Se frotó la barbilla, se concentró en las llamas hambrientas y no pudo abstraerse de lo que le había pasado a sir Vernon. El asesinato del guardia debía tener un motivo. La herida insólita de Vernon, la cuchillada en forma de W en la garganta era una pista sobre la mentalidad del asesino. Y tal vez fuera era algo que el bastardo quería que todo el mundo viera, una burla macabra.
Con toda certeza, la herida había sido intencionada.
¿Era una pista de la identidad del asesino?, ¿o un intento de desviar la atención del verdadero culpable, era más una diversión que un indicio del asesino?
¿Por qué habían matado a sir Vernon?
Payne introdujo la nariz en la copa, pensó en el fallecimiento del corpulento hombre y tomó un trago largo de cerveza.
De algún modo, y de eso estaba seguro, la muerte de Vernon estaba relacionada con Carrick de Wybren. Pero era imposible que Carrick hubiera podido arrastrarse desde el lecho donde yacía convaleciente, burlar la vigilancia, trepar por las torres de guardia, rajarle el cuello a Vernon y volver sin ser visto. No, pues sir James, el guardia que estaba ante la puerta de Carrick, no se había movido de su puesto en toda la noche.
Lamentablemente no había testigos. Quienes habían sido interrogados, incluidos los centinelas emplazados alrededor de la torre, no habían visto u oído nada fuera de lo común durante la tormenta, ni habían notado la presencia de algún desconocido.
Quienes habían sido vistos en el exterior, en medio de la tormenta, por lo general, tenían una buena excusa: el padre Daniel volvía de visitar a la hija enferma del constructor de molinos, al igual que Nygyll el médico; Alfrydd se había asegurado de que las tiendas de especias estuvieran bien cerradas. Isa, la vieja hechicera que afirmó haber «visto» la muerte, estuvo sola en sus aposentos. El curtidor estaba despierto, pero no había visto nada fuera de lo normal. El boticario, Samuel, a su regreso de la ciudad, había visto a Dwynn transportando leña a la cocina, aunque reinaba la oscuridad en la noche. El amo de la perrera y el capataz del establo declararon que estaban durmiendo cerca de sus puestos. Alexander, el capitán de la guardia, estaba durmiendo, como todos aquellos que no estaban de servicio en la protección de la torre.
A todo el mundo se le había comunicado oficialmente y, poco después, había circulado el rumor y el comadreo a través de la torre, palabras que se susurraban en los pasillos, las torres y los senderos. La especulación llegó al campo y a las cabañas. Las conjeturas y las bromas circulaban con los juegos de dados y los tragos de cerveza.
Payne había prestado atención a todos los rumores. Había esperado que a alguien, sin querer, se le escapara algo y diera a conocer nueva información, pero se llevó una decepción. Era como si el asesino hubiera aparecido de la nada, matando a Vernon, dejando escrita la atroz W en el cuello del corpulento guardia y desapareciendo otra vez. Se imaginó que el criminal era fuerte, inteligente y de confianza, ya que Vernon era un hombre corpulento, un soldado entrenado que no ofrecería su vida con facilidad.
Era un misterio. Payne tamborileó con los dedos en el brazo de la silla. Tal vez fuera errónea la forma de llevar el asunto. Tal vez no debía concentrarse en la muerte de Vernon. El asesino quería que tuviera en cuenta Wybren. ¿Por qué si no el anillo de Carrick había sido robado y habían abierto la garganta de Vernon de manera tan significativa? Sin duda alguna, ambos crímenes estaban relacionados y, lo más probable, es que también estuvieran conectados con el brutal ataque a Carrick.
¿Acaso el asesino trataba de obligar a Payne a investigar los asesinatos de la familia de Dafydd de Wybren más a fondo? Siete personas habían sido asesinadas esa noche. ¡Siete! Y ahora el hombre que se pensaba que había provocado el fuego estaba ahí, ni siquiera bajo llave.
