Se sacó la túnica y se desató los bombachos a la vista de ella.
– ¿Me permites? -se ofreció su mujer.
Las colchas se deslizaron hacia abajo mientras se inclinaba hacia delante, y con las yemas de los dedos aflojó con ágilmente los cordones de cuero.
Una risa diminuta se dibujó en sus labios y sus miradas se encontraron. Ella introdujo su mano en los bombachos, con dedos cálidos y experimentados.
– Creo que no dormiremos mucho esta noche, alguacil -bromeó, buscando con sus dedos el pecho y enervándose en los pelos grises que allí brotaban.
Aunque estaba cansado, no se preocupó.
Tenía que marchar.
Ahora que Morwenna sabía que estaba consciente, que sospecharía que él había oído su confesión desesperada y que despotricaría enfadada, ahora que estaría decidida a ponerse en contacto con lord Graydynn, Carrick tenía que encontrar un modo de escapar.
Estaba a punto de ir en busca de los pasadizos otra vez cuando oyó llegar a las lavanderas. Reconoció sus voces mientras coqueteaban y bromeaban con sir James en el pasillo antes de entrar en la cámara.
– Entonces nadie sabe quién mató a sir Vernon -decía una mujer mientras cambiaba la ropa de cama sobre la que dormía.
¿Vernon, asesinado? ¿El centinela que había estado custodiando la entrada de su habitación? ¿El hombre de voz grave que había discutido con Morwenna y había sido relevado de su puesto? ¿Vernon era el hombre que había sido asesinado?
Había oído fragmentos de la conversación de los guardias, pero no había sido capaz de sacar nada en claro, y aunque había percibido un cambio en el ambiente, no entendía qué había pasado.
Esperó con impaciencia, aguardando en silencio a que las chismosas cotillearan y le proporcionaran más información.
– El alguacil tampoco sabe quién robó el anillo -añadió otra mujer con una voz aguda y melindrosa.
Unas manos hábiles lo movieron con la soltura de un experto. Se arriesgó a levantar un párpado y vio a una mujer que llevaba un pañuelo enrollado a la cabeza. Su cara era rolliza, los labios curvados, los movimientos bruscos y experimentados. La otra mujer parecía un pájaro con el pelo castaño rizado, la piel clara y los ojos oscuros. Lanzó la ropa de cama sucia a una cesta y desplegó con energía la ropa de lino fresca.
– A decir verdad, no ha habido otra cosa que problemas en esta torre desde que lo trajeron hasta aquí. -La mujer más grande dio un golpecito en el otro lado de la cama-. Comienzo a creer lo que dice Isa, que está maldito.
«¿Maldito?»
– Lo que no sé es por qué la señora le cobija aquí en la torre, siendo como es un asesino -prosiguió la mujer.
– Entonces crees que realmente es Carrick de Wybren.
– ¿Quién si no? Míralo. Ahora que se está curando está más claro que antes. La dama también lo sabe. Al final le ha enviado un mensaje a lord Graydynn. -Chasqueó la lengua-. Vaya desperdicio. Un hombre apuesto, hijo de un barón. ¿Por qué habría hecho algo así?
– Por dinero o por una mujer -dijo la criada con cara de pájaro-. A no ser que simplemente esté loco de remate, no hay ninguna otra razón. Y nunca he oído decir de Carrick de Wybren que haya perdido la chaveta. Traidor, sí. Un corazón perverso que siente debilidad por las mujeres. Tal vez incluso un mercenario, pero ¿loco? Nunca.
– Y sin embargo siete personas han sido asesinadas, ocho si contamos a sir Vernon. Este Carrick del maldito Wybren es un bastardo asesino y cuando antes lo envíe la señora a lord Graydynn, mejor. Tal vez entonces podamos descansar todos de nuevo; tal vez entonces esa maldición se acabe.
Con prontitud, como espoleadas por sus propias palabras, terminaron su trabajo y lo dejaron solo en la cama limpia.
Hasta este momento había aceptado que él era Carrick. El nombre le resultaba familiar, y la mención de Wybren le traía recuerdos. Seguramente había estado allí. Vivió allí. ¿De veras era él ese vil bastardo? En su imaginación vio un enorme torreón, un amplio patio de armas, un campo inmenso y un foso que arrancaba desde el río y rodeaba la mayor parte del castillo. Su cabeza latió con fuerza y recordó a los escuderos gritando cerca del estafermo, a un viejo herrero que forjaba herraduras, a los cazadores que volvían con cerdos, ciervos y faisanes a través de las puertas levadizas que se abrían… ¿O era un sueño?
