El Redentor, sonriendo para sus adentros, siguió sus movimientos. Sabía con una claridad instintiva que el aposento adonde se dirigía le quemaba las entrañas. Con habilidad posó a través de los estrechos pasadizos y esperó, y la vio aparecer un instante después en la cámara del paciente.
«¡Puta zorra!»
Los dientes posteriores de El Redentor rechinaron mientras la estudiaba.
Seductora inocencia. Atractiva inteligencia.
Su mirada se centraba en el hombre inmóvil de la cama.
Con fascinación manifiesta, observó cada uno de sus movimientos, oyó el susurro bajo de su voz y sintió el odio latiendo por sus venas.
Debería haber asesinado al hombre cuando tuvo la posibilidad, debería haber prestado atención a sus instintos en lugar de disfrutar de la espera, alargando el dolor, en busca de que su satisfacción se colmara en un juicio que estaba todavía por llegar.
Se lamió los labios y alcanzó la daga que llevaba atada con una correa a su cintura. Unos segundos a solas con el hombre y le enviaría directamente al infierno.
«¡Paciencia! -gritó su mente-. Has trabajado demasiado duro, has empleado demasiado tiempo en planear los acontecimientos».
Se había demorado durante mucho tiempo. Y no podía arriesgarse a que le echaran de menos.
«Debes marcharte. Ahora mismo. Si descubren tu ausencia, todo estará perdido».
Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión. La sangre producía un aleteo vibrante en sus oídos. En silencio y con furia levantó el puño. Apretó el cuchillo hasta que los nudillos se pusieron de color blanco mientras, sin articular palabra, clamaba contra los dioses y miraba atentamente y sin pestañear siquiera por la hendidura de las piedras. La observó entrando en la cámara del hombre convaleciente, caminando sin apenas vacilar hacia la cama del canalla.
Era un tormento ser testigo de su presencia en la cámara de otro hombre, observar el interés de sus ojos al aproximarse a la cama.
«Maldita sea tu alma, Carrick de Wybren. Puedes pudrirte en el fuego del infierno durante toda la eternidad».
Se oyó un ruido en el pasillo, fuera de la habitación, sin duda el cambio de guardia. Se había detenido demasiado tiempo y aunque estaba fascinado con la escena que se estaba produciendo en la cámara de abajo, se obligó a sí mismo a alejarse de su escondrijo.
Cabía la posibilidad que él había esperado durante tanto tiempo. Debería matar el canalla y acabar con todo.
El pulso se le desbocó ante la expectativa de hacerlo. Sus dedos estaban deseosos de clavar su daga hasta el fondo en el corazón de ese bastardo.
Nadie lo sabría. Entraría en la cámara y se desharía rápidamente… nadie encontraría su puerta secreta.
¿O sí?
Controla tus impulsos. Has elegido un camino, ¡ahora síguelo!
Pero, ¿durante cuánto tiempo más podría soportar esa agonía, el cocimiento desdichado que le desgarraba el alma de que ella deseaba a otro hombre, a un traidor ni más ni menos?
«Ella verá la verdad a su debido tiempo, ella verá la verdad. Se dará cuenta de que es a ti a quien ama, que tú y ella estáis destinados a estar juntos. No descarriles. ¡Conserva tu plan y ahora, antes de que sea demasiado tarde, vete!»
Rechinó los dientes, liberó de su dominio la daga y la hundió en su bolsillo. Echó una última mirada por las aberturas del muro y luego se arrastró en silencio hasta su escondite.
Pero volvería. Aquella misma noche. Después de asegurarse de que nadie le echaba en falta.
Y si ella se entregaba al bastardo, observaría cada momento insoportable.
Capítulo 20
Morwenna miró fijamente al hombre herido y trató de imaginar cuál sería su aspecto sin contusiones. La hinchazón había remitido y, por debajo de su barba, adivinó la forma de unos pómulos pronunciados y una mandíbula cuadrada. Ahora tenía la frente ligeramente amarillenta, el pelo negro le caía por delante de los ojos.