¿Por qué no habían asesinado al forastero? ¿Por qué dejarlo vivo, agonizante, para que sobreviviera? ¿Fue un error por parte del desconocido que le asaltó? En el estado en el que se encontraba el hombre atacado habría sido bastante fácil clavar una cuchilla entre sus costillas y hacerle una muesca en el corazón. Se habría desangrado fácilmente hasta la muerte. Pero no…, el atacante se había asustado, o bien había querido que Carrick sobreviviera.
¿Por qué? ¿Sólo para que sufriera? Tal vez el asesino había planeado volver y terminar el trabajo.
¿Por qué habían robado el anillo sin tocar a la víctima? ¿No era el objetivo del agresor acabar con su vida? ¿Querían que fuera enviado a Wybren para que se enfrentase a la justicia? ¿Por qué, entonces, no amarrarlo simplemente, auparlo a la grupa de una muía y transportar su cuerpo moribundo hasta las puertas de Wybren?
Payne frunció el ceño, tomó un trago de su copa y decidió que el ataque al forastero tenía algo que ver con Calon y con lady Morwenna. La mayor parte de los problemas de la torre, incluyendo esta última escalada de horrores, habían ocurrido desde que su hermano le había adscrito la baronía hacía menos de un año.
¿Por qué entonces asesinar a Vernon?
– Bah -refunfuñó mientras acababa la última gota de la copa.
Quizá su teoría era equivocada. Quizá debía concentrarse en los que se beneficiarían de la muerte de Carrick de Wybren. ¿Podía ser que sir Vernon hubiera tropezado con algo que el asesino quería que permaneciera oculto? ¿Había escuchado por casualidad alguna conversación que pudiera implicarle?
Se pasó los dedos de una mano por el pelo y los dejó de punta.
– Ven conmigo, esposo mío -le llamó Sarah, su esposa, desde el dormitorio.
Su mujer, una hembra oronda de pechos laxos, cabello rubio plateado y mejillas como manzanas, era la única persona en quien confiaba en el mundo. El corazón más puro que nadie podría encontrar.
– No solucionarás el rompecabezas de la muerte de sir Vernon bebiendo cerveza y mirando las ascuas.
– Olvidas que muchos crímenes los he solucionado aquí -dijo él.
Ella rió con aquella sonrisa gutural que tanto le gustaba desde hacía veinte años.
– Has solucionado muchos aquí, en la cama.
Él rió y tomó otro trago de cerveza, sintió cómo el calor fuerte de la bebida se deslizaba garganta abajo. No se cansaba de ella. Nunca. Estaba encinta cuando se casaron y él estaba seguro, durante todos aquellos años atrás, de que no era el tipo de mujer con la que pasaría el resto de su vida. Pero estaba equivocado.
Ella lo sabía, al igual sabía tantas otras cosas, ella dio una palmadita sobre la cama.
– Dormir bien una noche te ayudará -dijo.
Él se volvió mirando fijamente, con una ceja enarcada, por encima del hombro hacia la entrada abierta. Vio a su otra mitad acostada sobre su lado del colchón, las colchas ocultando un tanto sus pechos atractivos, su sonrisa insinuante siempre tentadora.
– Entonces crees que necesito dormir.
Acabó la copa, la depositó en el suelo, se levantó y se estiró. Tal vez ella tenía razón.
– ¿Duermes? Sí, bien…, por fin.
– Eres una puta, Sarah.
Descalzo, cruzó por el dormitorio vigilante para alcanzar el borde de la cama. La habitación estaba casi a oscuras, pero la veía. Había envejecido mucho desde su boda. Su piel ya no era tersa. Las arrugas se amontonaban en los contornos de los ojos y se hacían más profundas alrededor de la boca. Su pelo ya no brillaba con el lustre de la juventud. Sin embargo, para él continuaba siendo hermosa.
Nunca se había descarriado. Nunca se había sentido tentado.
– Una puta, digo.
– Sólo para ti, mi amor. -Ella rió entre dientes; con aquel sonido profundo y gutural le tocaba el corazón y le hacía reír-. Todos los hombres de la torre piensan que tengo hielo en las venas. Sólo tú me conoces bien.
– Tontos. Son todos unos tontos.