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– Entonces, ¿viste quién te lo robó?

– No.

– Pero estabas despierto -dijo Morwenna-. Me has dicho que me oías.

– No siempre. Al principio lograba estar despierto durante un rato. Sólo he sido consciente de lo que estaba pasando durante estos últimos días.

Morwenna puso los ojos en blanco.

– Demasiado cómodo otra vez, Carrick.

– Es cierto -insistió él haciendo una mueca-. Pero tú no me creerías dijera lo que dijera. No tienes ninguna confianza en mí.

– Porque no eres de fiar. -Levantó las manos al cielo-. Aunque ser mentiroso es la menor de tus faltas.

Él apretó la mandíbula.

– Yo no maté a mi familia.

– Entonces, ¿quién lo hizo, Carrick?

– No lo sé, pero probablemente fuera la misma persona que me atacó…

– ¿Quién fue? -le preguntó ella y, al no recibir ninguna respuesta, cruzó los brazos sobre su pecho-. No me lo digas. No te acuerdas.

– Estaba oscuro. Sólo recuerdo que iba en mi cabalgadura y de repente alguien se echó sobre mí, como si hubiera saltado desde una roca o un árbol.

Torció el gesto de la cara mientras intentaba recordar acontecimientos que le resultaba difícil evocar.

– Y, ¿para qué te dirigías a Calon?

Él sacudió despacio la cabeza.

– No lo sé… No recuerdo que Calon fuera mi lugar de destino.

– ¿Adonde ibas?

– No lo sé -respondió él.

Parecía realmente confuso. Pero, ¿acaso Carrick no era un actor consumado, experto en el arte de las verdades a medias y de las mentiras? Ese hombre parecía Carrick pero no reconocía su voz, de tan áspera como era.

«No dejes que te engañe con falsas promesas otra vez. No confíes en él. Y, por lo que más quieras, ¡no te enamores de él!»

Al pensar en ello, las rodillas casi se le doblaron. ¿Enamorarse de él? ¿Cómo podía habérselo planteado siquiera? Aunque no podía negar, y menos a sí misma, que había amado a Carrick de Wybren con todo el ímpetu de su juventud y de su ingenuo corazón, había pasado mucho tiempo y se había convertido en una mujer. Ella no podía caer, y no caería, en sus encantos de seducción otra vez. Sin embargo, Morwenna se llevó espontáneamente los dedos a la boca y recordó con una claridad desconcertante el calor de sus labios al besarse, el torrente de sangre fluyéndole a través de las venas, el desvarío y la sensación de júbilo que había experimentado.

«Mujer insensata, completamente insensata».

Enderezó la espalda y se acercó a él de nuevo.

– Demuéstrame que no eres Carrick -le comentó, y al ver que la interrogaba con la mirada, Morwenna señaló la ropa de cama-. Carrick de Wybren tenía una marca de nacimiento en la parte posterior e interna del muslo. Yo, bueno…, intenté verlo la otra noche, pero… estaba oscuro y me sentí incómoda al levantar la colcha pero, ahora, como es más que evidente que tú mismo puedes hacerlo, retira las sábanas y comprobémoslo.

Pudo intuir cómo torcía el gesto debajo de la barba.

– Si quieres ver mi verga, milady -dijo él, y los dientes le destellaron y los ojos reflejaron un azul acerado-, sólo tienes que pedírmelo.

Morwenna se ruborizó y, aunque no pudo evitar que sus mejillas se encendieran con una docena de matices de la tonalidad del rojo, consiguió mantener su voz firme.

– No tengo ningún interés en… tu masculinidad, te lo garantizo -le dijo, y notó la garganta tan tensa que tuvo dificultad para articular esas palabras-. Pero la marca de nacimiento, sí, quiero verla.

– Como desees, milady -se burló él encogiéndose de hombros.

Luego, estremeciéndose a causa del esfuerzo, hizo palanca con un codo y retiró las sábanas de su cuerpo.

Morwenna se enfrentó a su desnudez, absoluta y descarada. La piel descolorida se le tensaba en sus vigorosos muslos y en sus fornidas pantorrillas, y el vello oscuro que le cubría las piernas se espesaba en la cima de las ingles donde, para su desgracia, su virilidad reposaba flácida. Era algo que Morwenna nunca había visto antes, aquella cosa… marchita… entre sus piernas. Nunca, durante las veces que Carrick y a habían hecho el amor, nunca la había visto en reposo. Ahora no ido menos que reprimir una mueca.

