de ocultar su presencia en la capilla. En lugar de tratar de escapar, abrió la puerta principal dando un golpe en la pared.
– ¡Padre Daniel! -llamó en un susurro sonoro, como si acabara de entrar pero no se atreviera a gritar dentro de la capilla-. Padre Daniel, ¿estáis aquí? -llamó otra vez.
Caminó hasta el altar con paso firme y se puso de rodillas.
Estaba persignándose cuando el sacerdote, completamente vestido, salió a su encuentro. Todavía llevaba el misal en una de sus manos, pero la otra había soltado el látigo.
– ¡Oh! -dijo ella, como sorprendida al verlo-. Le… le estaba buscando.
– Estaba en mis aposentos, rezando -dijo casi sin aliento, y su cara enrojeció mientras se aclaraba la garganta.
El padre Daniel se quedó de pie, mirando hacia el suelo. Morwenna todavía estaba de rodillas y lo bastante cerca para oler la sangre de su piel. Le dirigió una sonrisa leve y paciente que curvó sus labios pero que no añadió ninguna calidez a sus ojos. Aquellos ojos la miraban con una intensidad que le hacía sentirse violenta. Vio sus pies moverse bajo la sotana y, en esa posición, con las rodillas apretadas contra el frío suelo, se sintió sumisa y vulnerable. Se le pusieron los pelos de punta cuando él le preguntó con voz tranquila y sedosa:
– ¿Hay algo en lo que pueda ayudaros, hija mía?
Se apartó a un lado y, cuando le tocó el hombro, quiso estremecerse.
– Sí, padre -asintió con la cabeza-. Por favor. -Terminó apresurada una plegaria y se incorporó en un santiamén-. Necesito su consejo.
Así estaba mejor, una mujer alta que casi podía mirarlo a los ojos.
– Desde luego.
Él pareció relajado al alejarse de la capilla y penetrar en el jardín, donde el agua de la tormenta nocturna goteaba del alero y formaba charcos. Como aún no había florecido, el jardinero miró tan desolado como lo estaba Morwenna.
– ¿Qué os preocupa? -preguntó el sacerdote.
– Varias cosas, entre ellas la muerte de sir Vernon.
– Una tragedia.
Ella estuvo de acuerdo.
– También debo ocuparme del desconocido que trasladaron aquí, el hombre herido.
– Ah.
El padre Daniel asintió mientras traspasaban la puerta del jardín y las nubes grises se desplazaban por el cielo. Dos muchachos correteaban por allí riendo, persiguiendo a un cerdo que gruñía. Un perro daba brincos tras ellos y empujó a un muchacho que acarreaba cubos del pozo. El agua se derramó por ambos lados del cubo y el muchacho maldijo duramente hasta que vio al sacerdote. Luego se apresuró a toda prisa hacia las cocinas.
El padre Daniel siguió con la mirada al muchacho.
– Me han sugerido que informe a vuestro hermano, lord Graydynn, de que hemos apresado a Carrick -comentó ella.
– Él ya lo debe saber. -El padre Daniel volvió a atender a Morwenna-. Wybren no está lejos.
– Razón de más para notificárselo de manera oficial. -Los ojos de ella se encontraron con los del padre y sacó la carta sellada de su bolsillo-. Esperaba que la pudierais llevar a Wybren. Puesto que el barón Graydynn es vuestro hermano, he pensado que lo mejor sería que las noticias le llegaran por vos.
Morwenna le entregó la carta.
– ¿Y qué debo decirle? ¿Algo más aparte de lo que le habéis escrito? -preguntó él mientras se abrían camino por delante de la cabaña del cerero hacia el gran salón.
– Sólo que no estamos seguros de que el hombre sea Carrick, por supuesto, ya que al haber recibido unos golpes tan feroces su cara es irreconocible. Y, aunque está curando, todavía es difícil distinguir los rasgos para asegurar a ciencia cierta que lo sea.
– ¿Tenéis dudas de ello?
Morwenna tragó saliva con fuerza. ¿Acaso ella dudaba? En lugar de contestar, dijo:
– Cuando veáis a Graydynn, por favor mencionad que el herido llegó con un anillo grabado con el emblema de Wybren, pero que ese anillo ha sido robado.
– ¿Y queréis que le diga que el otro hombre fue asesinado probablemente a manos de Carrick?