No… Su familia había vivido allí… Vio rostros, a su padre de paso decidido y arrogante y a una madre más afable, de labios tersos, su esposa… ¿Su propia madre? Apretaba la mandíbula mientras intentaba disponer las imágenes, pero estaban borrosas y entraban y salían volando de su mente, como hizo su nombre.
Y Morwenna, ¿la conocía?
La garganta se le secó cuando pensó en ella. ¿Cómo podía olvidar su cara angelical, la piel lisa y el pelo de ébano rizado? En los pocos momentos que la había visto, se fijó en sus ojos ágiles, de un color negro azulado intenso, dotados de inteligencia, rodeados por unas pestañas como látigos negros y cejas que se enarcaban con el interés o la duda. En los breves instantes en que ella había estado en su habitación, había exteriorizado cambios bruscos de temperamento. Se había apasionado como loca, se había llenado de desesperación, había resplandecido con una furia ardiente o se mostraba con fría determinación. Había jurado ante él, le había acusado de toda clase de vilezas y, con todo, lo había besado con ternura y deseo, un dolor y un calor que él mismo había sentido.
Y en sus pocos y breves encuentros comprendió una verdad: Morwenna de Calon todavía estaba enamorada de Carrick.
Dios santo, si pudiera sólo dirigirse a ella, defenderse de sus cargos, pedirle su perdón.
«¿Para qué? ¿Qué pecados has cometido? ¿De veras piensas que eres ese monstruo horrendo capaz de destruir a toda su familia?»
«¡No! -se enfureció en silencio-. ¡Imposible!»
Sus puños se cerraron en un gesto de impotencia y oyó su voz, la voz de ella, suave y baja, instándole al guardia a que la dejara entrar en la habitación.
Su corazón dio un vuelco. No podría continuar esa farsa una vez más. Ella sabía que él la escuchaba, que oía.
Una llave giró en la cerradura y él se preparó, con los músculos en tensión.
Reconoció su olor: Morwenna.
El Redentor observaba a Morwenna en su habitación. Se había bañado y lavado el pelo, después casi se queda dormida en la tina, sus pechos bordeados por el agua jabonosa, sus pezones oscuros de punta por la temperatura fría de la habitación.
Oh, qué placer lamerlos. Tocar con la punta de la lengua cada uno de sus pequeños pezones y mordisquearlos… Dejó escapar un gemido en voz baja y su condenado perro miró hacia arriba, ladró y gruñó.
Morwenna se despertó de repente, envuelta en una toalla y, siguiendo la dirección que indicaba el animal, miró hacia arriba al mismo lugar, Ella enarcó las cejas, frunció sus labios con cólera. Sostenía la mirada con firmeza, como si de veras pudiera ver las estrechas y casi invisibles hendiduras, y entonces le preguntó al estúpido y sarnoso chucho: «¿Qué pasa?».
Después se puso con premura una túnica escarlata y la ciñó con un cinturón plateado.
Todavía mirando hacia el muro con cierta desconfianza, se peinó el pelo cerca del fuego cuando sonó un golpe agudo contra la puerta. Morwenna se sobresaltó visiblemente mientras el perro cargaba contra la puerta ladrando y gruñendo como un loco, meneando sin parar su estúpida cola. Qué criatura tan inútil.
Gladdys, ese ganso de criada, se anunció antes de entrar. Entonces lanzó al chucho una mirada que sugería que no le gustaría nada más en el mundo que pegarle una patada que lo enviara fuera del castillo, luego ayudó a Morwenna a acabar de secar sus rizos enmarañados y sueltos.
Disgustado, la bestia moteada gruñó, pero se volvió a acurrucar como una bola.
Casi dos horas más tarde, tras haberse despedido de la criada, instando conciliar el sueño sin conseguirlo, Morwenna saltó de la cama, enfundó un traje largo y negro, se lo ciñó alrededor de su cintura delgada y se encaminó a la habitación del preso. «Y no cometas ningún error, el hombre que está en ese dormitorio es un cautivo». Lady Morwenna podía mentirse a sí misma y llamarle como quisiera, invitado, visitante o paciente, pero el hombre era un rehén, cautivo en una habitación, a la espera de un juicio.