Carrick, divertido por el desconcierto de ella, se rió.

– Temo que haya algo que no te complazca.

– Tú… tú… nunca me has complacido, Carrick.

Los ojos le brillaron de manera endemoniada.

– ¿Nunca? -Él enarcó una ceja oscura en señal de burla-. Quizá debiera intentarlo de nuevo.

La mirada hostil que Morwenna le dirigió había hecho cesar en el intento a más de un pretendiente no deseado, pero no causó efecto en el hombre. Carrick parecía disfrutar con la ira en ebullición.

– Mirad rápido, milady -sugirió, señalando con la cabeza hacia su masculina desnudez-, porque no sé durante cuánto tiempo… Ay, maldita sea.

Frente a los ojos de Morwenna, el miembro masculino empezó a crecer y a ponerse duro.

– Dulce Morrigu -susurró ella, intentando ignorar el falo en crecimiento y obligándose a mirar la parte interior de los muslos, en busca la marca de nacimiento. ¿Dónde diablos estaba? Achicó los ojos, pero luz en la habitación era tenue y la piel todavía estaba ligeramente contusionada precisamente en el lugar donde debía de estar. ¿O era en la otra pierna, donde ahora había una cicatriz? ¿Acaso estaba bajo aquella vieja cicatriz? No se atrevió a mirar más porque su masculinidad crecía ante a sus ojos.

– ¿No puedes parar de hacer eso? -le preguntó ella.

– Sí, pero antes tienes que dejar de mirarlo fijamente.

– No estoy mirando fijamente a… a… ¡Oh, por el amor de Dios!

– Ocurre hasta en los momentos más inoportunos.

Morwenna le clavó otra mirada helada.

– Es cierto. Parece como si tuviera una mente ajena a la mía.

– ¿De veras? -se burló Morwenna, rehusando que la intimidara. Se acercó más, lo oyó reírse en silencio, en lo profundo de la garganta, y sintió que la sangre le fluía acaloradamente por las venas. Lo que resultaba condenadamente absurdo. De repente se dio cuenta de lo ridícula que era su búsqueda.

– ¡Oh, tápese! -ordenó.

Él tuvo el valor, la audacia inaudita, de reírse a carcajadas. Pero, qué a iba hacer, siempre había sido un granuja.

– ¿Satisfecha? -le preguntó él.

– No, pero… ¿Qué?

Morwenna se irguió de repente y le miró de lleno a la cara. Vio el ego en sus ojos azules, la sonrisa irreverente que la acuchillaba a través de la barbilla. El bastardo bromeaba y estaba pasándolo en grande.

– Te he preguntado si estás…

– Sí, sí, ¡te he oído! -Se alejó unos pasos de él, sintió que le resbalaban gotas de sudor frío por el cuello-. Ahora, por favor, tápate.

– Como quieras. -Con un movimiento de muñeca, se cubrió el cuerpo con las sábanas y dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba reprimiendo-. Sólo estoy aquí para complacerte.

– ¡Maldita sea, Carrick! -bramó Morwenna con ira-. ¡No te burles de mí!

– ¿No te gusta?

– ¡No!

Su sonrisa era pura seducción. Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Recordó cómo había sido estar con él. La magia de sus caricias, calor de sus manos, la presión erótica de sus labios contra los suyos, sintió que un rubor la abrasaba y le subía poco a poco desde el cuello hasta las mejillas. Notó cómo se le agarrotaba la columna vertebral y obligó a apartar esos pensamientos, que eran una farsa, y cruzó los brazos sobre el pecho.

– No sé cómo puedes bromear. Tu destino está en mis manos.

– ¿Lo está?

– Sí, por los clavos de Cristo, Carrick, ¿acaso no entiendes que mañana, bajo mis órdenes, el padre Daniel montará hasta Wybren para informar a Graydynn de tu… tu…?

– Captura.

Morwenna desvió la mirada.

– Si no te hubiera traído a Calon habrías muerto. Te he tratado como un invitado.