– Así, pues, Carrick -comentó-, ya está decidido. Al rayar el alba, el padre Daniel, el hermano de Graydynn, montará en su cabalgadura hasta Wybren y llevará la noticia de tu descubrimiento.
Permaneció atenta a cualquier indicio que revelara que la había escuchado pero no atisbó señal de que estuviera despierto. Creía que el herido recuperaba la consciencia y la perdía constantemente, que a veces sabía con exactitud lo que estaba pasando y otras estaba inconsciente del todo. Pocas veces reaccionaba cuando el médico o las muchachas que le atendían le tocaban. Sin embargo, Morwenna había visto sus ojos abiertos, había presenciado su virilidad erecta, le había escuchado susurrar el nombre de otra mujer. Desde su llegada, había empequeñecido. Las pocas gachas y el caldo que le habían obligado a ingerir a través de los labios era una cantidad de comida insuficiente para sustentarlo. No obstante, había logrado aguantar, si no prosperar, al menos lo necesario para mantenerse con vida.
– Sé que puedes oírme -le dijo Morwenna con gran convicción, aunque no fuera más que una mentirijilla, un simple ardid-. Y puedo demostrarlo. -Miró a la chimenea, donde los rescoldos resplandecían y desprendían una cálida luz roja-. Bastará con poner un carbón sobre tu pecho. O el contacto con el atizador después de dejarlo un buen rato entre las llamas. -Morwenna daba vueltas alrededor de la cama, mirándole, preguntándose qué debería hacer para despertarlo-. La última vez que nos vimos me suplicaste ayuda, ésta es tu última oportunidad.
Morwenna le tocó el hombro y soltó un grito ahogado cuando de repente los ojos de él se abrieron y la miró fijamente. Morwenna se llevó la mano a la boca.
– Podéis oírme, sois un canalla despreciable. -Notaba latir con fuerza el pulso en las sienes, los nervios tensos hasta un punto de tensión máxima.
– A veces -admitió él, con una voz áspera.
– Y aun así habéis permitido que os recriminara noche tras noche -dijo, avergonzada por lo que estaba reconociendo-. ¿Acaso no tenéis un mínimo de decencia?
– Por lo visto, no.
– ¿Qué decís?
– Todas las personas que habitan esta torre, incluida vos, están convencidas de que soy un traidor, un asesino, un ladrón y Dios sabe qué más.
Morwenna dio un paso adelante y la pregunta que la había mantenido toda la noche en vela brotó de sus labios.
– ¿Sois Carrick de Wybren?
– No lo sé.
– Contestadme -le pidió ella.
– Desearía poder hacerlo -le dijo él, y percibió algo en su tono de voz que hizo que quisiera creerlo.
– ¿Cómo?
– No me acuerdo.
– ¡Oh, rayos y centellas! ¿Acaso esperáis que crea que estáis aquí, en esta cama, hablándome y en vuestros plenos cabales pero que no sabéis quién sois?
– Así es.
– Lo siento -dijo ella, sacudiendo la cabeza con determinación-. Eso es demasiado cómodo.
Ella respiró con dificultad mientras él entrecerró los ojos y trataba de incorporarse para quedarse en posición sentada.
– ¿Vos qué creéis? -preguntó él sin apartar ni un segundo sus ojos de la intensa mirada de Morwenna.
Ella tragó con fuerza.
– Creo… que vos sois… Sí, tú tienes que ser Carrick.
– ¿Por qué?
– Porque, para empezar, te pareces a él. Sí, todavía estás magullado y un poco hinchado y han pasado años desde que te viera por última vez pero… todavía… Y llevabas el anillo de Wybren. -De repente se le ocurrió algo y señaló su mano-. ¿Lo has escondido?
– ¿Qué? -resopló él-. Por supuesto que no.